Revista de las Españas
Madrid, marzo-abril de 1927
2ª época, número 7-8
páginas 187-189

Luis Santullano

Los españoles en la emigración

Esos cuatrocientos largos millones a que, según dicen los enterados, ascienden las donaciones hechas por los indianos a los pueblos, generalmente del Norte de España, de donde aquéllos proceden, significan varias cosas elevadas, a las que pudiera aplicarse una interpretación sentimental. El amor a España, representada por la tierrina o la tierruca, es aquí bien patente y no hay para qué subrayarlo, pues se trata de fenómeno conocido. El español, por lo común tan inclinado a la indiferencia respecto de lo propio y también a su menosprecio, se descubre como despojado de la dura epidermis original luego que se aleja de la frontera querida e ignorada. Es un amor algo primitivo y ciego, que no distingue entre lo bueno y lo malo, para estimarlo a todo, cuando lejano, excelente. Esa ignorancia y esa ceguera explican algunas adhesiones espontáneas de las colonias españolas a los movimientos políticos de la metrópoli. El tema es delicado, como arma de doble filo que hiriese a diestro y siniestro igualmente, mas cabe apuntarlo para deducir el desconocimiento extremo respecto de los verdaderos intereses de la Patria, a que muchas veces llega el español ausente.

No podemos extrañarnos de ello si consideramos la extensión de esa misma ignorancia dentro del suelo nacional; mas en el caso del emigrante pudiera ser causa de cierta limitación desventajosa, incluso para vivir la vida internacional y cosmopolita. No es fácil que le importe comprender la organización y juego de valores políticos y sociales del país en que temporalmente vive a quien no ha sido educado en el examen de lo que le toca más de cerca. Ello puede suponer, considerada la cosa en optimista, una ventaja para España, si nos satisfacemos con mantener asegurada la relación cordial sin merma alguna y, como consecuencia, la vuelta segura del emigrante al cabo de los años, cuando éstos fueron de triunfo. Aun habidas presentes la enorme facilidad del idioma común y la raza influenciada, no parece se ofrezca todavía en las naciones de lengua española el fenómeno de americanización que se viene dando desde un principio en [188] los Estados Unidos, ese «melting pot» de cien pueblos diversos.

Evidentemente, Centro y Sudamérica van haciendo su obra de unificación racial, y no puede ser de otro modo; mas la resistencia a la asimilación será tanto más grande –aunque otra cosa parezca–, cuanto mayor sea el atraso de las naciones emigradoras. El fenómeno se ha comprobado en los Estados Unidos norteamericanos. De 1845 a 1855 recibieron estos la gran ola de emigración, irlandesa, que ha alcanzado hasta cuatro millones de personas, en su mayoría analfabetas. Al lado de ellos, se calculan en más de cinco millones los alemanes allí nacionalizados desde 1820, gentes más o menos cultivadas. Pues bien; la observación más somera puede descubrir el diferente grado de americanización de unos y otros, más profundamente acusado en los segundos. Y esta diferencia se revela más clara respecto de otros emigrados que manifiestan peores condiciones culturales que los irlandeses. Entonces las circunstancias de su vida, unidas a las del trabajo –dice un autor– en las obras ferroviarias, en las minas, en las manufacturas, da muchas veces como resultado la formación de agrupaciones casi aisladas de extranjeros, conquistadas en el medio social, como una isla extraña dentro de las fronteras nacionales.

Los Estados Unidos se han preocupado de la americanización de esas gentes (bien que no fiando en los resultados últimos del propósito, sino respecto de la infancia, de los niños de edad escolar), como declaran las diversas iniciativas, entre ellas las de la ciudad de Rochester, que viene desarrollando desde 1905 un plan definido para la educación de los emigrados adultos dentro del siguiente propósito:

1) Enseñar a los que consideran como futuros americanos a leer, hablar y escribir el inglés.
2) Darles informaciones prácticas que pueda hacer su existencia más cómoda y segura.
3) Prepararlos para una ciudadanía americana inteligente y patriótica, haciéndole familiares las leyes, costumbres, ideales y los hechos fundamentales de la historia nacional.

Como se advierte, el programa no puede ser más ceñido al propósito; mas en el caso de los adultos, no siempre es dado alcanzar el último y feliz resultado. Hasta cabe afirmar –excepto, acaso, respecto del idioma, sin que éste se libre del todo de la afirmación– que todo cuanto no haga el ambiente general del país en que el emigrado se mueve resultara esfuerzo en definitiva perdido. Por esto, resulta excesivo el propósito de llegar a esa americanización ciudadana, inteligente y patriótica de que se habla en el tercer apartado, por grande que sea la asimilación de los medios que se indican. Porque sobre todos ellos se dará como una reacción cordial, que seguirá ligando al emigrado a la Patria ausente. O, si esto no se produce, tampoco habrá de esperarse análoga simpatía en relación con el país adoptado, ya que no se trata de puros reflejos mentales, sino de una relación sentimental difícil de substituir en la edad adulta.

El problema es muy otro cuanto a la infancia nacida o criada en la emigración, apareciendo desigual la lucha entre la familia deseosa de mantener el fervor patriótico y el ambiente extraño, para ellos natural y propicio. Mas, ¿qué cabe hacer? En lo que pudiera afectar a las grandes masas de españoles residentes en las naciones centro y sudamericanas, resultaría inoportuna cualquiera política que excediese más allá del claro y legítimo deseo de mantener cierta discreta, bien que transcendente, comunicación mediante el libro, el conferenciante autorizado, la agrupación para fines de cultura y ayuda mutua y otros medios a que ya alude José Antonio de Sangróniz en su último libro, rotundo programa de hispanoamericanismo y de otras cosas. De todo esto llegaría muy poco a los niños; pero no hay para qué lamentarlo demasiado cuando sus intereses educativos se hallen convenientemente satisfechos, pues no cabe ponderar las excelencias de una relación estrecha entre España y las naciones de América que hablan su mismo idioma si no se llega a la última y cordial consecuencia de fundirse en verdadera hermandad por el cruce de las nuevas generaciones.

En cambio no parece deba abandonarse completamente a su suerte, por risueña que ésta se ofrezca, a las colonias españolas establecidas en el [189] Mediodía de Francia y Norte de África, pues, en este caso, la irremediable pérdida del idioma y la formación de la mente y el corazón infantiles en un medio espiritual indiferente al estímulo español, cuando no hostil a éste, habrán de traer la rápida desespañolización de muchos millares de compatriotas que, por no ser ésta siempre voluntaria, sino impuesta por circunstancias generalmente excepcionales, merece ser atendida y, si es posible, evitada.

Sin duda, ello no es tan fácil de abordar como de escribir sobre el papel; mas no por esto la nueva Junta de Relaciones Culturales habrá de esquivar el empeño, cuya dificultad de realización aparece evidente si consideramos que España no puede llevar a los españoles ausentes unas escuelas inferiores a las que tienen a su alcance, pues sería inevitable el fracaso y la deserción de ellas, tarde o temprano, aun de aquellos compatriotas más inflamados de amor patriótico. Algo de esto ocurre ya, según puede comprobarse, en la ciudad todavía internacionalizada de Tánger, donde muchos españoles prefieren los centros escolares franceses, por considerar de mejor calidad su enseñanza. Por otra parte, el número grande de estos núcleos coloniales, que reúnen una población global numerosísima, harían necesario el envío al Mediodía de Francia y Norte de África de un millar, aproximadamente, de maestros nacionales y acometer gastos costosísimos para la construcción de edificios adecuados y su instalación y dotación convenientes. Ante la doble y grave dificultad, la interna y la externa, algunos –el Sr. Luzuriaga y quien firma estas cuartillas– hemos propuesto al Ministerio de Estado soluciones más viables, encaminadas a organizar cierta tutela espiritual de la infancia y juventud ausentes, de suerte que dejen de sentir el actual abandono y, lejos de ello, puedan continuar una relación con España derivada de causas y motivos comunes. Mas no es ocasión de exponer el detalle de tales indicaciones, sino de subrayar –pues es éste nuestro tema central– las condiciones inferiores y lamentables en que generalmente se expatrían nuestros compatriotas y viven después en el extranjero. Alguna vez la iniciativa privada ha pretendido remediarlo, creando escuelas para emigrantes y otras instituciones análogas. De hecho, si bien se mira, no tienen otro sentido último las donaciones que nuestros indianos vienen haciendo abundantemente cuando las aplican, como es el caso general, a la construcción de locales escolares y al sostenimiento de fundaciones docentes. «¡Que esos chicos vengan mejor preparados!», vienen a decir de este modo elocuente, y de hecho así lo aconsejan en sus cartas y declaraciones; porque advierten, en la dura concurrencia que presentan otros pueblos, la dificultad del muchacho español para abrirse el camino del triunfo en el comercio y en la explotación agrícola o industrial.

Mas no basta, a nuestro entender, disponer al adolescente para la lucha mediante una sólida instrucción elemental. Sería necesario completarla con algún claro conocimiento del país donde se propone emigrar, tanto en el aspecto económico como en el políticosocial. La enseñanza de la Geografía e Historia de América, que ahora se lleva a los estudios de Bachillerato, no obtiene todavía en la escuela primaria una atención suficiente, ni ésta bastaría siempre para satisfacer aquel propósito. Se impondría la organización aquí y allá, en las provincias de mayor contingente emigrador, de cursos especiales para los muchachos y adultos a quienes solicite la dorada tentación de las tierras nuevas y lejanas. Si llegaran a establecerse estos cursos de manera eficiente, pudiera pensarse en hacer obligatoria su frecuentación, siempre que la Administración y la ayuda privada –que no faltaría del lado de los «americanos»– facilitara la asistencia a los alumnos privados de recursos.

Lo que, desde luego, no debe continuar es la emigración de gentes faltas de todo arte u oficio, y que, además, como suele ocurrir en numerosos casos, figuran, por derecho consecuentemente mantenido, en el negro cuadro del analfabetismo nacional. Quizá alguien opine que no hay interés alguno en guardar dentro del recinto español a quienes no pueden rendir provecho alguno a la comunidad; mas quienes así discurren, necesariamente viven despreocupados, no ya de las cuestiones que interesan al mejor hispanoamericanismo, sino de toda solicitación noble con alguna tendencia social.

 

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