Revista Contemporánea
Madrid, 30 de diciembre de 1878
año IV, número 74
tomo XVIII, volumen IV, páginas 447-463

Manuel de la Revilla

La emancipación de la mujer

I

Seguros estamos de que la mayor parte de los que conocen nuestros escritos nos cuentan en el número de los más encarnizados adversarios de lo que hoy se llama la emancipación de la mujer. Las críticas, serias unas y satíricas otras, que hemos dirigido en repetidas ocasiones a los partidarios de esta causa, tal como hoy se entiende, y las censuras que hemos formulado contra las llamadas mujeres sabias, y mejor marisabidillas, fácilmente explican este error, que intentamos desvanecer en este artículo, reduciendo a la vez a sus límites verdaderos lo que debe ser la emancipación del sexo femenino. El presente trabajo será asimismo el complemento del que publicamos en uno de los anteriores números de esta Revista, bajo el título: La emancipación del niño.

El mejoramiento de la condición social de la mujer es una de las preocupaciones de este siglo, sin duda el más humanitario de todos, a pesar del grosero positivismo que le echan en cara los defensores de edades pasadas, que para nada se cuidaron de la humanidad, ni por ella sintieron amor alguno. [448]

Este siglo incrédulo y positivista está penetrado de amor a los hombres y abrasado por una caridad inextinguible, tan viva y poderosa que a veces le arrastra a las mayores exageraciones. Para todo ser que sufre y llora hay en esta época amor y simpatía; el niño, la mujer, el proletario, objeto son de su atención y sus desvelos, y no hay pensador ni estadista que se sienta tranquilo y satisfecho mientras el dolor y la desgracia existan en el mundo. La caridad se extiende a todo ser vivo y por todas partes surgen pensadores que de la suerte de los infelices y los desvalidos se preocupan, y hombres de acción que se asocian y trabajan para llevar a la práctica los humanitarios principios de los primeros. Pudiera decirse de este siglo, como de la Magdalena, que mucho le será perdonado, porque ha amado mucho; y pudiera afirmarse también que si el cristianismo es la religión de la caridad, y del amor, no hay siglo más cristiano que éste, que apenas cree en Cristo.

Por desgracia, el acierto no acompaña al buen deseo en estas materias. La mayor parte de los filántropos modernos obedecen en sus propósitos más al sentimiento que a la razón, y casi todos sus proyectos humanitarios son utopías engendradas por un desatentado idealismo. Pocas de las reformas que en pro de los seres desvalidos se propalan responden a un conocimiento exacto de la naturaleza humana; antes suponen una completa ignorancia de sus condiciones. Parten casi siempre los reformistas de dos supuestos falsos: el de que los males que afligen a los hombres no son producto de la naturaleza, sino de la imperfección de las leyes sociales, y el de que todos los individuos del género humano son iguales y pueden someterse a idénticas condiciones de vida. A esto se agrega una fe exagerada en la ley del progreso y en la posibilidad de realizar en toda su plenitud el ideal de perfección con que soñamos, y al cual sólo se opone, a juicio de estos pensadores, el egoísmo de los hombres.

Así se explican los graves y perniciosos errores de las escuelas socialistas y los absurdos y delirios que comúnmente se sustentan acerca de la cuestión sobre que versa el presente artículo. Por eso es necesario que la razón serena y fría, aleccionada por el atento examen de los hechos, tome la palabra [449] en este debate, donde hasta ahora imperaron la imaginación y el sentimiento. La sociología ha de ser de hoy más una ciencia positiva, y positivas y prácticas han de ser, por tanto, las soluciones que se den a los problemas sociales.

II

¿Es cierto que la mujer necesita emanciparse? La emancipación supone una servidumbre, y en tal caso, para contestar a la anterior pregunta, es preciso averiguar previamente si semejante servidumbre existe.

En el sentido material de la palabra esta afirmación no puede sostenerse. La mujer goza hoy de todos los derechos naturales y civiles que las leyes otorgan a los ciudadanos sin distinción. Únicamente está privada de los políticos, del acceso a la mayor parte de los cargos públicos y del ejercicio de las profesiones de carácter científico y literario. La ley, además, le impone ciertas trabas y limitaciones y la coloca en cierta relación de desigualdad con su marido en la sociedad conyugal. Pero estas limitaciones no constituyen una servidumbre verdadera, sino una posición social inferior, semejante a la de las clases populares y en cierto modo a la de los menores de edad.

Tomando la palabra servidumbre en un sentido moral, es más exacta la afirmación. Si la ley no hace sierva a la mujer, la costumbre y la opinión pública le imponen multitud de trabas, muchas de las cuales constituyen servidumbres verdaderas, y en cuestiones del orden moral crean para ella desigualdades y la someten a preocupaciones ciertamente injustas. Las leyes que respecto a la moralidad y el honor ha establecido la sociedad varían notablemente en su aplicación a uno y otro sexo, y no son menores las diferencias en lo que toca a la educación y destino social de hombres y mujeres. Muchas de estas instituciones son sancionadas por la ley; otras no tienen más sanción que el voto de la opinión [450] pública, harto más imponente y temeroso por cierto que el fallo de la ley misma.

Además –y esto es lo verdaderamente monstruoso–, la actual organización social es de tal suerte que exige para su mantenimiento la existencia de una institución horrible, que pesa sobre la mujer y le impone un verdadero tributo de sangre, mil veces más odioso que el que los hombres pagan. La prostitución pública es esta institución infame que exige anualmente a la sociedad el sacrificio de un cierto número de víctimas, destinadas a contribuir a su mantenimiento. Esta es una verdadera servidumbre, sin duda la más aborrecible y espantosa de todas.

En vista de estos males, los partidarios de la emancipación de la mujer reclaman de las leyes y de las costumbres la igualdad absoluta de los dos sexos, la abolición de todas las trabas impuestas a la mujer y la supresión de la prostitución. Veamos, examinando detenidamente la condición del sexo femenino, hasta dónde es posible acceder a tales exigencias. Mas para esto es necesario antes formular estas preguntas: Las desigualdades que existen entre los dos sexos, ¿son obra de la naturaleza o de la sociedad, o pueden atribuirse a entrambas causas? Si lo segundo es cierto, ¿cuáles son las que a la sociedad se deben únicamente, y entre éstas, cuáles han de abolirse por pecar de injustas y mal fundadas?

III

Mal que pese a los partidarios de la igualdad absoluta de los hombres, la desigualdad es ley fundamental de la naturaleza. En ninguna especie de seres vivos hay dos individuos enteramente iguales. La organización física, y por tanto, la organización intelectual y moral, que de aquélla depende en absoluto, varían de individuo a individuo, de raza a raza. El principio de individualidad y la ley de división del trabajo son la razón de estas diferencias. En la obra común, cada [451] individuo tiene una función propia que cumplir, y otro tanto puede decirse de los sexos y de las razas. Esta función está determinada necesariamente por el predominio de tal o cual órgano, que corresponde a la relativa inferioridad de los restantes, y por la manera especial de organización que produce lo que se llama temperamento, carácter, tendencias y aptitudes. La herencia, la adaptación, la selección natural, el medio ambiente, son las fuerzas y factores a que corresponde el cumplimiento de estas leyes, y merced a ellas cada individuo viene a la vida destinado fatalmente a cumplir una determinada función. Hay que contar también con la acción de ciertas causas, perturbadoras, aunque sometidas a leyes, que al engendrar los que llamamos casos teratológicos, contrarían parcialmente el cumplimiento de las leyes expuestas, y privan de toda función y destino al individuo.

De la acción de estas leyes no se libran los sexos. Creados por la naturaleza para hacer posibles las formas superiores de la reproducción de la especie, a este fin se subordina su organización entera; y como la función distinta que en la reproducción desempeñan, lleva consigo funciones distintas también en la vida social, que es propia de los seres superiores (como el hombre), el destino de ambos sexos es tan diverso como su organización. Hablar, pues, de igualdad tratándose de hombres y mujeres, es dar prueba de desconocer por completo las leyes de la naturaleza.

Fisiológicamente considerada, la mujer es un término medio entre el niño y el adulto; o lo que es igual, es siempre adolescente. Su inteligencia (salvo raras excepciones) es inferior a la del hombre; lo cual es debido a que su cráneo es más pequeño y ligero que el de aquél y a que su cerebro pesa mucho menos que el masculino (1.410 ó 1.424 gramos el de los hombres, 1.262 ó 1.272 el de las mujeres, por término medio). En cambio el desarrollo de su sensibilidad es mayor y también el de su fantasía, quizá porque estas facultades son las que más de cerca tocan a la vida sensible, que es la que predomina en la mujer.

La mujer es débil. Más pequeña que el hombre, de formas suaves y redondeadas, de desarrollo muscular escaso, [452] de nervios muy impresionables, expuesta constantemente a la anemia y al histerismo, sujeta a pérdidas periódicas de fuerza y encargada de funciones reproductoras que debilitan su organismo, la mujer parece nacida para la pasión, como el hombre para la acción. Estas particularidades de su organismo físico se reflejan, como es lógico, en su organismo espiritual.

Receptiva y pasiva por naturaleza, la inteligencia de la mujer concibe con facilidad y percibe con destreza, pero no crea. Elabora y combina fácilmente los datos que la sensibilidad le proporciona, pero es poco apta para elevarse a conceptos metafísicos y abstractos. Su entendimiento, sagaz y penetrante, pero no elevado, complácese en el detalle y la observación minuciosa, tanto como repugna las vastas síntesis, y por eso es tan frecuente en ellas el sentido de lo práctico, que tantas veces escasea en los hombres más cultos. Su memoria es feliz por lo general, y no pocas veces sustituye en ellas a la inteligencia, supliendo la profundidad de las ideas con la multitud de las noticias.

Vivas y prontas, las inteligencias femeninas comprenden rápidamente todo lo que no es abstracto; pero rara vez profundizan y reflexionan, salvo en lo que atañe a su interés personal y a la vida práctica. La inteligencia de la mujer está, por otra parte, maravillosamente auxiliada por su instinto, que es infinitamente superior al del hombre. Ese instinto, que pomposamente califican de intuición los espiritualistas, sustituye en ellas no pocas veces a la razón.

La fantasía femenina es viva y poderosa; pero su función reproductora aventaja a la creadora. El desarrollo que en la mujer alcanza es tal, que toda idea, todo sentimiento es al punto convertido por ella en imagen, ídolo o fantasma. A esto se debe el llamado idealismo de la mujer, perfectamente avenido, por otra parte, con el positivismo más utilitario y materialista. Ese idealismo se reduce a la transformación de las ideas en imágenes y a la continua formación de ideales egoístas y personales en alto grado. Los grandes ideales sociales y humanitarios no tienen para la mujer atractivo por regla general. La humanidad, la patria, la libertad, el progreso, &c., son cosas que la tienen sin cuidado. Si por ellas se interesa, es en [453] cuanto puedan afectar a su porvenir o al de su familia, única cosa que la importa en este mundo.

El sentimiento en la mujer es poderoso, enérgico y capaz de los mayores sacrificios; en este punto son superiores a los hombres. Nadie ama ni aborrece como ellas; nadie sabe, como ellas, concentrar toda la vida en una pasión única y ardiente. Nace esto indudablemente del extraordinario desarrollo que en ellas alcanzan la vida vegetativa y el sistema nervioso, y acaso también en la inferioridad de sus facultades reflexivas, poco compatibles con el sentimiento.

El sentimiento femenino va siempre unido íntimamente a la fantasía y en estrecho lazo con el instinto. La mujer no ama nada abstracto, nada que no sea visible y tangible, de carne y hueso; y puede afirmarse que tampoco ama de veras sino aquellos seres que su instinto le impulsa a amar. Su fervor religioso parece una excepción de la regla; pero no lo es. Después de todo, la mujer nunca es devota de dioses abstractos, sino de dioses humanos. La Trinidad la conmueve poco; el Cristo ensangrentado y la hermosa Virgen Madre son el objeto constante de su culto; y ama a esta última sobre todas las cosas, porque, sin saberlo, adora en ella su propia imagen transfigurada y elevada a lo infinito.

Puede decirse que la mujer no tiene más que un amor: el de la familia. El hombre comparte este afecto con otros muchos: la mujer no. Su madre, su esposo y su hijo son los únicos objetos que verdaderamente adora; añadamos el amante; pero el amante o es el esposo futuro, o el esposo ilegal, o el sustituto de un esposo desamado. En estos amores el instinto tiene tanta parte por lo menos como el sentimiento. Hartmann ha mostrado en frases elocuentísimas todo lo que hay de inconsciente en el amor sexual y de instintivo en el maternal. Éste, el más heroico, el más sublime, el más duradero de todos, no es otra cosa, en suma, que la transfiguración de un instinto inconsciente. Por eso, por ser el afecto que menos reflexión entraña, es el más poderoso en la mujer.

La vida de la mujer se reconcentra en la familia y tiene por fin único la reproducción. Si prescindimos de esto, la existencia de la mujer es inútil e inexplicable. Toda su organización [454] física y moral se encamina a este objeto único y exclusivo. Por eso la mujer que renuncia a él voluntariamente, es un fenómeno que sólo merece aversión y desprecio. Por eso el monacato femenino, por más que se pretenda idealizarlo, es un atentado contra el destino de la mujer y contra las leyes de la humanidad.

En el hombre la reproducción es un fin como otro cual quiera. Nace el hombre, no sólo para reproducirse, sino para ejercitar sus facultades en la ciencia, en el arte, en la industria, en la política, en la religión. Su organización física no responde únicamente a este fin, ni tampoco la moral. En la mujer sucede todo lo contrario. Todo el plan de su organismo se encamina a la reproducción. Su hermosura, sus gracias, sus formas, todo es un medio para este fin supremo. Sus atractivos físicos y morales no son más que señuelos para atraer al hombre a la unión sexual. Sus cualidades de todo género no son más que condiciones para el ejercicio de la maternidad. Si en todos conceptos contrasta con el hombre, es porque este contraste es necesario para despertar el amor y favorable para el buen éxito de la reproducción. Si es débil y pasiva en todo, es porque en la obra de la reproducción le toca en suerte un papel pasivo. Si es pudorosa y el hombre no lo es, débese a que el pudor, más que freno, es acicate del apetito varonil.

Si este es el destino que trazó a la mujer la naturaleza, ¿cuál ha de ser el que la sociedad le imponga? Uno solamente: la vida de la familia, el amor del esposo, el cuidado de los hijos, el gobierno del hogar. Para el hogar nació; en él están su principio y su fin; y de él no puede apartarse, so pena de faltar a la ley de su vida y convertirse en monstruo ridículo o repulsivo, torpe caricatura del varón.

Ahora bien: la desigualdad de las funciones y de las aptitudes supone también la diferencia de las condiciones. Si el hombre y la mujer se destinan a fines diversos (aunque también a fines comunes), la razón exige que, sin llegar a una desigualdad absoluta e irritante, la sociedad coloque en condiciones distintas al uno y a la otra. Estas condiciones deberán fundarse en leyes naturales o en conveniencias sociales [455] imperiosas. ¿Cumplen esta ley las que hoy existen? Esto es lo que niegan los partidarios de la emancipación de la mujer, y esto es lo que debemos examinar.

IV

Una de las cosas que más disgustan a los partidarios de la emancipación de la mujer es la diferencia que existe entre su educación y la del hombre, a la cual atribuyen, más que a la naturaleza, la desigualdad intelectual de los dos sexos.

Semejante afirmación no es exacta. Los datos inapelables de la filosofía y la psicología demuestran que la desigualdad intelectual del hombre y de la mujer se funda en la organización psicofísica de ésta, y no en diferencias de educación. Por otra parte, tampoco es cierto que sean tan grandes estas diferencias.

En la primera enseñanza, la educación de los niños y de las niñas es enteramente igual; los primeros conocimientos son los mismos para todos. En la enseñanza superior de los colegios de niñas figuran igualmente muchas asignaturas de las que se dan a los varones. La lectura, la escritura, la aritmética, la moral, la religión, la gramática, la geografía, la historia, las lenguas vivas y el dibujo, lo mismo se enseñan en los colegios a niños que a niñas. Salvo las lenguas sabias, las ciencias exactas, físicas y naturales y las filosóficas, la enseñanza primaria y la secundaria son idénticas para ambos sexos, o lo que es igual, ambos reciben todos aquellos conocimientos que son necesarios para la cultura general y la recta dirección de la vida. Hay, pues, mucho de exagerado en las quejas a que nos referimos.

No negaremos, sin embargo, que la educación de las niñas peca de imperfecta. Sus maestras, ignorantes o desidiosas en su mayor parte, apenas se cuidan de otra cosa que de enseñarles la lectura, la escritura, la aritmética y las labores del sexo. Las demás enseñanzas se reducen a fatigosos e inútiles ejercicios de memoria. Pero este mal, debido a lo empírico y [456] rutinario de los métodos de enseñanza, lo mismo se observa en la educación de los varones.

Convendría, sin duda, establecer para las mujeres algo semejante a la segunda enseñanza, ampliando los estudios literarios (gramática, literatura e historia), y añadiendo a los programas algunas nociones de ciencias filosóficas (ética, psicología) y de físico naturales (historia natural, geografía, física, astronomía, fisiología, higiene). Es ciertamente absurdo que la que ha de cuidar del espíritu y del cuerpo de sus hijos y ha de inculcarles sus deberes, desconozca los primeros y no tenga ideas más claras de los segundos. Pero esta enseñanza, que había de ser más práctica que teórica, y más agradable y amena que didáctica, no había de encaminarse a formar doctoras, sino a preparar a las educandas para el único y capital fin de su vida: ser buenas esposas y buenas madres.

Los reformistas no se contentan con esto. Quieren para la mujer el acceso a los estudios profesionales y facultativos y el ingreso en todas las profesiones y carreras del Estado. Quieren hacer de ellas filósofas y literatas, jurisperitas y economistas, médicas y farmacéuticas, ingenieras y veterinarias, físicas, químicas, matemáticas y naturalistas. ¡Error insigne, que sólo prueba en quienes lo propalan el más completo desconocimiento, no sólo de la naturaleza de la mujer, sino de la humana!

La mujer –lo hemos dicho–, además de ser inferior en inteligencia al hombre, es un ser pasivo, creado solamente para la reproducción y destinado a la vida de familia. La vida del varón es incompatible con estas condiciones, y aplicada a la mujer sólo contribuiría a apartarla de su destino, a privarla de sus encantos, y probablemente, a degradarla.

La vida del hombre es puramente exterior y tiene más de pública que de privada. Libre de los cuidados de la procreación, que para él es un detalle secundario, pero obligado por la superioridad de su fuerza y su inteligencia a ser el jefe de la familia y el que en la vida pública la personifica y representa; llevando sobre sí la carga de alimentar a los suyos, y llamado por sus aptitudes naturales a todas aquellas maneras de actividad que exigen inteligencia, fuerza y poder, –ni puede [457] compartir las tareas domésticas, ni abdicar de las prerrogativas que la naturaleza le concede. Para él la vida pública con sus afanes y fatigas, la indagación de la verdad por medio de la ciencia, la realización de la belleza por medio del arte, la transformación de la materia y la creación de la riqueza por la agricultura, la industria y el comercio, el ejercicio de la justicia y del poder, y la defensa de su hogar y de su patria por medio de las armas. Para eso le hizo la naturaleza fuerte, inteligente y activo; para eso hizo de acero sus músculos, de hierro su cuerpo y le apartó de los cuidados que a la mujer debilitan y fatigan. Para eso hizo animoso su corazón, firme su voluntad, clara y perspicaz su inteligencia. Por eso él, y no la mujer, es el rey de la creación.

En cambio, para él son los peligros y los afanes. Él ha de buscar con el sudor de su rostro el pan de sus hijos; él ha de defender su hogar amenazado; él ha de llevar sobre sus hombros la carga penosa de encaminar la humanidad por la senda del progreso. La mujer, en tanto, al abrigo de las tempestades, guarda en el hogar el fuego sagrado del amor, embellece y encanta la vida agitada del hombre y le espera en el santuario de la casa, después de la hora de la angustia y la fatiga, para enjugar su rostro sudoroso, restañar la sangre de sus heridas y recompensar sus afanes con el beso del amor. Si el hombre es soberano del mundo, ella es reina y señora del hombre; su misma flaqueza es escudo que la ampara de todo ataque y toda ofensa; y ante ella se postran, movidos, si no por el amor, por la galantería, el fiero guerrero como el legislador adusto, el apasionado artista como el filósofo severo.

Pero supongámosla, merced a esa educación y a esa igualdad que para ella se reclaman, descendida de su pedestal. ¡Qué caída tan inmensa! La vida del hogar ya no existe para ella, porque comparte los afanes y peligros de su compañero. Ya no es el ángel de amor y de dulzura que todos adoraban. Ora revuelve con anhelante mano el cadáver disecado en el sangriento anfiteatro o combina ácidos y gases en nauseabundo laboratorio; ora litiga en el foro o agita las pasiones en el Parlamento o en el club; quizá brotan de sus labios de rosa abstrusas concepciones metafísicas y cubre sus rizados cabellos el [458] negro bonete del catedrático; acaso, cubierta de sangre y ennegrecida por la pólvora, empuña en el campo de batalla el arma homicida. ¿Y el hogar? ¿Y los hijos? ¿Y el amor del esposo? ¿Cómo ha de ocuparse de cosas tales? ¡Ah! Del hogar sólo quedan frías cenizas; para los hijos sólo hay soledad y abandono; para el esposo, los encantos que pueda proporcionar la convivencia con un hombre contrahecho vestido de mujer.

Si tales fueran los intentos de la naturaleza ¿a qué esa inútil duplicación de sexos? ¿No hubiera sido más sencillo que el hombre fuera hermafrodita, o se reprodujera como los animales inferiores? No. La naturaleza es más sabia que los que pretenden reformarla. Creó al hombre para la familia y la sociedad, y a la mujer sólo para la familia, porque el esposo y el hijo necesitan de alguien que únicamente a su cuidado se dedique; porque la vida pública y la privada son incompatibles, porque una ley sabia hace que la fuerza no pueda desarrollarse sino al amparo de la debilidad. Y como toda armonía nace del contraste, hizo al hombre y a la mujer, no sólo distintos, sino opuestos, para que la ley de polaridad se cumpliese y ambos constituyesen las mitades del ser superior que se llama humanidad; para que la necesidad de completarse les moviese a unirse, porque lo semejante rechaza lo semejante, y lo contrario atrae con invencible amor a lo contrario; para que en el mundo no estuvieran solas la fuerza y la inteligencia, sino que coexistiese con ellas, y con ellas se uniese, para completarlas, dignificarlas y embellecerlas, el divino encanto del amor.

¡Ah! Si por desdicha llegase a existir un día la mujer sabia y emancipada que algunos sueñan, ¡qué inmensa sería la desventura del hombre! ¿Adónde volvería los ojos en busca de amor y de consuelo? ¿Cómo había de amar a su varonil consorte? ¿Cómo había de ver en el astuto político, el severo magistrado o el belicoso guerrero la madre de sus hijos, la dulce compañera de su existencia? El mundo acabaría entonces sin necesidad de cataclismo alguno, porque los hombres se condenarían a perpetua continencia antes que unirse con semejantes monstruos.

Si las mujeres conocieran la inmensidad del horror y del [459] desprecio que nos inspiran cuando pretenden equipararse a nosotros, si pudieran comprender todo lo que hay de odioso y de ridículo en la mujer varonil, ¡qué pronto renunciarían a sus pretensiones, y qué maldiciones lanzarían a los defensores de su emancipación! ¿Cómo no comprenden, además, que una vez realizados sus deseos perderían todos los inapreciables privilegios de que hoy disfrutan? La igualdad de derechos exige, en justicia, la igualdad de deberes, porque unos sin otros no se comprenden. Si las mujeres han de ejercer los cargos de los hombres y recibir la misma educación que ellos, han de aceptar todas las consecuencias de su nueva condición. Sométanse, pues, al servicio militar, renuncien a las inmunidades que su flaqueza les otorga y den por suprimida la galantería. Si nos insultan, apréstense a recibir nuestras bofetadas en su rostro y nuestras estocadas en su pecho. Si nos quieren acompañar en el Parlamento, peleen a nuestro lado en las barricadas. Dispónganse a escuchar, no el dulce lenguaje de la galantería, sino el de la taberna y el garito, y no nos hablen de su pudor y de su honra de doncellas o de esposas, porque tales escrúpulos no deben albergarse en pechos varoniles. Renuncien, en suma, a todo lo que constituyó el tesoro de sus gracias y de sus prerrogativas, y resígnense a la rudeza de nuestra condición, ya que pretenden igualarse con nosotros.

¡Y aun si esto fuera posible! Pero ni lo es ni lo será. La educación más perfecta del mundo nunca podrá nivelar a hombres y mujeres. Prescindiendo de las trabas que su género de vida les impone, prescindiendo de que la filosofía, la política, la administración pública y todas las maneras de actividad del hombre no son compatibles con el menstruo, el histerismo, el embarazo y la lactancia, no hay educación que pueda igualar cerebros que pesan 1.262 gramos con otros que pesan 1.410. Los casos raros de mujeres notables que se citan son contraproducentes, porque la excepción confirma, no niega la regla. ¿Qué supone un puñado de filósofas, políticas, guerreras, poetisas y pintoras, al lado de la innumerable cantidad de mujeres indoctas? Que hubo una Hipatia, una Safo, una Isabel de Inglaterra y una Juana de Arco. ¿Y qué? También hay mujeres con barbas y niños de tres cabezas. Esos son [460] fenómenos teratológicos, desviaciones de la naturaleza, casos de atavismo y nada más.

Se dirá que la falta de educación es la causa de esto. Prescindiendo de que, como ya hemos dicho, en esto se exagera mucho, es cosa bien singular que sean tantos los hombres que, sin educación alguna, se han elevado a las cimas de la ciencia, del arte, del poder y de la riqueza, y tan pocas las mujeres que se hallan en igual caso. Si tan sabias son, ¿cómo no suplen con la fuerza del genio y de la voluntad la educación que no han recibido?

V

La incapacidad de la mujer para la ciencia y la vida pública es notoria. De una y de otra le apartan su organización y su destino. ¿Sucederá otro tanto con el arte? En este terreno los partidarios de la emancipación caminan más en firme y son más atendibles sus razones.

No negamos la capacidad de la mujer para la industria ni para el arte bello. Su sensibilidad, su fantasía, su buen talento práctico, su indudable destreza, le dan suficientes condiciones para ambas cosas, como también para el comercio, y en general para toda profesión que no exija conocimientos científicos ni elevadas miras. Todo el mundo sabe que en los oficios y artes industriales, y en el comercio mismo, las mujeres hacen maravillas. La cuestión está en saber si tales ejercicios convienen a su destino verdadero.

A nuestro juicio, no siempre. La mujer, fuera del hogar, no ocupa su puesto. Mientras pueda ejercer el arte, el comercio o la industria en el seno de su familia y sin desatender sus verdaderas obligaciones, loable y aun necesario nos parece que lo haga. Pero la vida del taller, de la casa de Banca y de la oficina nos parece impropia de la mujer y tan dañosa para su cuerpo como para su espíritu. Todo lo que sea arrancarla del hogar es peligroso e inconveniente, en opinión nuestra. [461]

No obstante, la organización de la sociedad obliga a transigir con este mal. Mientras exista la actual desigualdad de fortunas (y ésta no ha de desaparecer nunca) la mujer del pueblo no tendrá siquiera el derecho de ser señora de su casa. La necesidad la obligará a dejar abandonado el hogar querido y buscar el sustento sobre el campo abrasado por el sol o en la bóveda sombría del taller. Mucho perderán con ello su salud, su dignidad y su pureza acaso; pero no puede remediarse. La sociedad así lo exige y bajo sus ruedas fuerza es que todos los días se destrocen millares de existencias. La bondad y la justicia no rigen el mundo; el mal y el dolor imperan en él con poder incontrastable y nadie se exime a su opresión tirana, ni hay fuerza que pueda arrancarlos del trono que ocupan. Lo más que en esto cabe hacer es impedir que el trabajo de la obrera se convierta en inmoral y vergonzosa servidumbre, como lo es realmente, y algo más dura por cierto que las que tanto exasperan a los emancipadores de la mujer. Leyes que prohíban antes de cierta edad el ingreso de las mujeres en las fábricas, establezcan en ellas rigurosa separación de sexos, velen por las condiciones higiénicas de los talleres, suplan con benéficos asilos y escuelas la forzosa ausencia de las madres e impidan la explotación de la mujer, son de todo punto necesarias. La justicia y la moral lo exigen de consuno.

Y ya que del trabajo material de la mujer tratamos, debemos declarar que estamos conformes con los que protestan contra el monopolio que de oficios femeninos hacen los hombres. Hay en la industria y el comercio multitud de ocupaciones que las mujeres podrían desempeñar sin inconveniente alguno y que en los hombres son ridículas por lo menos. Esos zánganos que pasan su vida tras de un mostrador midiendo cintas y cortando vestidos, como los que se dedican a trabajos mecánicos que ni inteligencia ni fuerza requieren, debieran dejar el puesto a las mujeres y dedicarse a oficios propios de quien peina barbas. Asimismo reconocemos que hay varias ocupaciones que son igualmente propias de hombres y mujeres, y a que éstas podrían dedicarse legítimamente, siempre que no les apartaran de su verdadero destino; pero estas [462] reformas no pueden ser objeto de la ley, sino de la costumbre, y es difícil vencer los poderosos intereses que a su planteamiento se oponen.

Respecto del arte bello, la cuestión es más difícil y compleja. Con sobrada ligereza se afirma que para toda clase de artes bellas tienen singular aptitud las mujeres. Distingamos. Para las artes de imitación, sí; para las creadoras, no.

Si el arte fuera simplemente objeto y producto de la imaginación y del sentimiento, no hay duda de que no habría mejores artistas que las mujeres; pero esto no es exacto tratándose de todas las artes sin distinción. Cuando el arte requiere, además de creación de forma, concepción de idea, la elevada razón del hombre es insustituible, y cuando la mujer quiere imitarle, rara vez rivaliza con él. En las artes que son de imitación, o en que, al menos, la imitación cabe, la mujer puede hacer, por el contrario, tanto como el hombre. Su receptividad, su viveza de fantasía, su fácil comprensión, su sensibilidad exquisita, le dan mucha aptitud para apreciar bellezas ya creadas y reproducirlas con acabada perfección. Su falta de superior inteligencia, su escasa idealidad, su horror a la abstracción, su pobreza de inventiva en todo lo que no sea detalle y menudeo, le apartan, por el contrario, de la verdadera creación artística. Por eso la arquitectura no se hizo para ellas, y si a la escultura o la pintura se dedican, son buenas copistas, pero malas inventoras y brillan más por esto en el paisaje, el retrato, el frutero o el bodegón que en el cuadro de género o de historia. Por eso son en música excelentes cantantes y manejan con perfección toda clase de instrumentos, pero nunca componen piezas musicales de mérito alguno. Por eso son buenas actrices y notables bailarinas, pero como poetisas (salvo raras excepciones) valen muy poco. Sus poesías son siempre pobres de idea y de invención y sólo suelen valer por la forma, y si por ventura están inspiradas, los sentimientos que revelan más tienen de entecos y femeninos que de levantados y robustos.

¿Pero es compatible el ejercicio de estas artes con el destino de la mujer? El hecho de que las que a ellas se dedican de por vida, difícilmente cumplen bien sus obligaciones de esposas y [463] de madres, y el de que, si por mero entretenimiento toman el arte, lo abandonan apenas casadas, son la respuesta más elocuente a esta pregunta. Que las artes de imitación deban formar parte de la educación de la mujer, y puedan aumentar sus encantos y proporcionarla honestos y legítimos triunfos, es para nosotros indudable; pero la profesión de éstas y las de mas artes, sin merecer censura, es lo cierto que les aparta de la que debe ser su verdadera vocación. Y por otra parte, casi siempre las perjudica, porque les hace adquirir hábitos varoniles y les llena de insoportable vanidad. La poetisa es casi siempre por esta razón un tipo ridículo; y no porque lo sea, que la mujer cante lo bello, sino porque, sobre hacerlo muy mal generalmente, cuando lo hace se pone tan insufrible que no hay quien la tolere.

No desconocemos que la intervención de la mujer en ciertas artes (el teatro, por ejemplo), es de todo punto indispensable, y no hemos de censurar a las que lo ejercen, sobre todo si saben conciliar su profesión con sus deberes. Mientras la mujer artista evite el riesgo de hacerse varonil, nada tenemos que objetar, y si cultiva el arte con acierto sin dejar de ser mujer, fuerza será reconocer en ella un nuevo encanto. Pero esto, no muy fácil en las artes de imitación, es casi imposible en las restantes, sobre todo en la poesía, que pugna un tanto, fuerza es decirlo, con el carácter pasivo de la mujer.

Y siendo así, corriendo tanto peligro de extraviarse la mujer cuando a determinadas artes se dedica, ¿no es cierto que más le valdrá, si la necesidad no la obliga, contentarse con sentir y comprender el arte, sin ejercitarlo? Después de todo, ¿dónde hay arte más bello que el de amar y saber hacerse amable, ni qué obra artística puede compararse a un hijo hermoso y bien educado, encanto y esperanza de su padre, orgullo de su madre, y gloria y alegría de la casa?

M. de la Revilla

(Se continuará.)


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