Revista de las Españas
Madrid, enero-febrero de 1927
2ª época, número 5-6
páginas 58-66

A. Fabra Rivas

Concepto del Iberoamericanismo

Conferencia dada en la Unión Iberoamericana el día 9 de Diciembre de 1926

Quisiera excusarme, ante todo, por haber puesto a esta conferencia un título que puede parecer presuntuoso: Concepto del iberoamericanismo. Mi propósito no es, ni mucho menos, exponer una nueva teoría ni arriesgarme a formular definiciones sobre un problema tan importante y tan complicado como el del iberoamericanismo. Lo que intentaré hacer es ensamblar diversos hechos históricos y recoger las enseñanzas de hombres que se han especializado en el estudio de las cosas de América, para llegar a establecer, no solamente un ideario completo, sino también una norma de acción.

Para conseguir este empeño voy a aprovechar todos los elementos de que puedo disponer, sin fijarme en si son o no inéditos. Algunas de las ideas y no pocos de los hechos que expondré aquí esta tarde, figuran ya en artículos míos publicados en la Prensa de España y de América. A estos elementos añadiré hoy otros nuevos, buscando de esta guisa fijar las líneas principales de lo que, a mi juicio, debería constituir lo que podríamos llamar la teoría y práctica del iberoamericanismo.

* * *

Hace ya varios años, en 1912, el periódico madrileño El Mundo me encargó que hiciese una serie de interviús a los jefes de los partidos políticos y a los presidentes y ex presidentes del Consejo de Ministros de Francia, sobre las relaciones franco-españolas. De todas las declaraciones que entonces recogí, las que más me impresionaron fueron las de M. Caillaux, quien, como buen político y economista, ha comprendido, desde hace mucho tiempo, el gran papel que Iberoamérica está llamada a desempeñar en el campo de la civilización. Caillaux vino a decir en resumen: España y Francia deberían hacerse todas las concesiones posibles en Europa y en África, con tal de trabajar de común acuerdo en América, ya que en el Nuevo Continente está el verdadero porvenir. Estas palabras del eminente hombre público francés fueron, quizás, la causa determinante de que el problema de América, en general, y de Iberoamérica, en particular, que hasta entonces había yo estudiado por mera afición, se convirtiera en el tema predilecto de mis estudios y de mis preocupaciones [59] todas. Andando el tiempo, el problema americano ha llegado a apasionarme y ha constituido para mí un manantial inagotable de las más variadas emociones.

Poco tiempo después de haber oído a Caillaux, al leer la obra de Guillermo Ferrero, «Grandeza y decadencia de Roma», quedé profundamente impresionado ante la brillante descripción de lo que podríamos llamar la marcha de la civilización. En efecto; Ferrero señala de un modo magistral que la civilización sigue el mismo curso que el sol, de Oriente a Occidente; que la civilización ha estado atravesando durante los últimos siglos el Continente europeo y que ahora se va desplazando, atraviesa el Atlántico y se dirige hacia América.

Esta teoría puede reforzarse con la que se ha venido denominando de los grandes ciclos de la historia: el fluvial, el del Mediterráneo o del mar cerrado y el trasatlántico. En efecto; la civilización primitiva se desenvolvió en las márgenes del Tigris y del Éufrates, se corrió luego al Mediterráneo –llegando a su más alto apogeo en Grecia y en Roma– y se transformó en transoceánica a partir del descubrimiento de América.

Otra teoría viene a confirmar la misma tesis: la interpretación económica de la historia o el determinismo histórico, formulada por Marx y Engels, según la cual el modo de producción de la vida material determina de un modo general el progreso social, político e intelectual de la vida. Esta idea se completa en cierto modo en el prefacio de la primera edición de «El Capital», diciendo que «el país industrialmente más desarrollado no hace más que mostrar a los otros el espejo de su propio porvenir».

Por otra parte, los documentos presentados por los organismos técnicos de la Sociedad de las Naciones a la segunda reunión –celebrada en Noviembre último– del Comité preparatorio de la Conferencia Económica Internacional, son de una elocuencia avasalladora. Según dichos documentos, la población y el comercio del mundo en 1925 fueron alrededor de un 5 por 100 superiores a la población y al comercio en 1913.

La población de Europa, incluyendo en ella la de la Rusia asiática, ha aumentado un poco más del 1 por 100. La de los países occidentales y marítimos de Europa es actualmente un 5 por 100 superior a la de 1913. La de la América del Norte, un poco menos de un 5 por 100; la de la América del Sur, un poco más del 5 por 100. El crecimiento de la población en las demás partes del mundo fue mucho menos rápido. {(1) Memorandum sur la production et le commerce.} El comercio mundial en 1925 ha superado, probablemente, en un 5 por 100 al de 1913. El europeo ha sido inferior en un 10 por 100 a las cifras de antes de la guerra. Es decir, que precisamente cuando la actividad del mundo se ensancha e intensifica, la de Europa decae en vez de contribuir a su desarrollo.

Otro ejemplo. Las importaciones de Australia, de procedencia europea, han pasado del 71 por 100 al 54 por 100 del total de su importación. Las de la Argentina, del 80 por 100 al 64 por 100. Reflexiónese lo que significa el que las exportaciones europeas a dicho país desciendan en tan pocos años en un 17 por 100 y un 16 por 100, respectivamente.

La conclusión a que llegan los mencionados informes es que el comercio se desplaza del Atlántico hacia el Pacífico. {(2) Memorandum sur les balances des paiements.}

Tales razonamientos y tales hechos demuestran, a mi juicio, que el Continente americano, con las ingentes riquezas que atesora en su subsuelo, con las que se pueden extraer de su suelo, una vez explotado debidamente, y con la industria transformadora que todas esas riquezas impulsará a crear, será en un porvenir próximo el eje alrededor del cual girará la vida política y social del mundo.

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Hay en América dos principales tipos de civilización perfectamente definidos: el anglosajón y el que me atrevería a llamar grecorromanoárabe. No creo necesario poner de relieve lo que Grecia, la excelsa patria de la belleza, y Roma, la gran patria del derecho, han dado a la civilización. Pero sí me parece necesario recordar –porque fuera de nuestro país se acostumbra olvidarlo muy fácilmente– que los árabes de España dieron un aspecto nuevo a la [60] farmacia y a la química, introdujeron la fabricación del papel y enseñaron a toda Europa el álgebra y las matemáticas superiores. Corresponde a los musulmanes la gloria de que en sus escritos se hallen los gérmenes de muchas teorías, que, en edades sucesivas, han sido presentadas como descubrimientos. La influencia de los árabes españoles –escribe un conocido historiador– se nota, más que en el caudal de sus conocimientos, en el impulso que comunicó a las desde tanto tiempo dormidas energías de Europa. Su invasión coincidió con el principio de esa noche de tinieblas que divide el mundo antiguo del moderno». {(1) William H. Prescott. History of the Reign of Ferdinand and Isabella, the Catholic, of Spain, pág. 163. Londres, 1859.}

No hay que olvidarlo; precisamente cuando la civilización árabe alcanzó en España su mayor esplendor, Europa se hallaba sumida en la más profunda barbarie.

Cuatro naciones europeas –España, Portugal, Francia e Italia– pueden considerarse como las herederas directas y las representantes más genuinas de la civilización grecorromana. Pero las dos primeras –España y Portugal– han incluido en su acervo y han transmitido a Iberoamérica las grandes enseñanzas científicas y las tradiciones de arte de la antigua civilización musulmana.

Los países de Iberoamérica son hoy, indudablemente, los mejor preparados para recibir, aumentar y perfeccionar el legado grecorromanoárabe, que tan esplendorosos días ha dado a la Humanidad. Por esta razón, entiendo que los países llamados latinos del Continente europeo, y muy especialmente España y Portugal, deberían procurar –respondiendo a un sentimiento innato en los hombres y hasta en la colectividad– sobrevivirse, perdurar, eternizarse en las jóvenes tierras de América.

He ahí el profundo sentido del verdadero iberoamericanismo: España y Portugal deben ver en los países iberoamericanos una prolongación de su propia personalidad, que conserva las características de su genio y que retoña adornándose con las galas más preciadas que pueden producir los adelantos de la ciencia y del arte y el cruce de diversas razas en un ambiente abierto a todas las posibilidades.

El gran geógrafo Onésime Reclus {(1) Onésime Reclus. Geographic, pág. 457. L. Mulo. Libraire-editeur. París.} admite la hipótesis, expuesta con anterioridad por otros sabios geógrafos e historiadores, de que «la raza mestiza de la América del Sur reunirá las cualidades de las tres ramas de donde procede: el valor, la inteligencia y la belleza del europeo, la fuerza y la salud del negro, la paciencia del indio, y así, la más bella forma de la Humanidad nacerá de la más bella forma de la Naturaleza». He ahí una de las posibilidades que bastarían para colmar las esperanzas y los deseos de los más ambiciosos: contribuir, aunque sólo sea por el vehículo de la lengua –que contiene siempre las más puras esencias del espíritu y de la tradición–, a formar el tipo más perfecto de las criaturas humanas.

Y aquí quisiera dejar bien sentado, de una vez para siempre, que al hablar de España con respecto a América y a la civilización en general, considero a nuestro país asociado íntimamente con Portugal. Los destinos de ambos países han estado siempre unidos, y su misión en el mundo ha sido, es y será idéntica. Oliveira Martins, a quien me referiré más de una vez en el curso de esta conferencia, escribe que, extinguida la generación del año 500, «dos naciones de la península, un momento distantes cuando alcanzaban la cumbre de la gloria y del poder, volvían a confundirse en una vida moral común, aunque separadas, como antaño, en su vida política». El gran historiador portugués demuestra cumplidamente su aserto con esta frase lapidaria: «Las consecuencias fatales de la empresa heroica impusiéronse igualmente a ambas». {(2) J. Oliveira Martins. Historia de la Civilización Ibérica. Traducción de José Albiñana Mompó, pág. 326. Editorial Mundo Latino. Madrid.}

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Como español nacido en el viejo solar patrio, miró también a América con ojos de esperanza. Más de una vez he tenido que definir, en las contiendas políticas en que me he visto envuelto, el concepto de patria y de internacionalismo que, en mi sentir, no [61] son antitéticos, sino que se completan mutuamente.

Del mismo modo que no he comprendido nunca el orgullo de ciertos exaltados patriotas, tanto los de las patrias grandes como los de las patrias chicas, por haber nacido en un país determinado –ya que el hecho se produjo independientemente de su voluntad y de su inteligencia–, tampoco he concebido nunca el desdén con que algunos pretendidos antipatriotas miran a su país de origen. Nadie desprecia a su padre ni a su madre porque sean más ricos o más pobres, más inteligentes o más ignorantes, más feos o más bellos. A los padres se les acepta, se les respeta y se les sirve. Igual debe hacerse con la patria. En este sentido, a ningún español puede serle indiferente la suerte presente y futura de España. Y es evidente que todos los progresos realizados por las naciones de origen hispánico y que hablan la lengua española, deben producir siempre un sentimiento de honda satisfacción a todo aquel que haya nacido en este país. Un sentimiento análogo abrigan los iberoamericanos, según lo atestigua Manuel Ugarte, con respecto a España. El ilustre y abnegado escritor argentino, a quien tanto debe la causa del iberoamericanismo, ha dicho que «así como los americanos no podríamos ver a España en peligro, sin sentir que peligraba con ella nuestro origen y el manantial de nuestra vida, los españoles no pueden ver comprometido el porvenir de América, sin asistir a la muerte de sus más íntimos deseos, de sus nuevas encarnaciones y de su prolongación histórica». {(1) Véase Manuel Ugarte. Mi campaña hispanoamericana, pág. 43. Editorial Cervantes. Barcelona.}

Por otra parte, como ha hecho notar el historiador francés Emile Ollivier, en su obra «L'Empire Liberal» –citada por Rufino Blanco-Fombona–, los grandes hechos y las grandes personalidades iberoamericanas ejercen una influencia cierta en los países latinos de Europa, como ocurrió con Bolívar en lo que se refiere a Grecia, Francia y España. Blanco-Fombona ha hecho notar, además, en un estudio publicado en El Sol, que «al triunfar en Iberoamérica la epopeya de la Independencia, atravesó los mares y repercutió con éxito simpático en el propio corazón de España». El escritor venezolano añade, muy acertadamente: «que la influencia de retruque de la revolución americana en Riego y sus parciales, puede advertirse hasta por el lenguaje que empleó en sus documentos, eco o imitación del lenguaje boliviano». El efecto fue tal que «soldados liberales españoles corrían a alistarse bajo las banderas americanas y combatían contra Fernando VII por la Libertad, la Democracia y la República». Como soy un profundo convencido de esa «influencia de retruque» espero que los avances ciertos de Iberoamérica repercutirán en España como compensación –creo también en la justicia inmanente– de los inevitables obstáculos que para su desarrollo anterior le creó el descubrimiento de América.

Esta esperanza la comparten hoy muchos hombres distinguidos de Iberoamérica, que son los primeros en reconocer y ensalzar lo que aquellos pueblos deben a la vieja España. Podría citar varios ejemplos; pero como la lista resultaría muy larga, me limitaré a citar el más reciente: el del escritor Rafael Cardona, en una conferencia explicada en la sala de la Audiencia de la Sociedad «Acción Iberoamericana», de la ciudad de Méjico, el día 11 de Agosto de 1926.

«Para terminar –exclamaba el Sr. Cardona– diré dos palabras sobre España. No la llamaré glorioso tronco de nuestra vida, ni solar de nuestros mayores, según fórmula y uso. Me limitaré a expresar lo que pienso, muy individualmente de ella. Después de infundir su sangre y su espíritu a todo el continente, España se siente joven. Esta longevidad recuerda la del genio, el cual es casi siempre apto para manejar todo un siglo». El Sr. Cardona aboga por una unificación de la cultura entre las naciones ibéricas e iberoamericanas, para lo cual le parece indispensable que la relación de estos pueblos con España sea realmente mutua y la influencia correlativa». «De esta nueva influencia –agrega– se obtendría una mejor comprensión de las necesidades comunes y de los sueños del porvenir; y es, después de todo, el único puente de tránsito feliz que podemos tender sobre el mar». {(1) Véase Repertorio Americano, tomo XIII, núm. 15, página 238. San José de Costa Rica, 16 de Octubre de 1926.} [62]

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No debe olvidarse nunca que a fines del siglo XV, cuando Colón salió del puerto de Palos, España se hallaba en la cúspide de la civilización. Luego, a raíz del descubrimiento de América, todas sus energías fueron dedicadas al nuevo Continente, volviendo en realidad la espalda a Europa para no mirar más que hacia el Nuevo Mundo. La cosa no era para menos. Un hecho tan extraordinario como el descubrimiento de América debió remover hasta lo más profundo de las entrañas del pueblo español. Oliveira Martins nos describe, con trozos llenos de luz y de color, el efecto producido por la llegada de Colón a España, deduciendo luego, como buen historiador, las consecuencias que tan magno acontecimiento debían producir en los destinos de nuestro país. «Los magistrados de toga –escribe Oliveira Martins– venían con profundas reverencias a cumplimentar al héroe (a Colón); desde Palos a Barcelona, donde se hallaba la corte, la muchedumbre se apiñaba en las carreteras para verle y saludarle; las fortalezas atronaban con salvas el espacio; las madres, encorvadas y despertando a sus pequeñuelos, les señalaban a Colón, y los niños, con la vista fija en los indios del cortejo, sentían brotar dentro de sus pechos impresiones y anhelos indecibles. Los hombres pensaban en los millones de almas que habían de ganar para Dios, en las montañas de oro que traer a casa, en largas guerras, en vastos reinos que conquistar. ¡Todos entreveían ya cruces, encomiendas, riquezas, capitanías y gloria! Y esta lluvia de fortuna asequible caía sobre la nación en la plenitud de la vida, en el auge de la fuerza, en el ardor de la fe. Todos los futuros capitanes de las Indias se formaron en este momento». Oliveira Martins cierra su descripción con unas palabras que deberíamos tener siempre presentes, porque constituyen la clave de toda nuestra historia moderna y contemporánea: «Colón –dice el historiador portugués– revolucionó la corriente del genio nacional, desviándola de su cauce y dirección anterior y encaminándola hacia el Nuevo Mundo, que hallara».

En el entretanto, las principales naciones europeas, encerradas en sus propias fronteras, elaboraban ideas, aguzaban el ingenio y fabricaban una nueva civilización. De ahí salieron los frutos más sazonados del Renacimiento, de la Reforma, de la Enciclopedia y la Revolución francesa. Mientras que la península, como escribe Antero de Quental, en los siglos XVII y XVIII «no produjo un solo hombre superior que pueda ponerse al lado de los grandes creadores de la ciencia moderna; no fue cuna de uno solo de los grandes descubrimientos intelectuales, que son la mayor obra y la gloria del espíritu moderno. Durante doscientos años de fecunda elaboración, la Europa culta reforma las ciencias antiguas, crea seis o siete ciencias nuevas: la Anatomía, la Fisiología, la Química, la Mecánica celeste, el Cálculo diferencial, la Crítica histórica, la Geología; aparecen los Newton, los Descartes, los Bacon, los Leibniz, los Harvey, los Buffon, los Ducange, los Lavoisier, los Vico». Y Antero de Quental se pregunta desilusionado: «¿Hay en esa lista de estos o de otros verdaderos héroes de la epopeya del pensamiento un solo nombre español o portugués? ¿Qué nombre español o portugués va unido al descubrimiento de una gran ley científica, de un sistema, de un hecho capital?» {(1) Antero de Quental. Causas de la decadencia de los pueblos peninsulares.}

Todo esto se explica porque mientras los pueblos europeos se concentraban, la península se expandía. Lo que aquéllos ganaban en profundidad, España y Portugal lo ganaban en extensión. Las naciones más cultas de Europa y la Península Ibérica han seguido, pues, una trayectoria distinta. Es muy difícil hacer una comparación entre ellas. Lo que sí es fácil percibir ya desde ahora es que mientras las naciones del occidente de Europa, atacadas todas de imperialismo y de colonismo, buscan expandirse, España –sobre todo después de la pérdida de las últimas colonias y, muy principalmente, a partir de la gran guerra– no tiene más preocupación que la de concentrarse en sí misma hasta llegar a encontrar su verdadero genio y conocer su propio destino.

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Antes de terminar con este orden de ideas, permítaseme indicar que espero una alta reparación –otro efecto de la justicia inmanente–, que el [63] futuro esplendor de Iberoamérica proporcionará a la vieja España.

En mis andanzas por Europa he podido apreciar, como mero aficionado, las principales joyas del teatro clásico italiano, francés, alemán e inglés, y compararlas con las del teatro clásico español, habiendo llegado a la conclusión, que creo desprovista de toda parcialidad, de que nuestro teatro del siglo XVII está por encima del teatro clásico de los países mencionados.

El eminente crítico húngaro Guillermo Huszár, uno de los grandes maestros de la historia comparada de la literatura, ha reconocido esta verdad, como la reconocieron también Vierdout y Lord Holland, aunque el primero le haya dado mayor relieve. Ahora bien; es evidente que la obra de nuestros clásicos, especialmente la de Tirso de Molina, Calderón de la Barca, de Alarcón y del inmenso Lope de Vega, es poco apreciada en Europa, debido a la decadencia que en el orden económico y político sufrió España a raíz del descubrimiento de América, y que, por el contrario, la obra de los clásicos franceses, sobre todo la de Molière, a pesar de estar inspirada toda ella en los clásicos españoles y de ser inferior a ésta, ha alcanzado un gran renombre universal, a causa, principalmente, del importante papel desempeñado por Francia en el orden político y social.

Lord Holland escribió, y Vierdout hizo suyas, estas palabras: «Si Lope de Vega no hubiese escrito, las obras maestras de Corneille y de Molière no hubiesen quizás existido nunca.» Además de esto, Huszár ha podido apuntar –a mi juicio con muchísima razón– que «cuando se compara a Molière con los dramaturgos de otros países, es justo considerar las ventajas que le proporcionó su nacimiento». Huszár añade: «Lope y sus discípulos, por el contrario, desplegaban cualidades cuyo valor teatral residía en ellas mismas. Daremos, pues, a este paralelo una conclusión que no nos parece paradójica. Si la obra de Moliére tuvo un destino más glorioso que la de los españoles, lo debió tanto a su calidad de francés como a su propio genio» {(1) Guillaume Huszár. Molière et l'Espagne. Tomo II, páginas 296 y 297. París, 1906.}

Yo me permito esperar que, gracias al magnífico papel que en el orden político y social van a desempeñar mañana los países iberoamericanos de lengua española, Lope y Calderón, Tirso y Alarcón, y toda la pléyade de grandes genios que la vieja España ha dado a la Humanidad, alcanzarán la gloría que se merece, y que esto será debido tanto a su propio genio como al hecho de haber escrito en una lengua que hablan hoy los hijos de diez y ocho naciones del Nuevo Continente.

Digamos al pasar que, contrariamente a los temores de algunas almas piadosas, que han anunciado la desaparición del español entre las lenguas cultas, el célebre geógrafo Eliseo Reclus, en su ingente obra Nouvelle Geographie Universelle, ha afirmado que «algunos escritores se han podido ya preguntar si la lengua española no tendría un día grandes posibilidades, en su lucha contra el inglés, para prevalecer entre los idiomas dominantes en la Humanidad». Y el célebre escritor añade estas significativas palabras: «Por otra parte, el papel importante que el porvenir prepara a la lengua de Cervantes no puede serle usurpado, porque los hispanoamericanos añaden incesantemente libros de valor, hasta algunas veces obras duraderas, al tesoro común de su literatura» {(1) Elisée Reclus. Nouvelle Geographic Universelle. Tomo XVIII, páginas 68 y 70. París, 1893.}

Pero al admirar, y hasta al extasiarnos y exaltarnos ante el nuevo resurgir de la civilización ibérica en los países iberoamericanos, hemos de procurar que no haya en ello nada exclusivo, sino que afecte todos los caracteres de una civilización inclusiva y verdaderamente humana. Que la humanidad del porvenir no ha de ser el resultado de la sumisión de los diversos pueblos a un pueblo rey, sino el florecimiento del genio de todas las naciones en una comunidad fraternal y verdaderamente civilizada.

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Hemos afirmado anteriormente que la preocupación actual de España es la de concentrarse en sí misma hasta llegar a encontrar su verdadero genio y conocer su propio destino. Pero para conseguir [64] ambos resultados, necesita estar en contacto continuo y estrecho con los países de su lengua y aquilatar el papel que cada uno de ellos por separado, y todos ellos en conjunto, pueden desempeñar en el campo de la civilización. Para esto, sería menester que los representantes genuinos de los pueblos ibéricos e iberoamericanos pudiesen reunirse periódicamente, y que, además, estos mismos representantes lograsen establecer un contacto entre sus ideas y sus aspiraciones con las de los representantes de los demás países civilizados del mundo.

Tal punto de reunión no hay que buscarlo; existe ya, por fortuna: la Sociedad de las Naciones. Si esta institución no existiese, España, Portugal y los países iberoamericanos deberían haberla inventado. No importa que en la fundación de la Sociedad de las Naciones no tuviésemos intervención alguna –me refiero a lo substancial, que puede considerarse como la obra específica y exclusiva de los que fueron aliados durante la guerra–; nada importa, repito, que en la fundación de la Sociedad de las Naciones los países ibéricos e iberoamericanos no tuvieran, por decirlo así, arte ni parte. El caso es que ella nos ofrece un excelente punto de reunión y un instrumento escasísimo para la exposición y defensa de nuestras reivindicaciones.

Desde el punto de vista español, conviene recordar la profunda afirmación del historiador inglés Martín Hume al decir que la dificultad de España ha sido siempre el haber tenido tantos caminos, tantas posibilidades y tantas alternativas. Nuestra historia es el resultado trágico de una embarazosa riqueza de tales alternativas. {(1) Martín Hume. Spain; its greatness and decay (1479-1788), páginas 3 y 4. Cambridge, 1913.}. En este sentido, la historia de España continúa; pero por este mismo motivo, se impone el evitar toda vacilación y toda clase de dudas, no arriesgándose a dar un salto en las tinieblas, sino planteando debidamente todos los problemas que nos afectan, para poder resolverlos con conocimiento de causa y pronunciarnos por las soluciones que mejor convengan a nuestros intereses morales y materiales. Y en ninguna parte mejor que en la Sociedad de las Naciones podemos concentrar nuestra atención, conocer los verdaderos términos de los problemas que nos afectan y hallar los medios que requieren de consuno la situación actual del mundo y el ritmo acelerado de la moderna civilización.

No podría, de todos modos, satisfacer ni al espíritu ni a la conciencia ibéricas e iberoamericanas el estar en un sitio en donde cosecháramos solamente beneficios, sin que en la obtención de los mismos mediara por nuestra parte un esfuerzo que compensara y hasta devolviera con creces las ventajas conseguidas. Y tanto España, como Portugal y como las nuevas comunidades iberoamericanas, pueden y deben ofrecer, no solamente la parte de civilización grecorromanaarábiga de que son depositarios, sino también el espíritu democrático y pacifista, propio de su genio y característico de su civilización.

España –dice Oliveira Martins– fue siempre una democracia; lo fue en su estado de tribu y lo fue bajo el régimen municipal romano. La invasión de las instituciones aristocráticas germanas no pudo destruir la anterior constitución de España ni enraizar en ella el régimen de herencia y de casta, como lo hizo en el resto de Europa. Este hecho, socialhistórico, amalgamado con el carácter de la raza, con la nobleza, el orgullo y la independencia personal, hace de la Península una democracia ya militante, ya eclesiástica, ora monárquica, ora oligárquicamente gobernada. El fondo, como las rocas ígneas, permanecía inmutable; lo demás eran accidentes, sujetos, como los terrenos superiores, a la influencia devastadora de las corrientes, esto es, a las acciones determinadas por la voluntad de los hombres. {(1) Obra citada, pág. 393.}

Oliveira Martins agrega estas palabras, que pueden considerarse como proféticas, y sobre las que me permito llamar la atención de los oyentes, para que concentren en ellas toda la atención y toda la reflexión de que sean capaces. Dice así: «Por ello, lo más sólido en reconstituir la sociedad sobre la base de la democracia... Nosotros creemos con firmeza, y hasta diremos piadosamente –expresando con este adverbio nuestra fe en el Orden Universal–, en la futura organización de las naciones de Europa; [66] creemos, por tanto, en la España futura, más noble y más ilustre aún de lo que fue en el siglo XVI. Creemos, también, que vamos ya navegando hacia ese puerto, si bien la neblina empaña la vista de los navegantes ahora, recién abandonadas las costas del mundo antiguo.»

El escritor lusitano ha dicho después de hacer las anteriores afirmaciones: «¿Qué papel reserva el futuro para la Península y cuál será la fisonomía de esas edades venideras?» A esta pregunta no contesta señalando la Sociedad de las Naciones, porque, cuando escribía, dicha institución no había sido aún creada; pero, con sutil intuición, la adivinaba al decir que «a través de todas las crisis, en medio de todos los ambientes más sistemáticamente opuestos, observamos que el heroísmo peninsular supo vencerlo todo con su indomable energía». Pero eso se inclina a creer que «el papel de apóstoles de las futuras ideas está reservado a los que lo fueron de la antigua idea católica».

Y sin excusarme por la nueva cita, pues estoy seguro de que la vais a agradecer, he de repetir con Oliveira Martins que: «El extranjero pudo amarnos u odiarnos, pero nunca le fuimos indiferentes. España provocó entusiasmos o resentimientos; nunca fue vista con desprecio o ironía. {(1) Obra citada, páginas 394 y 395.}

Si España ha sido siempre una democracia, ha sido también la precursora de la idea pacifista y humanitaria, pues ningún país posee una tradición humanitaria tan antigua como España; tradición representada por el padre Las Casas, al defender la personalidad de los indios, y por nuestra legislación de Indias, al establecer por primera vez en el mundo la jornada de ocho horas y el respeto a la dignidad humana en la persona de los aborígenes. Como tampoco fue levantada en el mundo la bandera del pacifismo antes que le cupiera este galardón al benemérito padre Francisco Vitoria.

Es verdad que nuestra esperanza –y nuestra realidad– democrática y pacifista ha sufrido grandes embates y no pequeñas desviaciones; pero es indudable que si Oliveira Martins afirmó que sólo sobre la base de la democracia puede ser reconstruida nuestra sociedad, también lo es que esta base ha de completarse con la del pacifismo.

Hemos, pues, de hacer revivir las prístinas esencias de nuestro espíritu, luchando denodadamente contra los enemigos de que ha sido víctima la democracia; combatiendo la oligarquía, que tan terribles daños ha producido a la democracia española, y acabando con las andanzas y aventuras colonizadoras de que, a pretexto casi siempre de Marruecos, ha sido víctima nuestro espíritu pacifista.

Para curar esos males, encontraremos sabios remedios expuestos por pensadores iberoamericanos, con lo cual se repetirá una vez más aquella influencia de retruque –de que hablara Blanco-Fombona– ejercida sobre España por los acaecimientos que se producen en los pueblos de habla española del otro lado del Atlántico.

Toda la política, y casi estoy por decir toda la doctrina pedagógica de Sarmiento, deberían ser adoptadas por nosotros para redimir a la democracia y al pacifismo del largo secuestro que han padecido. Pero quien indica el procedimiento más expedito para la redención de ambos es, sin duda alguna, Juan Bautista Alberdi. Alberdi, que no fue siempre justo en sus apreciaciones y que, impregnado del espíritu que impulsaba a los hombres de su tiempo a luchar contra el régimen español, fue también con frecuencia injusto con España (1). Juan Bautista Alberdi ha dicho unas palabras que deberían ser aprendidas de memoria y recordadas continuamente por todos aquellos que intervienen o aspiran a intervenir en los destinos del país. Oídlas bien: «Haber instituido la democracia no es nada, si todos los ciudadanos no [66] son capaces de ejercer su derecho. El sufragio universal no es sino una pobre soberanía; no es –según sus palabras textuales– sino una regencia, si el verdadero soberano, indiferente o ignorante, es sustituido por las oligarquías que, ejerciendo su voluntad, lo suprimen o subordinan.»

{(1) Alberdi rectificó más tarde. En una autobiografía dice: «Mis lecturas favoritas por muchos años de mi primera edad fueron hechas en las obras más conocidas de los siguientes autores: Volney, Holbach, Rousseau, Helvecio, Cabanis, Richerand, Lavater, Buffon, Bacon, Pascal, La Bruyère, Bentham, Montesquieu, Benjamín Constant, Lerminier, Tocqueville, Chevalier, Bastiat, Adam Smith, Say, Vico, Villemain, Cousin, Guizot, Rossi, Pierre Leroux, San Simón, Lamartine, Destut de Tracy, Víctor Hugo, Dumas, P. L. Courrier, Chateaubriand, Madame de Staël, Lamenais, Jouffroy, Kant, Merlín, Pothier, Pardessus, Troplong, Heineccio, El Federalista, Story, Balbi, Martínez de la Rosa, Donoso Cortés, Capmany. Se ve por este catálogo que no frecuenté mucho los autores españoles, no tanto por las preocupaciones antiespañolas producidas y mantenidas por la guerra de nuestra independencia, como por la dirección filosófica de mis [66] estudios. En España no encontré filósofos como Bacon y Locke, ni publicistas como Montesquieu, ni jurisconsultos como Pothier. La poesía, el romance y la crónica, en que su literatura es tan fuerte, no eran estudios de mi predilección. Pero más tarde se produjo en mi espíritu una reacción en favor de los libros clásicos de España, que no era tiempo de aprovechar, infelizmente para mí, como se echa de ver en mi manera de escribir la única lengua que, no obstante, escribo.» (Juan B. Alberdi. El Crimen de la Guerra, pág. 15. Buenos Aires, 1915).}

También deberían ser recordadas constantemente estas otras sabias y profundas palabras de Alberdi sobre la guerra: «Buscar el establecimiento de la libertad interior de un país por la guerra, en lugar de buscarlo por la paz, es como obligar a la tierra a que produzca trigo a fuerza de agitarla y revolverla continuamente, es decir, a fuerza de impedir que ella lo produzca». {(1) Juan B. Alberdi. El Crimen de la Guerra, pág. 257.} Esto lo escribió Alberdi pensando en su país, en la República Argentina; pero el caso es que se preocupó, no solamente de la paz nacional, sino también de la paz internacional. He ahí por qué exclama: «Queréis establecer la paz entre las naciones hasta hacer de ella una necesidad de vida o muerte? Dejad que las naciones dependan unas de otras para su subsistencia, comodidad y grandeza. ¿Por qué medio? Por el de una libertad completa dejada al comercio o cambio de sus productos y ventajas respectivas. La paz internacional de ese modo, será para ellas el pan, el vestido, el bienestar, el alimento y el aire de cada día.»

«¿Creéis que haya inconveniente en que una nación dependa de otra para la satisfacción de las necesidades de su vida civilizada? ¿Por qué razón? Porque en caso de guerra y de incomunicación cada país debe poder encontrar en su seno todo lo que necesita. Es hacer de la hipótesis de una eventualidad de barbarie, cada día más rara, una especie de ley natural permanente del hombre civilizado.»

Precisamente en estos momentos, con la preparación de la Conferencia Económica Internacional, la Sociedad de las Naciones trata de hacer lo que predicaba Alberdi: que las naciones puedan depender unas de otras para su subsistencia, comodidad y grandeza.

Al combatir la guerra y al defender el librecambio, el escritor argentino expuso ideas muy dignas de tenerse en cuenta: «Teméis –dijo– los estragos sin sangre de la concurrencia comercial e industrial, y no teméis las batallas sangrientas de la guerra. Un país que ha vencido al extranjero en los campos de batalla y que pide a su Gobierno que proteja su inepcia e incapacidad por el brazo de la fuerza contra la sombra que le da el brillo del extranjero, prueba una pusilanimidad inexplicable y vergonzosa». {(1) Ibidem, páginas 280 y 281.}

Con estas ideas, que reverdecen los laureles de Vitoria, de Suárez y de toda la gloriosa escuela española de Derecho internacional, se puede y se debe ir a la Sociedad de las Naciones, como se puede y se debe ir también a ella para defender la gloriosa tradición democrática española, que permite decir y probar que no es posible organizar la paz de los pueblos, objeto primordial de la Sociedad de las Naciones, sin tratar a todos ellos sobre el mismo pie de igualdad, aboliendo toda clase de jerarquías y privilegios.

He ahí trazado a grandes rasgos lo que al principio de esta charla me atreví a llamar teoría y práctica del iberoamericanismo; de un iberoamericanismo que busca sus raíces en las entrañas mismas de la nación y de la raza y que se dispone a entablar ruda y tenaz lucha en favor de lo que constituye la esencia misma del pueblo ibérico: la democracia y la paz.

Y, pues, es verdad que todas las vicisitudes que hemos sufrido en el curso de nuestra historia han sido debidas a la multiplicidad de caminos que se abrían ante nosotros, decidámonos a tomar el que conduce a nuestra salvación, el que se dirige a la paz universal pasando por la Sociedad de las Naciones, no por una Sociedad de las Naciones regional o continental, refugio de nacionalismos e imperialismos mal disimulados, sino por la Sociedad de Naciones, que acabará transformándose en una Sociedad de Pueblos democráticamente organizada.

 

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Revista de las Españas 1920-1929
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