Revista Contemporánea
Madrid, 15 de diciembre de 1877
año III, número 49
tomo XII, volumen III, páginas 379-384

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Los debates de la Sección de ciencias morales y políticas del Ateneo han adquirido en estos días gran animación e interés. La intervención que en ellos ha tenido un representante del socialismo colectivista, y la petición de varios obreros a la Junta de Gobierno de aquella sociedad para que se les permitiera asistir a los debates, han causado cierta alarma entre esos espíritus tímidos que de todo se asustan y que creen que el orden social debe parecerse al silencio de las tumbas. La prensa reaccionaria ha declamado y disparatado mucho con tal motivo, y no ha faltado quien llame la atención del Gobierno acerca de lo que pasa en el Ateneo. Por fortuna, el Gobierno ha comprendido que las ideas no se suprimen de real orden, y que, por perturbadoras y exageradas que sean, son menos peligrosas cuando aparecen a la luz del día que cuando se elaboran en la sombra, y enterado de la verdad de lo sucedido, ha tenido el buen gusto (según se desprende de ciertas declaraciones hechas en la prensa) de no alarmarse por cosas que no tienen importancia.

La petición de los obreros no ha podido ser satisfecha, por oponerse a lo que solicitaban el reglamento del Ateneo; el debate, [380] pues, seguirá tranquilamente su curso, terciando en él, como es justo, todas las escuelas que en aquel centro científico tienen representantes; y el problema social se discutirá con calma y mesura, mal que le pese a cierto corresponsal del Diario de Barcelona, que recientemente ha desahogado sus iras contra el Ateneo, en un artículo inconveniente por todos conceptos, en el cual, atacando al pastor protestante, Sr. Fliedner, se olvidan del modo más lamentable los deberes que la hospitalidad, la cortesía y la tolerancia imponen, tratándose de un extranjero; y se aglomeran todos los lugares comunes y frases de efecto con que ciertas gentes pretenden oponerse a la libertad del pensamiento y a la cultura científica de nuestra patria. En los debates a que nos referimos, han terciado los Sres. Fliedner, Fernández y González, Sánchez, Tubino y Borrell. Luchando el primero con las dificultades que ofrece a un extranjero expresarse en nuestro idioma, consiguió, sin embargo, pronunciar un discreto, intencionado y elocuente discurso, en el que expuso muy atinadas y prácticas soluciones parciales del problema social. Vago y confuso el segundo, nada hizo en pro de la resolución de la cuestión. El Sr. Sánchez, con su especialísimo modo de discutir, mezclando lo serio con lo cómico, razonando poco, declamando mucho y haciendo alarde constante de gracejo, combatió el socialismo, y expuso la solución cristiana del problema, que se reduce al ejercicio de la caridad por los ricos, y de la resignación por los pobres, fortalecidos unos y otros por la esperanza de la inmortalidad. Insistió después el Sr. Tubino en las ideas que expusiera en otra sesión, y estudió el problema bajo su faz fisiológica, considerándolo como un aspecto de la lucha por la existencia, complicada con otros elementos de carácter moral. No dio soluciones completas, sino fórmulas vagas, inspiradas en cierto sentido socialista. Por último, el obrero señor Borrell, colectivista decidido, y según se dice, miembro de la Internacional, pronunció un intencionado y enérgico discurso, velando la crudeza de sus afirmaciones y la temeridad de sus doctrinas con la mansedumbre de la forma. Frío, sereno, mesurado, desenvolvió con calma singular y portentosa sangre fría un plan completo de revolución social. Combatió la renta, el capital y la propiedad de la tierra, y declaró que la propiedad, complemento necesario de la persona humana, ha de ser como ésta, individual, colectiva y social, entendiendo que debe ser propiedad individual la del producto del trabajo del individuo, colectiva la de los instrumentos del trabajo, y social la de la tierra; fórmulas todas demasiado vagas y faltas de valor práctico, como a primera vista se comprende. Una frase agresiva e injusta lanzada por el Sr. Borrell contra la Iglesia, dio lugar a una rectificación del Sr. Sánchez, muy superior a su discurso, pues hubo en ella felices rasgos, que casi pudieran calificarse de elocuentes.

El debate se encuentra, pues, a grande altura. Ya han terciado en él los representantes de la escuela católica y del socialismo más [381] radical que hoy se conoce. Falta oír la voz de los individualistas economistas, de los conservadores, de los socialistas autoritarios y de los liberales que en esta cuestión no tienen matiz definido, o se inclinan a un socialismo moderado. De esperar es que todas estas escuelas tercien en la polémica, y que la cuestión social se esclarezca notablemente en ella. Gran servicio prestará con esto el Ateneo a la sociedad, pues el problema existe, su solución urge, y es más propio de los prudentes estudiarlo y precaver los males que puede acarrear, que pretender reducir al silencio a los que le agitan, y proceder como si el problema no existiera, a riesgo de que el despertar de este sueño sea la más terrible de las catástrofes. Estudiar el mal es el medio mejor para remediarlo; desentenderse de él es la mayor de las imprudencias. Podrán los estómagos satisfechos olvidarse de que existe la cuestión social para no ser turbados en su digestión; las claras inteligencias, las conciencias rectas y los espíritus previsores no pueden seguir ese camino.

* * *

La más importante de las producciones literarias que han aparecido en estos días es, sin duda, El terror de 1824, sétimo volumen de la segunda serie de los Episodios nacionales del Sr. Pérez Galdós. Como su título lo indica, esta novela tiene por objeto pintar aquella bárbara reacción absolutista que siguió a la ruina de la causa liberal en 1823. Pocos episodios más repugnantes ofrece nuestra historia. Deshonrada la patria por la invasión extranjera traída por el absolutismo; vencido sin gloria el partido liberal, que expió harto duramente su candidez y su ineptitud, desatóse la más horrible y brutal de las reacciones, tanto más criminal cuanto que no correspondía al ímpetu de la revolución vencida. Tiñéronse los cadalsos en sangre inocente; persiguióse con encono ferocísimo todo lo que a liberal trascendía; renováronse, despojadas de su grandeza, las escenas del 93; la intolerancia y el fanatismo religioso abatiéronse sobre la patria como en los peores días de la Inquisición, borrando toda cultura y entronizando la superstición más inepta y vergonzosa; entregáronse los destinos del país a viles leguleyos, corrompidos funcionarios, infames esbirros y bárbaros verdugos; abortos repugnantes de la especie humana, como Calomarde, Chaperon, Regato, el Trapense y otros personajes del mismo jaez, ocuparon el gobierno y dispusieron a su antojo de honras, haciendas y vidas; una plebe abyecta, una milicia infame, celebraron el triunfo del absolutismo, al grito de ¡Vivan las cadenas, muera la nación! digno de una tribu de caníbales más que de un país civilizado; y el mundo culto vio con asombro la más inmunda orgía de sangre y de barbarie que puede concebirse.

Este horrible cuadro ha trazado en su última novela el Sr. Pérez Galdós. ¿Lo ha hecho con acierto? A nuestro juicio, el Sr. Galdós no [382] ha estado a la altura de su nombre. El cuadro no tiene el vigor y la entonación que fuera de desear. Salvo dos o tres episodios bien diseñados, la novela se resiente, en general, de pobreza de acción y de haber reconcentrado el interés en una figura secundaria. D. Patricio Sarmiento no es personaje bien escogido para caracterizar la causa liberal ni para hacer de él el símbolo de una época. Un fanático, medio loco y medio simple, elevado a la dignidad de mártir por la casualidad, no es figura que puede interesar, ni es tampoco la personificación exacta de los vencidos de 1823. Hubo en ellos notable candidez, y a veces simplicidad notoria; pero no fueron, por lo general, tan ridículos y menguados como Sarmiento. Eran hombres de más corazón que cabeza sin duda; procedieron con inaudita torpeza y candidez paradisíaca; pero hubo en ellos nobilísimos caracteres, generosos corazones, verdadero heroísmo, patriotismo inquebrantable; y no es justo personificarlos en un loco ridículo. Por otra parte, Sarmiento no interesa; su heroísmo, nacido de la exaltación de la demencia, no puede conmover ni ser sublime; su martirio, más que admiración y simpatía, produce compasión y repugnancia. Por más que el Sr. Galdós pretenda sublimar a última hora aquella figura menguada; el lector no puede olvidar todo lo que hay en ella de ridículo, y su emoción no se despierta por tanto. Más acertado hubiera sido elegir para protagonista de la novela a D. Benigno Cordero, y mejor aún a Salvador Monsalud.

Este error fundamental de la obra no impide que haya en ella numerosas bellezas. Los horribles personajes de Chaperon, Romo, Garrote, el Trapense; la bella y delicada figura de Solita y algunas otras secundarias, están pintadas con maestría, como también los pocos episodios históricos que en la novela se relatan. En el diálogo, estilo y lenguaje brillan, como siempre, las excelentes dotes que avaloran todos los escritos del Sr. Galdós.

Además de esta novela, debemos mencionar los Viajes por Marruecos, publicados por el profesor de idiomas D. Francisco de Urrestarazu, conocido en aquel país por Sidi Abd-el Kader-ben-Edchilali. Originario el autor de la nación que describe, ha podido, con más autoridad que nadie, dar cabal idea de las instituciones y costumbres de Marruecos, ofreciendo un cuadro acabado de aquella que no sabemos si llamar civilización. El libro es curiosísimo y abundante en datos y noticias importantes, así como en episodios entretenidos, sin que se noten en él las exageraciones y falsedades que tan comunes son en tales relatos. El estilo deja, en ocasiones, bastante que desear.

Sería conveniente que el Sr. Urrestarazu ampliara su trabajo y publicara una obra más extensa en que, no sólo describiera con más detalles los usos, instituciones y vida de Marruecos, sino que trazara la historia de aquel pueblo, muy poco conocida entre nosotros, con lo cual prestaría un verdadero servicio a nuestro país. [383]

Citaremos, por último, una elegante traducción en verso de los poemas de lord Byron: Parisina, El prisionero de Chillon, Los lamentos del Tasso y La novia de Abydos, hecha por el Sr. D. Antonio Sellen; y una novelita de D. Antonio Pérez Rioja, titulada: La tierra prometida, de manoseado y poco interesante asunto, y no muy acertado desempeño.

* * *

La temporada teatral continúa en el triste estado en que desde sus comienzos se halla. El Teatro Español, sobre todo, no pone en escena una obra que no fracase miserablemente. Ni el melodrama del Sr. D. José María Díaz, titulado Trece de febrero, ni la comedia del Sr. Santistéban Vivir a escape, merecen, en realidad, examen detenido. Producto el primero de aquella desgreñada musa que inspirara a Bouchardy los más espantables engendros, hubiera tenido allá por los años de 1840 un éxito que no le ha concedido el gusto más delicado de nuestros tiempos. Sustituida en la segunda la vis cómica por la exageración y la caricatura, amalgamadas con ciertas pretensiones morales que sientan muy mal en un sainete, sólo obtendría el perdón de la crítica si se representara en Noche buena, única época a propósito para obras de tal índole.

En el teatro de la Comedia se ha puesto en escena una nueva producción del Sr. Pérez Echevarría, titulada La evidencia. Mejor pudiera titularse Las apariencias engañan; pues esto es lo que parece que ha intentado probar su autor, merced a una intriga de todo punto inverosímil, desarrollada en una acción lánguida y poco interesante. Sin embargo, la acertada pintura de algunos personajes, la distinción y buen tono que en toda la obra se observan, el buen gusto de que su autor hace gala en ella, y la pulcritud y elegancia de su esmerada forma, han proporcionado a esta comedia un merecido succès d'estime, y al público algunos momentos de grato solaz.

Al buen éxito de La evidencia contribuyó no poco su ejecución, que fue admirable por parte de los Sres. Mario y Zamacois, y muy acertada por la de los demás actores.

* * *

Cerrada ya esta Revista, se ha puesto en escena en el Teatro Español el nuevo drama del Sr. D. Juan Antonio Cavestany, titulado El esclavo de su culpa. La temprana edad del autor, que apenas cuenta diez y siete años, ha hecho de esta obra un verdadero acontecimiento teatral. El público ha acogido con legítimo entusiasmo al joven poeta, que en edad tan corta ha dado tal muestra de su genio, [384] y que a seguir de este modo, habrá de contarse un día entre nuestros primeros dramáticos.

En la imposibilidad de hacer un verdadero juicio de esta producción, diremos sólo que en ella se encuentra una vigorosa concepción dramática, apenas explicable en autor tan joven, y en la que no escasean caracteres bien trazados, situaciones de efecto y bien pensadas, bellos pensamientos y buena versificación. Los defectos de que la obra adolece, hijos todos de la natural inexperiencia de su autor, no oscurecen sus méritos ni amenguan las no comunes dotes que revela el Sr. Cavestany, a quien saludamos como legítima esperanza de nuestra escena.

M. de la Revilla

< >

www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2006 www.filosofia.org
Revista Contemporánea 1870-1879
Hemeroteca