Filosofía en español 
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[ Juan Sánchez-Rivera de la Lastra ]

Temas políticos
Patriotismo y humanitarismo

Dos conceptos sublimes, considerados en sí, suelen ser en la vida internacional frecuentemente antitéticos: nos referimos al patriotismo y al humanitarismo. El amor a la patria, pasión noble y grandiosa, suele, a veces, degenerar en un seudosentimiento belicoso y chauvinista, que produce tremendos daños a la Humanidad.

Existe un patriotismo puramente morboso, causa de las mayores calamidades para los pueblos y origen de todas las guerras. Tanto en la vida individual corno en la social, se dan estados patológicos, y tan perjudiciales son al individuo como a las sociedades y a los pueblos. Cuando el patriotismo; más que como amor insuperable a la patria, se entiende como odio a todas o algunas naciones extranjeras, los resultados funestos no suelen hacerse esperar.

La historia de la civilización nos enseña que la Humanidad ha ido de día en día ensanchando el círculo de las colectividades políticas. El progreso social se ha manifestado mediante la evolución del concepto de nación de menos a más. La nación, para el hombre primitivo, no excedía de la familia; fuera de ella se consideraba como enemigos a los demás hombres, y se procuraba su exterminio en la lucha diaria por la existencia. De la familia se pasó a la tribu, entablándose ruda lucha entre unas tribus y otras con motivo de intereses opuestos, el eterno acicate de discordia entre los hombres. Después surgió la fratría, en Grecia, y la curia, en Roma. Luego hicieron aparición los estados regionales, a los que siguieron las monarquías absolutas de los siglos XV a XIX. Más adelante se crearon los imperios confederados, y, por fin, como forma la más amplia y perfecta de organización políticosocial de los hombres, se piensa en nuestros días en la Federación de Estados y naciones.

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Hemos dicho al principio que un equivocado concepto del patriotismo ha servido de pretexto, desde los tiempos más remotos, para perpetrar infames matanzas humanas. Nada más cierto. Los principales caudillos de la Historia: Alejandro de Macedonia, Aníbal, Julio César, Carlomagno, Napoleón, &c., se han servido del concepto patológico del patriotismo para desencadenar sobre la Humanidad el imperecedero azote de la guerra. Leed sus arengas y alocuciones, y las hallaréis repletas, rebosantes, de ese patriotismo erróneo y funesto. En síntesis vienen a decir todas: «La salvación o el interés de la patria exigen la guerra con la nación A o el pueblo B.» Dicho esto, ya no es preciso más para que la sangre se derrame en torrentes: la patria lo exige.

Y los mismos fundamentos empleados para justificar la necesidad de la guerra por los caudillos de las más remotas edades veréis insertos en las proclamas de los Gobiernos contemporáneos. Para lanzar a unos pueblos contra otros se invoca siempre el amor a la patria, el sagrado patriotismo. Recuérdense las alocuciones de los gobernantes de los países que tomaron parte en la guerra de 1914. Por añadidura, cada Estado contendiente pretendió complicar a Dios en sus designios sangrientos, asegurando que con la ayuda divina conseguiría el exterminio del adversario. Todos olvidaron que fue Jesucristo quien dijo: «Amaos los unos a los otros.» «No matéis.»

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La Humanidad, que ha llegado en lo físico a un grado de adelantamiento pasmoso; que ha domeñado las fuerzas naturales; que ha descubierto leyes astronómicas maravillosas; que ha inventado aparatos tan sorprendentes como el avión; que ha sabido averiguar cuáles son los microbios patógenos de múltiples dolencias, no ha pasado, en lo moral, del salvajismo cavernario. Los esfuerzos de hombres insignes, como Jaurès, no lograron evitar la infame matanza universal de hace quince años.

¿Debemos por ello declararnos vencidos cuantos propugnamos ideales de paz y fraternidad entre los hombres y los pueblos? No. Si Fulton hubiera abandonado sus investigaciones ante las burlas de que fue víctima, el transatlántico acaso no existiría hoy, o hubiese retrasado muchos años su aparición. Si Copérnico y Galileo se hubieran descorazonado ante las invectivas de quienes les declaraban visionarios, probablemente se hubiese seguido creyendo que la Tierra era el centro del Universo, y que el Sol giraba en torno a nuestro planeta.

Nadie debe ignorar que tanto los procesos geológicos como las grandes obras sociales exigen un enorme lapso de tiempo para su desarrollo o su arraigo. Ciego mental será quien no advierta que en lo porvenir, tárdese más o menos, todos los Estados del mundo, por la propia conveniencia de sus ciudadanos, se someterán voluntariamente a un Tribunal internacional para la resolución de sus conflictos, evitándose las guerras. Este dichoso día podrá aún estar lejano, pero es seguro que llegará, por las razones de conveniencia colectiva expuestas, y, además, porque el movimiento popular contra la guerra aumenta de día en día en todos los países, y se acerca la fecha en que la declaración, o al menos la realización, de toda guerra será imposible: un enorme contingente de trabajadores, unidos internacionalmente, lo impedirá.

Por ahora, todos los hombres deseosos de la paz debemos hacer propaganda en defensa del robustecimiento de la autoridad moral de la Sociedad de Naciones, organismo llamado en lo futuro a dirimir jurídicamente las cuestiones internacionales. Como ha dicho Arístides Briand el pasado año en Ginebra: «Cuanto se haga por arraigar en el espíritu de los pueblos las ventajas de la obra de la Sociedad de Naciones, es laborar por la paz; sin la asistencia del convencimiento popular en su pro, su eficacia se malogrará.»

J. Sánchez-Rivera