Filosofía en español 
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Notas contemporáneas

El futuro futurista

por Carmona Nenclares

Nuestro amigo Verdepino es un joven poeta discutidor y camorrista. El mismo se llama “poeta de vanguardia”. Gusta de conversar en mi compañía sobre cuestiones estéticas. Hemos adoptado la sana costumbre de reñir siempre al término de tales discusiones. Porque no sé, en verdad, si este gran humorista de Verdepino tiene o no tiene razón. Es muy difícil averiguar esto cuando se trata de cuestiones de arte.

Me limito ahora, por lo tanto, a exponer sin comentario sus ideas, confesando tan solo, como prueba de imparcialidad que, mientras él habla –en los momentos en que me parece más tranquilo– no dejo nunca de hacerle alguna tímida objeción. Mi timidez es explicable en estos casos. Las personas que discuten acerca de la belleza y de afines tópicos inofensivos y amenos son, por lo general, de una agresividad peligrosa. Verdepino sostiene que es artista de vanguardia y si bien en lo de artista motivan sus palabras un interrogante, porque hasta el momento en que escribo no ha realizado obra de arte conocida, lo de vanguardia es un asunto que se vuelve cada vez más enredado. Cuando se trata de un ejército en marcha, la solución del problema no ofrece dificultad alguna. La vanguardia es la que pasa primero y esto se comprueba mirando. En materia de arte nunca se sabe a ciencia cierta si los de vanguardia van delante o van detrás, pues las pruebas del lugar que ocupan en las filas se reducen a menudo a simples afirmaciones enfáticas de los interesados. Y esto no basta.

Es posible que el lector llegue a conclusiones aceptables cuando se entere de todo lo que dice Verdepino. Por mi parte no trato de ocultar que quedo algo perplejo después de oírle.

—Yo creo que todo hombre debe vivir su tiempo. Y todo artista tiene que vivirlo y reflejarlo, aun contra su voluntad –suele empezar sentenciosamente Verdepino–. Y no estoy dispuesto a tolerar –añade con rabia– ese “paradismo” vergonzante, con máscara futurista, de retoño hoy entre nosotros... Digo esto porque acabo de asistir a una velada donde un poeta adolescente nos disparó a quemarropa ciertos versos onomatopéyicos. Creí, al principio, que se trataba de una poesía prehistórica, anterior al advenimiento del lenguaje articulado. Llegó a interesarme como tal. Pero empecé a desconfiar cuando el lector, por medio de explosiones verbales y en colaboración con la mímica, nos dió a entender que se refería a una batalla espeluznante.

Interpelé al poeta sin poder esperar a que terminara. El mozo, visiblemente contrariado, afirmó que había querido describir un duelo de artillería durante la gran guerra europea.

—¿De 1914?

—¡Sí, señor!

Y consiguió hacerme oír, además, que la forma empleada por él, era la última palabra en materia de literatura.

Si en aquel momento hubiera yo tenido la serenidad para razonar que ahora poseo, fácil me hubiera sido demostrar al joven versificador, cómo es imposible la complejidad del pensamiento sin la correlativa complejidad del idioma y cómo han debido evolucionar ambos juntos, inevitablemente. Es evidente –le hubiera dicho– que para expresar ideas profundas y sutiles se necesita disponer de un instrumento perfeccionado. El aspecto de las cosas y de los fenómenos que puede ser explicado con ruidos y con gestos, es, por definición, superficial. A lo sumo, tiene interés informativo. Sólo la manera íntima de reaccionar, ante tales fenómenos, del hombre de fina sensibilidad y de grandes recursos expresivos, nos dará la sensación del arte verdadero. Este modo de reaccionar, que constituye la originalidad, no puede ser traducido completamente por la palabra sino gracias a delicados matices, casi imperceptibles, en los detalles, pero que en el conjunto, definen la personalidad. El perfeccionamiento del lenguaje no se debe, por lo tanto, a una serie de invenciones; es un producto de reflejos.

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El caso del poeta del cuento no es un caso aislado –continua Verdepino–. Tampoco se circunscribe en determinada forma de arte. En lo que se refiere a la pintura, el expresionismo –futurismo germánico– existía durante la última invasión glaciar en determinados puntos de España. La diferencia esencial reside en que aquellos honestos cazadores de ciervos eran verdaderamente futuristas, pues hicieron todo lo que les fue posible por adelantarse a su tiempo. Los futuristas modernos pretenden y proponen la destrucción de los Museos. Esta destrucción tiene por único objeto evitar que las generaciones se sigan copiando las unas a las otras. Mientras tanto, ellos vivirán dibujando los mismos arabescos, combinaciones de arco-iris sólidos entrecruzados con fragmentos de guitarra y pegando sobre la composición desgarraduras de periódicos y etiquetas de botellas. En esto se parecen a sus maestros de la época del reno, quienes decoraban las paredes de las grutas con siluetas de animales y figuras humanas de cabeza triangular, estirado talle filiforme y piernas donde se sorprende la elefantiasis máxima. La protohistoria y lo pueril ejercen una enorme atracción en el espíritu de los adeptos a la vanguardia. También en ellos se marca la predilección por la escultura negra y los garabatos infantiles. Quedan todavía, como pruebas de “vanguardismo” el desprecio a la mujer, propio de los pueblos semibárbaros, y el odio a la luna que también sienten los perros que la ladran.

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Otro atentado artístico, también primitivo y pasadista –dice el inefable Verdepino– es el conocido con el regocijante nombre de cubismo. Este “ismo” se reduce a combinar, con buen o mal gusto, planos imbricados de tintas llamativas. Pueden servir, en el mejor de los casos, para decoraciones de “cabaret". La afición a los colores brillantes, que supieron aprovechar tan bien los conquistadores españoles de América, es característica del salvajismo y de la edad infantil. No admitamos para explicar el cubismo la triquiñuela del imperativo dinámico, aquello de que es indispensable sacrificar y deformar la imagen hasta llegar al esquema. En Snyder y en Rubens se encuentran argumentos definitivos en contra de esta afirmación, con la que se pretende ocultar una impotencia evidente.

También en las grutas de la edad de piedra es posible encontrar documentos demostrativos en idéntico aspecto.

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Los futuristas –acaba Verdepino– tienen que desandar en breve plazo treinta mil años de historia. Por eso todos ellos actúan de oficiantes en el culto del automóvil. Un pretérito de treinta mil años no puede andarse en carreta.