Revista Contemporánea
Madrid, 30 de agosto de 1877
año III, número 42
tomo X, volumen IV, páginas 500-505

Manuel de la Revilla

< Bocetos literarios >

Don Manuel Tamayo y Baus

I

Hablar de Tamayo es hablar de un muerto. Largos años hace que abandonó la escena el inspirado autor de Virginia, Locura de amor, La rica-hembra, La bola de nieve, y tantas otras producciones que fueron delicia y admiración del público en aquel período brillante que siguió al romanticismo, y que se extiende desde la época de la dominación de los moderados hasta la revolución de Septiembre. Por entonces señalóse en el teatro una tendencia en extremo razonable y salvadora. Muerto el clasicismo a manos de los románticos, y éstos a poder de sus propias exageraciones, alzóse sobre ambas escuelas otra innominada que, mediante un sabio y prudencial eclecticismo, supo concertar lo que en ambas había de bueno, dando de mano a lo que tenían de malo. Quedaron rotas las famosas unidades clásicas, y con ellas los añejos moldes de la tragedia de reyes y príncipes con confidente, puñal o veneno, cinco actos y romance endecasílabo, y de la comedia de gentes comunes con unidades de lugar y tiempo, y demás zarandajas aristotélicas y horacianas. [501] Descendieron a la fosa del olvido (hasta que los resucitó el señor Echegaray) los dramas de tumba y hachero; con fatalidad inexorable, pasiones terribles, castillo feudal, horca y cuchillo, y asesinatos y suicidios al por mayor, en variedad de versos y prosas. Pero quedaron la discreción, el gusto delicado y el razonable realismo del teatro clásico, mancomunados con la libertad, el alto vuelo y la rica inspiración del teatro romántico, y de esta fusión de los legítimos elementos de ambas escuelas, nacieron los inspirados dramas de Hartzenbusch, Florentino Sanz, García Gutiérrez (en su segunda época), Ayala, Palau, Núñez de Arce y tantos otros no menos ilustres, como asimismo las deliciosas comedias de Rubí, Sera, Ventura de la Vega, Luis Mariano de Larra (que por entonces no andaba en malos pasos), Eguilaz, Gaspar y otros muchos que habían resuelto el problema, hoy al parecer insoluble, de tener gracia con sentido común y sentido moral. En aquel período brillantísimo lucía entre los más avenidos y era señalado como gloria de la escena D. Manuel Tamayo y Baus.

Reunía aquel poeta las más brillantes condiciones. Llevábanle sus alientos a grandes empresas, y nunca ocupaba su ingenio en asuntos baladíes. Preciábase poco de la pompa exterior, que tanto seduce a los poetas españoles, y trataba ante todo de que en sus concepciones dramáticas alentara un vigoroso pensamiento, alma de una acción conmovedora, interesante, llena de fuerza y de vida, arrancada a la palpitante realidad y embellecida a la vez con todos los primores del idealismo. Fijábase por extremo en la pintura de los caracteres, manifestándose en esto más imitador de los dramaturgos extranjeros que de los españoles, y maestro en el arte de juntar en delicado consorcio lo real con lo ideal en el trazado de sus personajes. Conocedor de la escena en alto grado, y dueño de un entendimiento tan claro y penetrante como discreto, sabía producir maravillosos efectos teatrales, y llevar de emoción en emoción al espectador hasta el fin conmovedor e inesperado de sus obras, sin apelar a recursos forzados y falsos, a golpes melodramáticos ni a terroríficos o repulsivos resortes. Retratando el corazón humano tal como es, y pintando con sin igual maestría las pasiones que lo destrozan y los [502] encontrados impulsos que lo agitan, lograba llevar, según el precepto aristotélico, el temor o la piedad al ánimo del espectador, sin traspasar los límites de lo verdadero, ni conculcar nunca los cánones inmutables de lo bello. Sólo le faltaba dominar el lenguaje, que ni era verdadero modelo cuando el verso empleaba, ni se libertaba de cierta afición al estilo sentencioso, paradójico y arcaico, si por ventura se servía de la prosa. Tal vez sus personajes disertaban demasiado y alardeaban de sentenciosos y sutiles en inoportunas ocasiones; tal vez no siempre sabía colocar en sus labios el lenguaje espontáneo y natural del sentimiento; pero bien pronto un rasgo de genio dramático, una situación dichosamente preparada, un cuadro de efecto, un arranque magnífico de pasión hacían olvidar tales lunares, y obligaban al espectador a prorrumpir en entusiasta y merecido aplauso.

Representaba Tamayo en España un elemento nuevo, que por apartados caminos se iba por entonces introduciendo en nuestra literatura: la influencia germánica, a que también obedecía Florentino Sanz y algo Tassara, y que luego representaron Bécquer y Campoamor, que le ha dado el triunfo. Velase en la dramaturgia de Tamayo la manera alemana, notándose a la vez que le era familiarísimo Shakespeare; y en la alteza y transcendencia de las concepciones, en el minucioso estudio del elemento psicológico, del drama interior (novedad peregrina en España por aquellos tiempos), en el lógico y sistemático desarrollo de la trama, en el mismo tono sentencioso de los parlamentos, harto se notaba que Tamayo se inspiraba en los dramaturgos de allende el Rhin, sin por eso olvidar los modelos españoles, cuyas bellezas de fondo sabía amalgamar con las que importaba a nuestro suelo. Quizá por esto se le acusó de traducir desconocidos dramas alemanes; acusación nunca probada, por cierto, y seguramente nacida de esa plaga de cuervos que vive de roer honras literarias.

Recorría Tamayo con igual aplauso, desde la tragedia clásica al drama legendario y desde el sentimental a la comedia de caracteres, dejando en cada uno de ellos monumentos imperecederos, de esos que perpetuamente viven en el repertorio dando provecho a las empresas, regocijo al público y gloria a [503] la patria: colmábanle de aplausos sus admiradores; abríanse para él las puertas de la Academia (mucho antes se le habían abierto las de la gloria), y por todas partes le brindaba sus favores la fortuna, cuando de repente su musa enmudeció y el autor inspirado de Virginia se encerró en el panteón de la calle de Valverde (donde cuentan que luce a cada paso, con provecho de la corporación y de la ciencia, sus nada vulgares conocimientos en todo linaje de literarias disciplinas), y lo que es peor, tuvo el malísimo gusto de descender a la arena política, bajo el negro pendón del absolutismo neocatólico, haciendo y diciendo todos los dislates que han hecho, hacen y harán perpetuamente todos los soldados del arte y de la ciencia que en aventuras políticas se meten. Y en aquel momento, funesto para las letras españolas, perdió nuestro teatro una de sus glorias más puras y legítimas y el arte uno de sus hijos más preclaros.

Tal fue Tamayo. Aún vive, pero no para las letras. Tal cual composición poética de circunstancias (no muy feliz, como acontece a todos los grandes dramáticos) es la única señal de vida que da de vez en cuando, amen de sus Memorias como Secretario de la Academia, en las cuales suele dar rienda a sus deplorables aficiones neocatólicas. Aún en las festividades de aquella corporación relucen sus prominentes y vivos ojos, albergados tras perdurables gafas, y contrae burlona y a la par benévola sonrisa su no muy menuda boca, orlada de bigotes y perilla de zuavo francés. No hace mucho tiempo que vimos con júbilo su simpática fisonomía y su móvil y nada esbelto cuerpo, abrumada la primera bajo el monumental sombrero y ceñido el segundo por el estrambótico y recargado uniforme de la Academia, que convierte a sus individuos en cortesanos de zarzuela y soldados de poquito, como diría un dramaturgo del siglo XVII. ¡Ah! Vímosle precisamente cuando por todos lados se clamaba contra la decadencia del teatro y se buscaban inútilmente remedios para evitarla. El verdadero remedio estaba allí. García Gutiérrez, Ayala, Tamayo, Núñez de Arce, esos lo simbolizaban... Apartados del teatro de sus triunfos, vano es buscar panaceas para la escena huérfana. De poco servirá organizar compañías y asociar autores. El público [504] volverá los ojos a los ingenios ausentes, volverá los ojos a Tamayo, y dirá melancólicamente con el poeta:

Quién oyó tu dulzura
¿Qué no tendrá por sordo y desventura?

II

Cuando Tamayo se retiró del teatro, la fortuna, que a veces es pródiga en compensaciones, hizo surgir como por tramoya un nuevo poeta, llamado D. Joaquín Estébanez, que hoy también está apartado de la escena. Absolutamente desconocido del público, que nunca ha logrado verle ni saber quién es y de dónde vino, manifestóse desde sus principios como poeta de grandes alientos. Un magnífico arreglo de Le duc Job, titulado Lo positivo; un drama digno de Shakespeare, y tal que de Calderón acá no cuenta nuestro teatro creación tan asombrosa, denominado Un drama nuevo; otro de grandes alientos, aunque viciado por el más intransigente sentido neocatólico (No hay mal que por bien no venga); y por último dos enormes pecados, pero no de pecador vulgar (El honor y los hombres de bien [ojo]); tales fueron las principales producciones de aquel poeta que, después del merecido fracaso de la última, enmudeció como su predecesor.

¿Quién era Estébanez? Era Tamayo, con todas sus cualidades y defectos, pero con mayor alteza de pensamiento y más profunda intención dramática; Tamayo agigantado hasta el punto de producir un asombro como Un drama nuevo, producción en que todo es admirable (incluso el lenguaje sentencioso), en la que palpita una inspiración gigante, en la que las pasiones humanas vibran al unísono con las que Shakespeare pintara en sus obras inmortales, y la fuerza dramática, el efecto escénico, el terror trágico y la atrevida originalidad de las situaciones llegan a punto altísimo de perfección; producción que hace palpitar todas las fibras del corazón humano, y que lo mismo arranca lágrimas de ternura y de piedad que gritos de terror y espanto; producción, en suma, que basta, no ya para glorificar a un hombre, sino para enorgullecer a un pueblo. [505]

Tal era Estébanez. Al ver su fundamental identidad con Tamayo, y juntamente la innegable superioridad que sobre éste tenía; al notar la singular coincidencia entre la desaparición del uno y la aparición del otro, diríase que Tamayo había sido la crisálida y Estébanez la mariposa. Lo cierto era que la aparición de tal ingenio justificaba el retraimiento de Tamayo, a quien debían poner miedo la superioridad de su rival y la extraña semejanza que entre ambos había.

Presumirá el lector que dado esto y siendo literatos ambos, forzosamente habían de aborrecerse. Nada de eso. Aparte de que en el alma de Tamayo (una de las más puras, nobles y caballerosas que conocemos) no caben tales cosas, es lo cierto que, según se cuenta, siempre hubo entre Tamayo y Estébanez intimidad estrechísima, hasta el punto de ser inseparables y de que Estébanez nunca concibió ni escribió cosa alguna sin que en ello tuviera parte principal Tamayo. Hasta se asegura que, por misteriosa manera que sólo un espiritista explicaría, establecióse tal intimidad entre las dos almas de aquellos escritores que nunca pensó el uno cosa que el otro a la par no pensara, formando de esta suerte los dos al modo de una sola y misma persona. Parecía como que Estébanez era sólo fantástica figura animada por el propio espíritu de Tamayo que de él se servía como de medium para dar a la escena sus nuevas producciones.

Pero ahora caemos en la cuenta de que nos vamos extendiendo en este punto, sin acordarnos de que este boceto no se refiere a Estébanez, sino a Tamayo. Dejemos, pues, a aquél y volvamos a éste (aunque esto casi valga tanto como permanecer en el mismo puesto) y digamos para terminar, que si otros dramaturgos contemporáneos aventajan a Tamayo en la galanura de la forma y la pompa de la verificación, pocos compiten con él en alteza de pensamiento y en fuerza de concepción dramática, y uno solo le supera por todos conceptos: Joaquín Estébanez, que es el rival verdaderamente temible que tiene Tamayo.

M. de la Revilla

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