Revista Contemporánea
Madrid, 30 de octubre de 1876
año II, número 22
tomo VI, volumen II, páginas 214-227

Manuel de la Revilla

Historia de la literatura contemporánea de España

por Gustave Hubbard {1}

La colección de historias de las literaturas de la Europa contemporánea, que publica la casa Charpentier, se ha aumentado recientemente con un volumen relativo a España, que era esperado en nuestro país con cierta curiosidad. Presumíase de antemano que no serían escasos los errores que contuviera, y los hechos han confirmado plenamente estas previsiones. Justo es decir, sin embargo, que la casa Charpentier ha procedido con discernimiento en la elección de autor para el volumen en cuestión. Mr. Gustavo Hubbard, escritor de mérito, conocido ya por una publicación referente a España, sabe nuestra lengua y ha vivido muchos años entre nosotros, y parecía, por lo tanto, que había de ofrecer todas las garantías necesarias y estar bien informado. Por desgracia no ha sido así, y el libro de Mr. Hubbard ha producido en España una impresión penosa y desfavorable, motivada por los gravísimos errores que en él abundan y que revelan una ignorancia casi absoluta del asunto.

Antes de hacer la crítica detallada de los errores de esta obra, apresurémonos a señalar sus incontestables méritos. Ingratos seríamos si no reconociéramos el servicio que ha prestado Mr. Hubbard al trazar un cuadro de nuestra literatura contemporánea, e injustos si no confesáramos que ha dado una lección a los escritores españoles, ninguno de los [215] cuales se ha tomado el trabajo de hacer otro tanto. Reconocemos igualmente que hay en este libro críticas muy exactas y fundadas y que está redactado con arreglo a un plan excelente: debiendo decir también que en los pasajes traducidos de obras españolas nada hay que desear en punto a fidelidad y elegancia. ¿Cómo ha podido cometer tantos errores, y algunos tan imperdonables, un escritor que tales cualidades revela? Sólo a dos causas puede esto atribuirse. Es la primera la fatal influencia que han ejercido en este libro las ideas políticas y filosóficas del autor. Racionalista y radical, Mr. Hubbard condena sin apelación todo lo que de su ideal se aparta, y lejos de colocarse en el punto de vista sereno e imparcial que es propio de la historia, desdeña y rechaza todo lo que no se adapta al molde de sus ideas; lo cual es un criterio que puede ser útil en política, pero que no lo es en literatura ciertamente. En la apreciación de las obras literarias se debe hacer que siempre predomine el punto de vista estético relegando al segundo término los principios políticos, religiosos y sociales; de otro modo, el escritor se expone a ser injusto y a preferir una obra mediana, porque conforma con las tendencias de su espíritu, a una obra maestra que las contradice. Así se explica que Mr. Hubbard trate con notoria injusticia a nuestro gran orador Emilio Castelar y colme de exagerados elogios a D. Francisco Pí y Margall. A esta preocupación política, a este imperio absoluto de las ideas preconcebidas se une en el libro de Mr. Hubbard una ignorancia de los hechos casi constante, que proviene sin duda de que el autor no se ha tomado el trabajo de recurrir a las fuentes originales ni de ponerse al corriente de nuestro movimiento literario: De aquí, omisión de escritores y obras de gran importancia; trascripciones inexactas de nombres propios; menciones de obras que no lo merecen; testimonios de aprecio otorgados en igual medida a obras de primer orden y a producciones que nada valen; en resumen, errores de todo género que despojan al libro de todo valor histórico y le hacen ser un guía infiel y engañoso, que harán bien en no seguir a ciegas los franceses que deseen conocer nuestra literatura contemporánea. Al señalar estos errores en las [216] páginas que siguen aquí, creemos prestar un servicio a nuestros vecinos, que tienen derecho a no ser engañados por informaciones inexactas y juicios parciales{2}.

El libro de Mr. Hubbard comienza con un resumen de la literatura española desde sus orígenes hasta nuestros días, en general bien pensado, pero no exento de errores históricos. Allí encontramos, en primer lugar, una inexacta identificación del Poema del Cid con los Romanceros, siendo así que el primero es una obra única y completa del siglo XIII, y el Romancero del Cid{3} una colección de romances compuestos en épocas muy diversas, y entre los cuales hay unos verdaderamente antiguos y otros que son imitaciones modernas. Hablando de Alonso X, el Sabio, dice Mr. Hubbard, que se han atribuido a este soberano dos obras poéticas: las Querellas y las Cantigas, con lo cual parece poner en duda la autenticidad, hoy plenamente reconocida, de estas composiciones, que critica con sin igual dureza, mostrando claramente con esto que no ha comprendido el encanto y la delicadeza de sentimiento que las impregnan. Los juicios del autor acerca de los escritores de la corte de Juan II no son más exactos ni fundados. También comete diversas inexactitudes al hablar de los líricos del siglo XVI. Una de ellas es decir que Hernando de Herrera fue dominico, cuando es sabido que jamás perteneció al clero regular; y otra, afirmar que Boscan hizo que cayeran en olvido los «versos heroicos» del Romancero, olvidando que los versos del Romancero son octosílabos y que el nombre de heroicos se aplica únicamente entre nosotros a los endecasílabos.

Mr. Hubbard se ocupa después de los místicos, y pretende que Santa Teresa ha sido el punto de partida de «esa extraña enfermedad del cristianismo que en tiempo de Isabel II produjo a sor Patrocinio.» Si Mr. Hubbard conociera mejor nuestra historia, no achacaría a la influencia de los escritos de Santa Teresa las supercherías de la célebre monja de las llagas. [217]

Sigue a esto un buen estudio sobre Cervantes; otro sobre el teatro, demasiado corto, pero bien pensado en general; y otro sobre el género picaresco, y especialmente sobre Quevedo, que deja mucho que desear. La introducción termina con un rápido examen de la literatura del siglo XVIII, en el cual hallamos muchas equivocaciones en la trascripción de nombres propios: en vez de D. Ignacio de Luzán, se dice D. Ignacio de Lujan; a D. Gaspar Melchor de Jovellanos, se le llama D. Melchor de Jovellanos y a D. Juan Meléndez Valdés, D. Luis Meléndez Valdés.

Mr. Hubbard divide con mucho acierto su obra en tres libros: el primero comprende desde la revolución de 1808 hasta la muerte de Fernando VII (1833); el segundo desde esta fecha hasta el fin de la regencia de Espartero (1843); y el tercero llega hasta 1875. El primer libro comienza con un estudio del estado de la sociedad española durante la guerra de la Independencia, en el cual, al lado de observaciones notables y exactas, se hallan errores tan palpables como el pretender, por ejemplo, que Quintana, revolucionario y enciclopedista de pura raza, quería «conservar ante todo el antiguo prestigio de que rodea la poesía al hermoso tipo del caballero español, del hidalgo fiel a su Dios y a su rey», lo cual es completamente erróneo. Los capítulos siguientes, consagrados a la historia de la primera reacción absolutista, de la segunda época constitucional y de la segunda reacción, no dan lugar a ninguna crítica. Es de notar, en efecto, que las lagunas que se observan en los informes del autor no llegan a ser realmente chocantes, sino cuando se trata de las cosas que más de cerca nos tocan. Únicamente señalaremos en esta parte del libro una injusta apreciación de nuestra capital. Madrid, según el autor, «no es una ciudad de estudios profundos ni de tendencias filosóficas; su clima seco, variable, abrumador, es contrario al ejercicio regular de la máquina cerebral.» No es así. Madrid es el centro de nuestro movimiento científico y filosófico; en él se han desarrollado las escuelas tomista, krausista y positivista, y en su célebre Ateneo se discuten los más arduos problemas de la ciencia. La vida intelectual de Madrid supera en mucho a la de [218] Barcelona, tan ponderada por Mr. Hubbard, y que sólo ha producido una raquítica escuela de filosofía derivada de la escuela escocesa, ultra-católica y conservadora, y un grupo de imitadores de la poesía provenzal, más anticuados que el género que copian. Ni los filósofos Aribau, López Soler y Llorens, ni los poetas catalanes de la escuela provenzal, ni los críticos y eruditos barceloneses, pueden compararse con los de Madrid. Haga lo que quiera Barcelona, es difícil que su movimiento científico y literario pueda entrar en competencia con el madrileño.

Al hablar de la revolución romántica, dice erróneamente Mr. Hubbard que Bretón de los Herreros, fiel representante en el género cómico de la tradición de Moratín, «rompió las últimas vallas que aún se oponían a la invasión del romanticismo.» A una buena apreciación del duque de Rivas, del conde de Toreno, del duque de Frias y de D. Francisco Javier de Burgos, sucede un juicio inexacto e injusto de Martínez de la Rosa. En buen hora que Mr. Hubbard censure las tendencias doctrinarias de este escritor; pero comete una manifiesta injusticia ocupándose ligeramente de su magnífica tragedia Edipo y limitándose a mencionar el drama romántico La conjuración de Venecia, lleno de interés y de efecto. Mr. Hubbard habla después en términos convenientes de los oradores Cortina, Olózaga y López, y trata luego de los poetas dramáticos, comenzando por Gil y Zárate. En el juicio que formula acerca de este escritor, se advierten demasiado la pasión política y la preocupación que ciegan al autor. Entre todos los dramas de Gil y Zárate, que, sin ser un genio, es un poeta muy estimable, el que mejor le parece es Carlos II el Hechizado. Este melodrama terrible, inspirado evidentemente por Nuestra Señora de París, y lleno de vulgares recursos escénicos, puede gozar de alta estimación entre las masas, pero nunca ha sido apreciado por las personas de gusto, que con razón prefieren el Guzmán el Bueno, del mismo escritor. Pero Carlos II es una diatriba contra la monarquía y el clero, y esto basta para entusiasmar a nuestro autor. De D. Juan Eugenio Hartzenbusch, venerable decano de nuestros poetas contemporáneos, no cita más obra [219] Mr. Hubbard que Los amantes de Teruel, sin duda el mejor, pero no el único drama de este ingenio, que merecía un estudio especial. Después pasa Mr. Hubbard a ocuparse nuevamente de Bretón de los Herreros, el primero de nuestros autores cómicos contemporáneos, que rivaliza en fecundidad con nuestros grandes poetas del siglo XVII, y en ingenio y gracia con los mejores escritores franceses. El juicio que de él se hace en este lugar es muy exacto, pero el autor se ha equivocado al decir que Bretón ha escrito «más de 60 piezas», siendo así que sus obras originales y traducidas pasan de 140; y al considerar como su primera obra la Marcela (representada en 1831), pues a esta pieza han precedido otras muchas, siendo la primera A la vejez viruelas, representada en 1824. Mr. Hubbard pretende también que Bretón es más francés que español en su manera de comprender a las mujeres, a las que pinta coquetas, reflexivas y calculadoras y no apasionadas y sensibles. Nuevo error debido al persistente propósito de considerar a nuestro país como la tierra prometida del romanticismo caballeresco. La mujer española es como todas las demás, y Bretón, que es un autor eminentemente realista, la ha pintado tal como es y no como era en épocas caballerescas que nada tienen que ver con la nuestra. García Gutiérrez, el primero de nuestros poetas dramáticos modernos, bajo el punto de vista de la inspiración, del idealismo poético, de los grandes efectos y de la verificación sonora y vigorosa, merecía ser apreciado de muy distinto modo que lo ha sido por Mr. Hubbard, que hubiera debido enterarse de la historia completa de los escritores que juzga, y no contentarse con redactar acerca de ellos noticias fragmentarias y confusas. Para Mr. Hubbard, la historia de García Gutiérrez concluye en la época de su viaje a América (1844), lo cual quiere decir que ignora el segundo período en que este escritor, libre de las exageraciones románticas, ha dado a la escena obras de tanta trascendencia como Un duelo a muerte, Venganza catalana (cuyo éxito compitió con el del Trovador), Juan Lorenzo y Doña Urraca de Castilla. A dos estudios muy bien hechos sobre Larra y Zorrilla (salvo llamar «corta noticia» a la interesante novela [220] del primero: El doncel de D. Enrique el Doliente), sigue otro relativo a Espronceda, en que nuevamente se observan los funestos efectos que en el espíritu de nuestro autor produce su monomanía anticatólica y antimonárquica. Sólo teniendo en cuenta esta manía se llega a comprender que Mr. Hubbard vea en la leyenda de Espronceda, El estudiante de Salamanca, una representación simbólica de los abismos en que la Iglesia católica ha precipitado a España. En nada de esto ha pensado Espronceda al componer su leyenda, que está fundada en una tradición muy antigua y popular en España; su única intención ha sido dar una forma nueva al conocidísimo tipo de D. Juan Tenorio. El resto del trabajo consagrado a este gran poeta es digno de elogio y puede considerarse como una de las partes mejor acabadas del libro de Mr. Hubbard.

Con el tercer libro, esto es, con el período más reciente de nuestra literatura, aumentan en notable proporción los errores y las inexactitudes. Extraño parece que cuanto más cercanos a nosotros sean los hechos examinados por Mr. Hubbard, los conozca menos; pero esto se explica si se tiene en cuenta que de seguro no se ha cuidado de buscar datos acerca de este período, y que al llegar a él le ha faltado la obra que hasta entonces le había servido de guía y que era la Galería de la literatura española, de D. Antonio Ferrer del Río. Este tercer libro comienza con una serie de consideraciones políticas, en general exactas, pero mezcladas con errores, como de costumbre. Uno de ellos es pretender que el gusto por las aventuras se despertó en España después de la dominación de la unión liberal y a consecuencia de la batalla de Sadowa, y que de este momento data la yoga de las novelas de Fernández y González. Nada más falso, pues estas novelas se leían mucho tiempo antes, no para satisfacer gustos aventureros, sino simplemente porque no había otras. También es un error el afirmar que la propaganda protestante ha producido grande y excelente efecto en España, sobre todo en las mujeres. La verdad es que este sexo interesante ha mirado con horror la libertad de cultos, y le ha hecho la guerra más cruda, y que el protestantismo no ha [221] tenido eco entre nosotros, porque bajo ningún punto de vista cuadra a las condiciones del carácter español. Después de estas consideraciones generales, el autor pasa a examinar los escritores de este período, agrupándolos por géneros y comenzando por los poetas líricos. La enumeración que de estos da no puede ser más incompleta. Juan Nicasio Gallego, el autor inspirado del Dos de Mayo, Alberto Lista, Arolas, no habían merecido especial mención en el período anterior; de igual exclusión son objeto en éste, poetas tan distinguidos como Bernardo López García, Francisco Zea, Nicomedes Pastor Díaz , Eulogio Florentino Sanz, Antonio Fernández Grilo, José Martínez Monroy, Antonio Hurtado, Gaspar Núñez de Arce (uno de nuestros líricos que más nervio e idea revelan en sus versos), Ventura Ruiz Aguilera (cantor popularísimo de nuestras glorias nacionales y del cual sólo conoce Mr. Hubbard una insignificante colección de artículos e historietas, titulada Limones agrios), Carolina Coronado, y tantos otros de no menor importancia. Mr. Hubbard se ocupa en primer lugar de D. José Zorrilla, a quien juzga contacto y justa severidad. De Zorrilla pasa a Campoamor, cuyos principales méritos desconoce, como son el haber creado en España un género nuevo: la Dolora, y haber introducido otro: el Pequeño poema, cultivado por Byron, Goethe, Heine y Musset, y el haber creado una escuela lírica profundamente subjetiva y filosófica, seguida hoy por casi toda la juventud española. Mr. Hubbard, que no se detiene en las obras verdaderamente populares de Campoamor, analiza en cambio su poema El drama universal, composición más extraña que bella y que sólo ha obtenido un éxito mediano. Ventura de la Vega (que no debía figurar entre los poetas líricos) no ha sido mal juzgado por Mr. Hubbard, que no debiera pasar en silencio dos piezas importantes del mismo autor: Don Fernando el de Antequera y La muerte de César. Mr. Hubbard reúne en un sólo capítulo muchos escritores que por sus especiales méritos figurarían mejor en otro grupo que en el de los poetas líricos. Ochoa, Cueto, Cañete y Madrazo, en efecto, son más conocidos y apreciados como críticos que como poetas. Selgas y Arnao están bien [222] juzgados, en cambio. No se puede decir otro tanto de Manuel del Palacio, poeta regocijado, lleno de ingenio y de humor, acerca del cual ha incurrido Mr. Hubbard en verdaderas extravagancias, pretendiendo que «todavía influye más con la palabra que con la pluma» –como si fuera un orador de primer orden– y que «es filósofo», cualidad que nadie le reconoce en España.

Mr. Hubbard pasa después a ocuparse del teatro y empieza por dar acerca de nuestros actores algunas noticias tan anticuadas e incompletas, que en el párrafo que les dedica, ni siquiera se hallan los nombres de los actores que actualmente gozan de más reputación como Elisa Boldun, Antonio Vico, Rafael Calvo, Mariano Fernández, Balbina Valverde, Elisa Mendoza. Los autores cómicos Rodríguez Rubí y Bretón de los Herreros atraen luego la atención de Mr. Hubbard. Salvo la inexactitud que comete considerando El arte de hacer fortuna y El gran filón como las dos últimas obras de Rubí (El arte de hacer fortuna es una de las primeras) y la omisión de algunas otras obras importantes, nada tenemos que censurar en el juicio que formula acerca de este autor. A propósito de Gertrudis Gómez de Avellaneda notaremos solamente que Hubbard no habla de su drama Baltasar, uno de los mejores y más populares de esta poetisa. El capítulo dedicado a D. Manuel Tamayo y Baus no tiene excusa posible; la ligereza con que ha procedido Mr. Hubbard en la redacción de su obra aparece aquí en todo su esplendor. A los ojos del lector francés que se fíe de Mr. Hubbard, Tamayo se presenta como un escritor «muy indiferente en materia política», como dedicado únicamente al «género noble», como una especie de Ponsard. Perfectamente; pero bueno es que se sepa que el verdadero Tamayo (no el Tamayo fantástico de Mr. Hubbard) es un absolutista y un ultramontano furioso; que ha cultivado en su juventud la tragedia clásica (Virginia) y el drama histórico (La rica hembra y Locura de amor), luego el drama sentimental (Hija y madre) y la comedia (La bola de nieve); que ha renunciado muy pronto al clasicismo (del cual sólo ha conservado la sencillez y pureza de la forma) para entrar francamente en las corrientes [223] realistas e inspirarse en los grandes modelos extranjeros (sobre todo Shakspeare para el drama trágico y los dramaturgos franceses de nuestros días para el drama de costumbres); y finalmente, que se ha propuesto, ante todo, dar a sus obras una significación social, agitando en ellas los problemas más discutidos en nuestra época. Un drama nuevo, composición magistral en que se siente algo de la inspiración de Shakspeare y que está llena de efectos originales y sorprendentes, Lo positivo, imitación del Duc Job; No hay mal que por bien no venga, Los hombres de bien; he aquí las producciones de lo que se puede llamar segundo período de la vida de Tamayo, del cual Mr. Hubbard no sabe absolutamente nada. El motivo de esta ignorancia es fácil de advertir; Tamayo, por razones desconocidas del público, escribe hace algún tiempo bajo el pseudónimo de Joaquín Estébanez. Esta circunstancia, que es la verdadera causa del silencio del historiador es de disculpa en modo alguno, pues al menos debía conocer las obras de Estébanez, y en todo caso obligado estaba informarse de cosas tan importantes antes de publicar su trabajo. Después de este deplorable capítulo, Mr. Hubbard se ocupa de D. Adelardo López de Ayala (al cual no concede toda la importancia debida, pasando en silencio, además, dos obras importantes: El hombre de Estado y El nuevo D. Juan); de Luis Eguilaz, a quien juzga bien, y de Narciso Serra, que merecía más atención; Mr. Hubbard excluye a este escritor del reino de los vivos con una conmovedora oración fúnebre; vive, sin embargo, a pesar de la partida de defunción que aquí se le extiende. Mr. Hubbard trata, además, de José María Díaz, de Príncipe y de Asquerino, escritores de segundo orden, el último de los cuales ha sabido captarse la benevolencia del crítico francés gracias a sus dramas revolucionarios. Este estudio del teatro termina con un capítulo dedicado a la zarzuela, en que hay elogios para libretistas tan medianos como Camprodon. No hay necesidad de decir que, según su costumbre, Mr. Hubbard ha tenido por conveniente excluir del cuadro gran número de autores estimados; tales son Florentino Sanz (célebre por su magnífico drama D. Francisco de Quevedo), Antonio Hurtado, [224] Gaspar Núñez de Arce, José Echegaray, Marcos Zapata, Francisco Luis de Retes y su colaborador Francisco Pérez Echevarría, Enrique Pérez Escrich, Manuel Fernández y González, Juan Palou, Enrique Gaspar (imitador del realismo francés), Luis Mariano de Larra, José Marco, Miguel Ramos Carrión y otros más o menos distinguidos, que debían figurar, al menos en notas, en un libro como el de Mr. Hubbard.

El capítulo de los oradores deja poco que desear. Olózaga, González Brabo, Ríos Rosas y Donoso Cortés están perfectamente juzgados, así como D. Nicolás María Rivero. Pero al llegar a los oradores de la democracia, la pasión política hace cometer a Mr. Hubbard errores e injusticias enormes. Rebajar la figura de Castelar, tal ha sido el objeto del autor. El gran tribuno, el orador sin rival en el mundo, el incomparable artista de la palabra, cuya reputación ya es europea, ha cometido el grave crimen de no transigir con la democracia roja, de querer llevar a cabo la obra de prudencia y sensatez que hoy realizan los republicanos franceses, y esto es lo que Mr. Hubbard no puede perdonarle. El ideal del escritor francés es D. Francisco Pí y Margall; Salieron, el filósofo profundo, el orador severo y majestuoso, apenas obtiene una mención. Castelar es para nuestro autor una especie de Lamartine llorón y afeminado, que de nada puede servir y debe contentarse con cantar y soñar. El gran hombre es Pí y Margall. He aquí un ahombre de voluntad, de pensamiento y de acción,» que no se paga de palabras y sigue el camino derecho, sin dejarse engañar por los reaccionarios ni arrastrar por los impacientes. He aquí cómo se juzga al imitador de Proudhon, que por su falta de iniciativa y de acción ha merecido ser apellidado el hombre de hielo. Es imposible formarse idea del descrédito que semejantes opiniones han acarreado en España al libro de Mr. Hubbard.

Los novelistas siguen a los oradores: confesamos que no comprendemos la razón de haberles colocado en este sitio. Este capítulo no deja tampoco de ofrecer lagunas. Mr. Hubbard se ocupa extensamente de escritores de escaso mérito e importancia, y en cambio ni siquiera cita a D. Benito Pérez Galdós, [225] que ha cultivado con éxito la novela política (La Fontana de Oro, El Audaz), y la novela de costumbres (Doña Perfecta), y ha imitado con mucho acierto las novelas nacionales de Erkmann Chatrian en sus populares Episodios nacionales, cuadro animado de nuestra guerra de la Independencia y de los acontecimientos políticos del reinado de Fernando VII. También ha omitido Mr. Hubbard el nombre del distinguido crítico y académico D. Juan Valera, autor de dos novelas muy estimadas (Pepita Jiménez y Las ilusiones del doctor Faustino), en las que el vigor del pensamiento rivaliza con la delicadeza y elegancia del estilo. Este capítulo comienza con un buen estudio, acerca de Fernán Caballero. Vienen después algunas páginas sobre Enrique Pérez Escrich (Mr. Hubbard le llama unas veces Enrique y otras Vicente, y le hace catalán siendo valenciano), y un juicio muy exacto de Fernández y González de Trueba y de Becquer. Las poesías líricas de este, mucho mejores que sus leyendas, merecen un estudio especial. También lo merecía Pedro Antonio de Alarcón, tanto por sus admirables relaciones de viaje como por sus originales y encantadoras novelas; una de ellas, El sombrero de tres picos, es un delicioso cuadro de género que puede considerarse como lo más delicado y bien concluido que ha producido en nuestros días la literatura española.

El capítulo que trata de los historiadores es muy completo y bien hecho, y no da lugar a observación alguna. No podemos decir lo mismo del capítulo de los filósofos, donde al lado de juicios bastante exactos hay errores y lagunas graves. En primer lugar, al exponer la filosofía catalana, Mr. Hubbard no habla de dos pensadores de no escasa importancia: Llorens y Milá y Fontanals; en cambio se ocupa de Piferrer, que no debía figurar aquí. Muchas escuelas ha habido en España en este siglo: la escuela escocesa, representada principalmente por los filósofos catalanes; la escuela hegeliana, representada por varios escritores, entre ellos Castelar y Fabié; la escuela espiritualista en sus diveras manifestaciones (ecléctica: Azcárate (D. Patricio) , García Luna; neocartesiana de Bordas Demoulin: Martín Mateos; [226] independiente: Campoamor, Moreno Nieto); la escuela materialista tradicional, sostenida por D. Pedro Mata y gran número de profesores de medicina, la kantiana antigua, representada por Rey y Heredia; la krausista, fundada por Sanz del Río, desarrollada y propagada por numerosos oradores y escritores, como Salmerón, Azcárate (D. Gumersindo), Giner de los Ríos, Tapia, Castro (D. Fernando y D. Federico), Romero Girón, Ríos Portilla, Maranges, Rute y otros muchos; la positivista y neo kantiana, sostenida por varios oradores del Ateneo; la escolástica, defendida por Ortí y Lara y el P. Ceferino González, uno de los más eminentes filósofos españoles de nuestros días. Nada de esto sabe Mr. Hubbard, que sólo conoce a Sanz del Río. Verdad es que compensa esta ignorancia con la reproducción comentada de una oración jaculatoria recitada en los conventos de monjas, y con la cual quiere darnos una idea del misticismo de la Península. ¡Y a esto se llama hacer un estudio sobre la filosofía española!

El capítulo referente al derecho y a la economía política puede pasar. Naturalmente, volvemos a hallar en él el inevitable panegírico del Sr. Pi y Margall.

Pasemos al capítulo sobre la crítica, que está escrito con mucha ligereza.

El autor no se ha dignado ocuparse de la crítica satírica y de costumbres, como tampoco de la artística y literaria, limitándose a los trabajos de erudición. Las omisiones exceden a toda ponderación. Escritores tan importantes como Canalejas, Valera, Milá y Fontanals, Fernández Espino, no son apreciados o sólo se habla de ellos ligeramente. El autor no habla de críticos humorísticos tan estimados como Castro y Serrano, de críticos dramáticos tan justamente apreciados como Cañete y Balan, ni de eruditos tan conocidos como Gayangos, Francisco Fernández y González, Rosell, Fernández Guerra (D. Luis), &c.; en suma , se ve que Mr. Hubbard, según su costumbre, ha escrito de memoria estas páginas, sin tomarse el trabajo de reunir materiales.

De igual modo pueden explicarse las enormes equivocaciones del capítulo dedicado a la prensa. Dejamos a un lado [227] las apreciaciones políticas del autor, que no siempre son justificadas ni exactas; pero ¡cómo pasar en silencio los errores de hecho de este capítulo! Allí se dice que en 1869 era Castelar krausista y cristiano, cuando es sabido que siempre ha figurado en la derecha hegeliana; se compara al Journal des Débats el neocatólico Diario de Barcelona, al cual se trata con una benevolencia tan señalada como poco merecida y que sorprende en un radical tan furibundo como Mr. Hubbard; se afirma que Las Novedades sucumbió al advenimiento de Alfonso XII, siendo así que este periódico no aparece desde 1869; se clasifica entre las hojas republicanas a El Imparcial, que siempre fue monárquico, y a La Tertulia, que también lo era; se dice, por último, que La Igualdad era propiedad de Castelar y García López, lo que es manifiestamente inexacto, pues Castelar nunca fue propietario de dicho periódico. ¿Es posible acumular más errores en menos páginas?

El libro termina con un capítulo consagrado a la literatura frívola, bastante incompleto y que pudo ser omitido sin inconveniente alguno.

M. de la Revilla

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{1} Histoire le la littérature contemporaine en Espagne, par Gustave Hubbard. – París: Charpentier et Cie., 1876. 417 pp. in 12.°

{2} A tal propósito ha obedecido la publicación de este artículo en la excelente Revue critique d'histoire et de littérature de París. (N. de la R. C.)

{3} Suponemos que el autor quiere hablar de esta colección, pues el Romancero general se ocupa de otras muchas cosas además del Cid.

 


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