Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-diciembre de 1950
Vol. 1, número 6
páginas 55-61

Dionisio de Lara Mínguez

Descartes, el reformador

La Edad Moderna toma su espíritu y sus orientaciones básicas de la obra pionera llevada a cabo por tres hombres de excepción: Lutero, Copérnico y Descartes. Los tres fueron reformadores: de la religión el primero, de la ciencia el segundo y de la filosofía el último. El primer cuarto del siglo XVI testigo fue de la convulsión del espíritu religioso que diera a luz la Reforma protestante. Este movimiento ha traído al hombre moderno una de sus más caras conquistas: la libertad de conciencia y cultos, emancipándole así de todo despotismo eclesiástico. Cuando Lutero en Octubre 31 de 1517 clava sobre la puerta de la iglesia del castillo en Wittenberg sus famosas Noventa y Cinco Tesis, ciertamente estaba proclamando el derecho inalienable de la creatura humana al libre examen en materia de religión. Esta fue la primera gran revolución que comenzó a formar el espíritu de los tiempos modernos. La reforma religiosa fue, incuestionablemente, corolario obligado de las inquietudes y aspiraciones del Renacimiento. La segunda gran revolución es la de la ciencia iniciada por Copérnico en 1530, año en que terminara su tratado Sobre las Revoluciones de los Cuerpos Celestes, cuya obra habría de conocerse en su totalidad en 1543. Copérnico había deshecho la ilusión geocéntrica de Hiparco y Tolomeo, sentando el principio heliocéntrico que resultaba altamente revolucionario para aquellos días, si se tiene en cuenta que la doctrina reinante estaba apoyada por la poderosa autoridad de Aristóteles y confirmada por Santo Tomás y sus seguidores. Galileo, en el siglo siguiente, y gracias la invención de su telescopio, dio confirmación a la teoría copernicana por medio de la observación de los satélites de Júpiter por él descubiertos, los cuales girando alrededor de su planeta forman un sistema solar en miniatura. Dampier-Whetham, en conexión con este trascendentalísimo episodio en la historia de la ciencia occidental, dice lo siguiente: «Cuando la nueva teoría fue comprendida, se produjo una verdadera revolución en el pensamiento». Y añade explicativamente: «Copérnico enseñó a los hombres a mirar el mundo con una nueva luz. En vez de ser el centro del Universo, la Tierra ocupaba un lugar secundario entre los demás planetas; tal mutación no envolvía necesariamente el destronamiento del hombre de su altiva posición como Rey de todo lo creado, pero indudablemente sugería dudas especto a la validez de tal creencia. De este modo, además de destruir el sistema de Tolomeo que Santo Tomás había incorporado a su sistema como parte importante, la astronomía de Copérnico afectaba a la mente y a las creencias humanas de un modo trascendental».{1}

Tras de las revoluciones religiosa y científica que acabamos de señalar, vino, como remate felicísimo de la emancipación del espíritu humano en los tiempos modernos, la revolución filosófica. Tal vez no se haya emitido juicio más elocuente y verdadero sobre lo que significó la obra de Descartes, que aquel del jesuita Guenard en su Discurso premiado por la Academia francesa en 1755, que dice: «Por fin, apareció en Francia un genio poderoso y atrevido que intentó sacudir el yugo del Magister dixit, que dijo a los demás que para ser filósofo no bastaba creer sino que hay que pensar. Prodújose la confusión en todas las escuelas filosóficas; una vieja máxima reinaba todavía: Ipse dixit, el Maestro lo ha dicho. En nombre de esta máxima, se indignaron todas las escuelas contra el padre de la nueva filosofía, el cual fue perseguido como impío novador. Descartes fue de reino en reino, llevando consigo la verdad y no queriendo reconocer, a pesar de los gritos y del furor de la ignorancia, que los antiguos fueran los representantes de la razón soberana. Probó que sus perseguidores nada sabían y que debían olvidar lo que creían saber. Discípulo de la luz, en lugar de interrogar a los muertos prestigios de la antigüedad, consultó las ideas claras y distintas, buscando siempre la evidencia. No sólo sacó las ciencias todas del caos en que yacían, hizo algo más; su genio profundo mostró el mutuo auxilio que todas ellas se prestan, las encadenó, elevó unas sobre otras y colocándose encima de ese edificio gigantesco en que se daban reunidas todas las fuerzas del espíritu humano, proyectó los senderos luminosos que han servido para llegar a la consecución de las verdades descubiertas con posterioridad a Descartes». Y termina diciendo el Padre Guenard: «El valor y la energía de un solo espíritu operaron en las ciencias esa feliz y memorable revolución, cuyos frutos saboreamos hoy con la mayor ingratitud. Hacía falta un hombre que con la fuerza inmensa del genio se atreviera a luchar contra los antiguos tiranos de la razón, que pisoteara los ídolos, tantos siglos adorados por la Humanidad. Descartes estaba encerrado como los demás filósofos en un laberinto de imposible salida, pero se dio alas a sí mismo y se elevó a las regiones de la verdad, señalando a la razón cautiva el camino luminoso de su emancipación».{2} La obra de Descartes, no obstante la originalidad y vigor de su genio, no hubiera sido posible de no haber venido al mundo en un momento histórico altamente favorable a la recepción de la nueva filosofía por él propugnada. [56] Las revoluciones iniciadas por Lutero y Copérnico en los dominios de la religión y de la ciencia, respectivamente, habían sido acontecimientos tan profundamente revolucionarios que conmovieron en sus mismos cimientos el aparentemente inconmovible hasta entonces edificio medieval. Descartes, pues, apareció en escena cuando los ideales religiosos, políticos y sociales de la Edad Media se batían en desesperada retirada ante las nuevas ideas que habrían de sustituirlos: el mundo moderno ya había nacido, pero faltaba Cartesio para que le diera su Constitución, su Carta Magna filosófica, lo cual el filósofo francés provee genialmente cuando en su Discurso Sobre el Método, esa especie de Declaración de los Derechos del Raciocinio, proclama la autonomía inviolable del pensamiento frente a la pretensa autoridad de Aristóteles y del escolasticismo. Así, Descartes es quien inicia toda una nueva etapa de la filosofía occidental, proporcionando con ello al hombre moderno un arma poderosísima para enfrentarse victoriosamente, como lo hizo, con tantos y tantos ídolos de la inteligencia y de la especulación.

Vida y carácter

Conviene que nos detengamos, aunque sea brevemente, en la consideración de la vida y carácter del filósofo francés, para así ayudarnos a comprender mejor su obra de pensador. Y es que, en el sistema de Descartes, más que en el caso de cualquier otro filósofo, se está reflejando con trazos inequívocos la compleja urdimbre de su poderosa y contradictoria personalidad.

Renato Descartes nace en La Haye, Turena, el 31 de marzo de 1596. Hijo de distinguida familia provinciana, ingresa a los ocho años de edad en el colegio de jesuitas de La Fleche. De esta etapa primera de su vida intelectual dice uno de sus biógrafos, lo siguiente: «Con frecuencia hacía vacilar a sus profesores, por la originalidad de sus preguntas, y ya mostraba tal inclinación por la meditación, que sus condiscípulos le llamaban el filósofo». En La Fleche el joven estudiante absorbe las ciencias humanas y sagradas que a través de siglos de abnegada búsqueda y continuada especulación hubieron de cristalizar en esa catedral del pensamiento, bella y grandiosa, aunque asentándose sobre fundamentos asaz inestables, que fue el Escolasticismo. Una vez en posesión de la sabiduría de las Escuelas, el joven de diez y seis años que era entonces Descartes, sintió que la angustia del desencanto le invadía el alma, experimentó el desasosiego de una honda frustración intelectual y casi que vio cerrados para siempre los anhelados caminos de la Verdad. En la primera parte del Discurso, él mismo nos cuenta, con esa claridad gálica que caracteriza su estilo, de la angustia terrible de su rota ilusión. Dice así: «Desde mis años infantiles he amado el estudio. Desde que me persuadieron de que estudiando se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de lo que es útil a la vida, el estudio fue mi ocupación favorita. Pero tan pronto como terminé de aprender lo necesario para ser considerado como persona docta, cambié enteramente de opinión porque eran tantos y tan grandes mis errores y las dudas que a cada momento me asaltaban, que me parecía que instruyéndome no había conseguido más que descubrir mi profunda ignorancia. Y, sin embargo, yo estaba en una de las más célebres universidades de Europa, en contacto con hombres sabios, si es que los hay en la tierra; aprendí todo lo que ellos sabían, y no satisfecho con las ciencias que me enseñaron, estudié los libros que trataban de las más raras, de las menos exploradas por los hombres de estudio. Observaba los juicios que sobre mí hacían los profesores y noté que no se me consideraba inferior a mis condiscípulos, y eso que algunos de éstos sucedieron a nuestros maestros, lo cual prueba que no carecían de talento. Nuestro siglo me parecía más fértil de grandes inteligencias que ninguno de los precedentes. Todo esto me inducía a juzgar a los demás por mí mismo y a pesar que no había en el mundo una doctrina capaz de satisfacerme por completo, de darme la certidumbre a que mi espíritu aspiraba».

Al abandonar el colegio, pasa un año en Rennes junto a su familia, y después va a París y, joven de diez y siete años, entabla amistad con otros jóvenes gentileshombres, entregándose a las diversiones y pasatiempos que las grandes ciudades propician a la juventud; mas el desenfreno pasional no hace presa en él, sino que la índole ordenada de su temperamento mantiene la compostura a todo trance. En 1617, contando veintiún años de edad, accede a los requerimientos paternos haciéndose soldado. En él ejército sirve durante cuatro años, primero bajo el mando de Mauricio de Nassau, y después a las órdenes del duque de Baviera, uno de los jefes este último del partido católico en la gran contienda de los Treinta Años. Luego viaja mucho, recorre Alemania, Suiza, Dinamarca, Suecia y Holanda; vuelve a Rennes, lugar de residencia habitual de su familia, para trasladarse después a París. Pero Descartes, en medio de todos éstos sus trajines y afanes mundanos, no abandona jamás sus estudios. Recordemos que el Discurso Sobre el Método, su obra acerca de la música y algunos de sus trabajos matemáticos, los comienza estando aún en el ejército, aprovechando los momentos de ocio y de quietud que le brinda el hosco ambiente castrense de los cuarteles de invierno. Los viajes que emprende los utiliza el filósofo como nuevo método que le abriese de par en par la puerta del conocimiento; él mismo nos confiesa en el Discurso cómo, sumido en la incertidumbre por la educación recibida en La Fleche, pensó cándidamente abandonar los libros y viajar mucho para estudiar la realidad. Mas pronto se da cuenta de que los viajes no podían darle el conocimiento cierto que buscaba, ya que advierte, en medio de sus andanzas, [57] que las costumbres y creencias de los pueblos eran al menos tan diversas y contradictorias como los sistemas de los filósofos. Esto le hace echar por la borda el libro del mundo como vehículo del conocimiento verdadero, mas no deja de viajar, pues piensa que de todos modos los viajes habrían desterrar de su espíritu, como se había propuesto, todas las creencias basadas en los prejuicios y la tradición. De esa obra rectificadora y preparatoria que fue su peregrinar por Europa, Descartes mismo se encarga de apuntar, diciendo: «En los nueve años siguientes no hice más que viajar, procurando ser más que actor, espectador de las comedias que continuamente se representan en el mundo. Reflexionando constantemente sobre todo aquello que me sugería alguna duda y podía dar motivo al error, logré desechar todas las preocupaciones y prejuicios que obscurecían mi inteligencia».

Descartes, según sus biógrafos, fue el sujeto de una visión mística en ocasión de la cual creyó oír una voz sobrenatural diciéndole que él era el llamado a reformar la filosofía. Sócrates también tuvo el estímulo y la orientación del genio que según él le acompañaba, pudiendo así llevar a efecto, en su día, su trascendental e imperecedera reforma filosófica. El voto que hiciera Descartes de ir en peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Loreto, voto que cumpliese, así como su visión previa, nos está hablando del filón místico de su personalidad.

Ya en París de vuelta de sus viajes, Descartes en 1628 presencia el sitio de la Rochela, y se alista como voluntario en el ejército del Rey, sirviendo en él hasta la toma de aquel baluarte del calvinismo francés. Pero París, según el filósofo, no era clima propicio para la obra fundamental y creadora que estaba a punto de comenzar. En la ciudad del Sena eran muchas las molestias que sufría, unas de parte de sus amigos que le empujaban a vivir una vida entregada al disfrute de los placeres sensuales, y otras de parte de sabios que a él se acercaban en busca de opiniones y consejos que les aclarasen sus dudas. Además deseaba vivir en un clima más frío que el de Francia. Así Descartes, en 1629, a los treinta y tres años de edad, fija permanentemente su residencia en Holanda, donde vive durante los veinte años siguientes y produce, en la soledad de su retiro, entre las brumas y frío de la nación nórdica, lejos de la fiebre meridional y latina de su suelo patrio, las obras inmortales que le han hecho acreedor al singular y nobilísimo título de Padre de la Filosofía Moderna. Sus obras que marcaron los nuevos rumbos del filosofar son: Discours de la méthode (1637), Meditationes de prima philosophia (1641), Principia philosophiae (1644), y Les passiones de L’ame (1650).

Con la publicación de su obra inicial: el Discurso, la persecución por parte de la intolerancia religiosa, tanto católica como protestante, se levanta en la misma Holanda contra la nueva doctrina y su autor. Pero, –y dicho sea esto en honor del espíritu liberal y progresista de la nación holandesa–, los ataques de los detractores de Descartes no tuvieron la virtud maligna de culminar en daño alguno irreparable para el filósofo.

De su estadía en Holanda, nos dice Ralph M. Eaton, ilustre crítico norteamericano del pensador galo, lo siguiente: «Descartes contesta a objeciones, se enfrasca en disputas, concilia al clero; pero mientras tanto permanece apartado del mundo, con sus criados, y, por corto tiempo, en la compañía de su hija natural: Francine, quien murió a la edad de seis años». Baillet hace constar que «él (Descartes) lloró por la niña con una ternura tal que dióle prueba de que la verdadera filosofía nunca extingue lo natural!».{3}

En Septiembre de 1649, después de muchas vacilaciones y en contra del consejo de sus amigos, el filósofo emprende viaje a Estocolmo, presionado por la insistente invitación de la Reina Cristina de Suecia, que, según sus palabras, quería ser enseñada personalmente por Descartes «cómo vivir felizmente a la vista de Dios y los hombres». La reina sueca había sostenido una larga correspondencia con Cartesio, en el curso de la cual habían explorado filosóficamente el tema del amor, terminando este intercambio de ideas con la producción por el pensador francés de un acabado ensayo que titulara Las Pasiones del Alma. A fines de Octubre arriba el pensador galo a la capital de Suecia, poniendo fin así a un largo y penoso viaje. El frío de la nación nórdica pronto le deparó un severo resfriado que terminó en pulmonía. Descartes, obedeciendo deseos caprichosos de la Reina Cristina, tenía que levantarse muy de madrugada, en pleno invierno escandinavo, para estar a las cinco en punto de la mañana en la biblioteca de la Corte, donde ya le aguardaba la Soberana, anhelosa de oírle disertar sobre los más variados e intrincados problemas filosóficos. Fue así que un día, yendo como de costumbre de la embajada francesa a la Corte, pesca la enfermedad que acabaría con su vida. De este episodio final de la existencia terrena del autor de las Meditaciones sobre la filosofía primera, nos cuenta J. Chevalier lo que sigue: «Cristina envió un médico alemán para que lo atendiese, a quien él tomó como enemigo, recibiéndole de pocas ganas. Cuando el médico quiso desangrarlo, díjole Descartes: «Ud. no derramará una sola gota de sangre francesa»; y sólo aceptó que le administrasen un remedio casero, el cual consistió en una ligera infusión de tabaco en una bebida caliente. La fiebre se hizo más intensa; los pulmones estaban afectados; el 11 de Febrero de 1650,a las cuatro de la mañana, [58] después de haber dictado una carta dirigida a sus hermanos recomendándoles cuidasen de la buena mujer, anciana ya, que lo había criado a falta de la madre que murió poco después del nacimiento del filósofo, y luego de haber recibido con unción los sacramentos religiosos, exclamó: «¡Ahora, alma mía, es tiempo de partir!». Al momento de exhalar, «¡expresó apasionadamente que estaba a punto de descubrir y poseer la verdad que había buscado toda su vida!». Cuando muere, aún no había arribado a los cincuenta y cuatro años de edad.{4}

La reina, a la muerte de su admirado profesor, ofrece la iglesia principal de Estocolmo para que en ella se efectuasen los servicios funerales; pero el embajador francés declinó la invitación gentil por las razones que expresara diciendo: «un caballero que fue católico y francés, no puede yacer en tierra extranjera y luterana». Por esto los restos de Descartes fueron depositados en el cementerio destinado a los niños que morían antes de recibir el bautismo. Allí estuvieron hasta que diez y siete años más tarde, en 1667, sus cenizas fueron llevadas a París por gestión de fervientes discípulos, para yacer así, definitivamente, bajo suelo francés. Pero cuando en París, el padre Lallemand, canciller de la Universidad, se preparaba a pronunciar el discurso necrológico en ocasión del enterramiento del filósofo en su tierra nativa, una real orden se expidió que prohibía terminantemente la oración funeral, basándose esta disposición de la Corte en el hecho de las dudas que existían entonces, y que aún hoy subsisten, acerca de la ortodoxia de Descartes. De esta suerte, ¡oh ingratitud de los hombres!, comportábase con la memoria de este ilustre hijo de Francia, inmortal por las luces de su sabiduría, el despotismo ilustrado de Luis XIV, pretenso protector de las artes y de las ciencias.

Acerca del carácter personal de Descartes, hay opiniones que difieren diametralmente en apreciaciones del mismo. Mientras algunos de sus biógrafos lo pintan como hombre orgulloso, reservado, tibio, y aún frío, astuto, impenetrable, sutil, otros por el contrario le tienen como un alma simple, sin afectación alguna, como un espíritu sinceramente religioso, en fin, como la imagen misma del místico. Pero en lo que sí están todos de acuerdo, es en que, ante él, se está en presencia de un grande hombre. Mas en Descartes se advierte, en efecto, una personalidad compleja, de idiosincrasia de no fácil clasificación. El juicio del profesor Eaton al respecto, nos parece exacto: «Descartes as a person is a riddle».{5}

El filósofo francés fue extremadamente cauteloso en cuanto a sus relaciones con la Iglesia Católica, bajo cuya obediencia nació y vivió hasta su muerte. Por lo menos conservó y mostró siempre las señales externas de tal acatamiento. Es más, de él dijo Bossuet: «Temió siempre incurrir en la más pequeña censura y tomaba precauciones, que en ocasiones llegaban a la exageración». Pero esta actitud precavida del filósofo en verdad tenía su justificación: ante él estaba, como una pesadilla aleccionadora, la suerte que corrieron en el siglo precedente los filósofos que hubieron de poner en tela de juicio las doctrinas físicas aceptadas hasta entonces. Ramus, Bruno, Campanella, Vanini, todos estos mártires fueron por sus opiniones contrarias a las de Aristóteles, sobre las que la Iglesia en aquellos tiempos quiso hacer descansar su autoridad. Ciertamente Descartes con su actitud, demostró no querer hacerle compañía a sus infortunados congéneres del pasado inmediato. Así vemos cómo poco después de su arribo a Holanda, prepara el manuscrito de su trabajo sobre Física, el cual tituló Le Monde, donde sostenía que la Tierra estaba en movimiento; pero habiéndose enterado más tarde, al tratar de adquirir un ejemplar de la obra contentiva del sistema cosmológico de Galileo, de que esa obra en efecto había sido impresa y que posteriormente los ejemplares todos de la misma habían sido quemados en Roma, así como que a Galileo habíasele impuesto penitencia por la autoridad eclesiástica, Descartes ante tal situación se apresura a enviar su manuscrito a un lejano rincón del país, de manera que toda tentación de publicarlo quedase desvanecida.

La reforma filosófica

Etienne Gilson, el eminente crítico de la filosofía medieval, ha dicho: «La Edad Media no solamente se liberó de la filosofía aristotélica por sus propios medios, sino que se emancipó también, a partir del siglo XIV, de la ciencia de Aristóteles, sentando los fundamentos de la astronomía y de la física modernas».{6} Esta afirmación categórica del distinguido profesor de la Sorbona tiene, a nuestro entender, sólo una validez parcial. Efectivamente, y como el mismo Gilson y sus compañeros del movimiento neo-escolástico lo han demostrado, en la filosofía, o mejor, en las filosofías del Medioevo en el siglo XIV, y aún en el XIII, podemos encontrar, esbozadamente dadas, las direcciones básicas que habrían de orientar el espíritu metodológico característico de los tiempos modernos. Los primeros resplandores del nuevo amanecer aparecen en el medio mismo de la cultura medieval. El neo-escolasticismo está en lo cierto al asignarle a esa cultura la índole dinámica que hasta ha poco se le negaba irreflexivamente, relegándosele así a un modo de ser de estática esterilidad. Sólo una miopía extrema no puede observar, por ejemplo, [59] la notable evolución del pensamiento escolástico perfectamente discernible en la nueva faz que presenta la centuria décimo-cuarta con relación a la anterior. Hubo momentos, no muy lejanos por cierto, en que a la tradición escolástica se le ponía algo así como un cordón sanitario que trataba de aislarla por completo del resto de ese organismo indivisible que es la cultura de Occidente. Se creía, las más de las veces por ignorancia y otras por ciego sectarismo, que la Edad Media era un caso sui géneris, algo así como una incrustación morbosa y arbitraria de un estado cultural disociado de los procesos reguladores y dialécticos del devenir histórico. Pero la historia jamás obra a saltos. En nuestros días se ha hecho manifiesto a los espíritus serios y avisados, la irrefutable verdad que niega la [im]posibilidad del mundo moderno sin el precedente fecundo de la etapa medieval. Y esto, que es cosa ya axiomática en lo que respecta a los valores culturales en general, tiene innegable validez en lo que atañe especialmente a la filosofía y a la ciencia experimental de nuestros días. Mas, con todo, en la Edad Media sólo se advierten los primeros gestos y pasos iniciales de la rebeldía contra Aristóteles; fue una etapa aquella de la historia del pensamiento humano que no supo por completo, mejor diríase, que no pudo del todo librarse de aquel como encantamiento dogmático que por tantos años hizo prevalecer el Estagirita sobre las mentes de los hombres.

Advirtiendo la gestación de las nuevas inquietudes, los asomos de la naciente rebeldía contra el Filósofo, nos recuerda Gilson, en su obra citada, página 216, lo siguiente: «Los discípulos de Santo Tomás y de Duns Escoto se llaman a sí mismos los reales, pero se llaman también los antiqui; los partidarios de Occam se llaman los nominales o terministas, pero también los moderni. Este era el estado de cosas en el siglo XIV. El nominalismo de Guillermo de Occam fue el más potente motor medieval que impulsó el pensamiento filosófico y científico de la época hacia su cristalización en lo que luego hubo de conocerse como filosofía y ciencia modernas. No obstante, hay muchos otros nombres en este período, que como el intelecto poderoso de Occam, son testimonios fehacientes del espíritu progresista del momento. Así tenemos a un Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux, señalado por Gilson como «uno de los predecesores de Renato Descartes». Fue él y no el autor del Discours de la méthode, el primero en emplear la lengua francesa como vehículo de expresión científica y filosófica. Además, anuncia a Descartes con sus geniales anticipaciones sobre la geometría analítica. Más aun, Oresme es «el predecesor directo de Copérnico» (Gilson). En su Traité du Ciel et du Monde, Oresme sostiene categóricamente que «no puede probarse por ninguna experiencia que el cielo esté provisto de movimiento diario, y la Tierra no»,así como que tampoco esto puede ser probado por la razón; antes al contrario, él mismo ofrece «algunas buenas razones para probar que la Tierra se mueve con movimiento diario, y el cielo no». En Física, el obispo de Lisieux, se constituye en predecesor de Galileo al descubrir «la ley según la cual el espacio recorrido por un cuerpo animado de un movimiento uniformemente variado es proporcional al tiempo».{7}

Ante evidencias históricas como las señaladas en el campo de la especulación y de la ciencia, no cabe duda alguna de que los orígenes mismos de los tiempos modernos han de buscarse en las entrañas fecundas de la Edad Media. Pero es Reato Descartes quien, en lo filosófico, realiza una reforma de tales alcances y significado que bien puede considerársele, justamente, como el fundador verdadero de la filosofía moderna.

Bajo el signo de la incertidumbre, Descartes se lanza a la conquista de un nuevo método con que construirse un universo que le fuese inteligible. Su memorable reforma partió de un ataque a fondo al principio de autoridad en materia de ciencia y filosofía, oponiéndose resueltamente a todo aquello que la razón no pudiese verificar. Le da a la filosofía una índole práctica, asemejándola así a las ciencias particulares. Oigamos su definición: «La Filosofía es un conocimiento perfecto de todo lo que el hombre puede saber, tanto para la conducta de su vida como para la preservación de su salud y el descubrimiento de todas las artes». Incuestionablemente el espíritu de filósofos como Rogerio Bacon, Duns Escoto y Guillermo de Occam, representativos éstos del pensamiento medieval más progresista, está animando y anticipando históricamente la reforma que Descartes ahora se propone efectuar. Todos estos hombres, así como Francisco Bacon, precursor inmediato del pensador francés en el propio siglo XVII, hubieron de mantener que la filosofía debe constituir una investigación libre e independiente acerca de la verdad y la vida. Es así que la especulación filosófica moderna va a caracterizarse por la búsqueda del significado de la naturaleza y de la experiencia, rechazando la autoridad de la tradición y trabajando independientemente de los dogmas eclesiásticos y creencias religiosas.

La dirección central del pensamiento cartesiano está determinada por su arraigada vocación por las ciencias matemáticas. Es así que le vemos buscando un sistema de filosofía que poseyera l certeza de los números, y esto lo hace con entera independencia de la tradición escolástica y del dogma teológico. Descartes fue un geómetra con una fuerte inclinación hacia la metafísica. Su gran admiración por Francisco Bacon, el creador del interés moderno por la lógica inductiva, está indicando la proyección revolucionaria de su obra. Cartesio desarrolla lo que habría de ser conocido como el método cartesiano, el cual consiste en deducciones matemáticas generalizadas, al mismo tiempo que pone énfasis en la introspección. En efecto, el autor del Discurso mantiene que los juicios verdaderos deben tener una base matemática, pues procediendo las matemáticas de axiomas y principios, éstos pueden formar el punto de partida para la deducción de otras proposiciones que han de seguirse lógicamente; de aquí el método deductivo (síntesis).

El gran filósofo racionalista procede, al inicio de su investigación, con la mesura y cautela que le imponían sus circunstancias. Su método está sujeto a unas pocas reglas a las que se ceñiría siempre: no aceptar nada como verdadero si no se presenta a su consideración clara y distintamente, de manera que no quepa duda alguna; analizar todo problema en sus partes constitutivas y discutirlo así parte por parte (atomismo metódico); proceder con sus pensamientos de lo simple a lo complejo como el orden de sus meditaciones; sus enumeraciones habrían de ser completas, sin omitir nada.

Ya armado con estas sencillas reglas que fueron a Descartes como guías seguros en medio de sus dudas, se lanza a la búsqueda y conquista de la verdad. Antes de hallar el principio fundamental que le salvaría del naufragio definitivo, el filósofo había llegado al punto de una total y completa incertidumbre. Pero dejemos a él mismo que nos lo diga en su célebre Discurso: «Como a veces los sentidos nos engañan, supuse que ninguna cosa existía del mismo modo que nuestros sentidos nos la hacen imaginar. Como los hombres se suelen equivocar hasta en las sencillas cuestiones de geometría, consideré que yo también estaba sujeto a error y rechacé por falsas todas las verdades cuyas demostraciones me enseñaron mis profesores. Y, finalmente, como los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos, podemos también tenerlos cuando soñamos, resolví creer que las verdades aprendidas en los libros y por la experiencia no eran más seguras que las ilusiones de mis sueños». Y a continuación nos dice de su famoso hallazgo: «Pero en seguida noté que si yo pensaba que todo era falso, yo, que pensaba, debía ser alguna cosa, debía tener alguna realidad; y viendo que esta verdad: Cogito, ergo sum, Pienso, luego soy era tan firme y tan segura que nadie podría quebrantar su evidencia, la recibí sin escrúpulo alguno como el primer principio de la filosofía que buscaba».{8}

Descartes pensó que el Cogito, ergo sum era una proposición evidente por sí misma, captada intuitivamente, y no mera inferencia. Es así que razonaba que la claridad y distinción de una proposición son las señales de que es verdadera. Es por ello que establece la regla general que reza: las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; añadiéndole estas palabras de precavida mesura: la única dificultad estriba en determinar bien qué cosas son las que concebimos clara y distintamente.

El descubrimiento por Descartes de que su yo, su conciencia individual existe de modo cierto e irrefutable, es el fundamento mismo de su filosofía, sobre el cual construye la genial estructura, geométricamente dispuesta, de su sistema. Con este hallazgo: Cogito, ergo sum, ya cobra suficiente ánimo el filósofo para lanzarse en pos de ulteriores y necesarias conquistas, pues la verdad de su propia existencia, sin más, le hacía desembocar en un puro solipsismo. El siguiente paso que se propone es probar la existencia de Dios. Meditando en esta dirección, observa cómo un enorme cúmulo de ideas se suscitan en nuestra mente. Algunas de estas ideas nos parecen provenir de nuestra propia naturaleza, otras por compulsión externa, mientras encontramos algunas que consideramos como meras ficciones que la mente misma ha concebido. Mas no hay evidencia de que existen objetos fuera de la mente que correspondan a las ideas de ésta; sólo una tendencia natural en nosotros, que nada prueba, según Descartes, nos hace creer en la existencia de tales objetos. Pero la certeza que busca, el filósofo cree poder hallarla a través del principio de causalidad. Razona que es cosa manifiesta y evidente por la propia luz natural que nos asegura la existencia del yo, que en toda causa debe haber, a lo menos, tanta realidad como se revela en su efecto; de otra manera, nos encontraríamos con una porción del efecto originándose de la nada. Si, en consecuencia, en mi mente existe alguna idea que a todas luces es demasiado grande para haberse originado de mi propia naturaleza, entonces puedo estar seguro que fuera de mí existe una causa correspondiente. La mayoría de las veces nada descubro en mis ideas que requiera más que mi propia naturaleza para producirse; mas hay una excepción. Encuentro en mí mismo una idea de Dios como sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente por la cual yo y todas las demás cosas han sido creadas. Es de preguntarse, ¿acaso es concebible que atributos tan exaltados pueden haber procedido de mi propia naturaleza, finita e imperfecta como yo sé que es? Por la misma razón es imposible que la capacidad de concebir tal idea haya sido derivada a fin de cuentas de mis padres o de cualquiera otra causa no proporcionada a la perfección de la idea misma. Es por ello que Descartes, ante la evidencia incontrastable de estos razonamientos, se considerase haber salvado la distancia que le separaba a él de la realidad externa. Es así que postula la existencia de Dios como la del único ser suficientemente grande y capaz, por lo tanto, [61] de originar en él, como causa, el concepto de Dios en su mente, que no es más que un efecto, cuya causa, Dios, existe, sin lugar a dudas, fuera del intelecto y la naturaleza toda de Descartes.

Demostrada con ésta y otras pruebas que Descartes propone la existencia de Dios, fácil le fue adquirir la certeza de la existencia del mundo y de las cosas materiales. Al principio, el filósofo, siguiendo el punto de partida de su método, la duda, llegó a dudar hasta de la existencia del mundo exterior, esto es, de la materia, pensando que algún poder maligno podía estarlo engañando a este respecto. Pero una vez establecida la existencia de Dios, un ser de perfecciones infinitas, no podía haber lugar para el engaño, ya que el engaño brota necesariamente de algún defecto y, consecuentemente, de Dios, ser perfecto, no puede venir acto semejante. De aquí que concluyese toda duda acerca de la existencia de los objetos exteriores y postulando que, en tanto en cuanto pueda ser claramente concebida, la realidad de la materia debe ser admitida, ya que no es concebible que Dios nos esté haciendo creer en una mentira.

Resumiendo las direcciones principales del sistema cartesiano, puede decirse que Dios es la sustancia Infinita de la que todas las demás cosas son dependientes; el alma es la sustancia que piensa; el cuerpo es una sustancia extensa (materia); la materia puede ser definida sin referencia a la mente, y viceversa; la materia y la mente son absolutamente distintas (dualismo). En este dualismo puro de Descartes, la mente se opone, diametralmente, al cuerpo, pues el atributo de la mente consiste en pensar, siendo activa, libre, en tanto el cuerpo (la materia) tiene como atributo propio la extensión; siendo los cuerpos todos pasivos. Así, la materia es distinta a la mente.

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Mirando retrospectivamente la obra de Descartes en estos días del tricentenario de su desaparición física del retablo del mundo, salta a la vista de inmediato, observando las cosas desde este apropiado ángulo que es el siglo presente, la realización genial que efectuase en filosofía. Descartes, más que cualquier otro pensador de su época, supo dar expresión luminosa al nuevo modo de pensar y sentir con que se iniciaban los tiempos modernos. Su reforma consistió en traer nuevamente la filosofía a la tierra, reviviendo así una tradición que fue el alma misma de la especulación griega. La razón, –esa facultad humana que, cual diosa de influjo irresistible, tuviese siempre en los filósofos de Grecia sus más consecuentes adoradores–, fue el vehículo usado por Descartes para que la filosofía una vez más se enraizase a la tierra. Así le vemos identificando el ser con el pensar: Cogito, ergo sum, y poniendo los fueros de la razón soberana muy por encima de los otros ingredientes que entran en la constitución del hombre, cuales el sentimiento y la voluntad. En Descartes, el ser humano prácticamente se resolvió en razón.

Santo Tomás para Cartesio, –no importa que éste último no lo declare así de manera explícita, pues implícito está en su pensamiento–, fue la víctima de una obsesionante ilusión al pretender razonar la fe. El campo teológico para el autor del Discurso rebasa los límites racionales, y por ello relega este orden de cosas a lo irracional, a una fe ciega, no clarividente como siempre la quiso el Doctor Angélico. De aquí el justificado recelo de la tradición tomista ante las conclusiones del racionalismo cartesiano.

El nuevo espíritu insuflado por Descartes a la filosofía, hubo de influenciar, a la vez, las más variadas manifestaciones de la vida de Occidente hasta nuestros días. Puede decirse que la razón se entronizó en el corazón mismo de los nuevos tiempos, con un imperio tal, como para no dejar jamás su posición privilegiada. Pero hoy el derecho de la razón a absorberlo todo está en crisis. El hombre no es sólo una cosa que piensa, es también una cosa que siente y quiere. La inquietud presente por explicar al hombre en su totalidad, se manifiesta en diversas escuelas de pensamiento religioso y filosófico, que partiendo de premisas diferentes y orientándose hacia objetivos distintos, coinciden, no obstante, en el repudio común a la razón que se presenta como el único elemento de la vida explicativo de ella y consubstancial con la misma. El resurgimiento neotomista, la escuela neo-sobrenaturalista de Karl Barth, y el ímpetu creciente del existencialismo de nuestros días, para no citar más, son aldabonazos maestros llamando a juicio a lo que Descartes ensalzó y glorificó por sobre todas las cosas: la Razón.

Dionisio de Lara

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{1} Historia de las Ciencias, págs. 141 y 142. Mexicolee, 1944.

{2} Descartes, Obras Completas, pp. xiv y xv. Casa Editorial Garnier Hnos., París.

{3} Descartes, Selections, Introduction, p. xvii. Scribner’s.

{4} J. Chevalier, Descartes, París, 1921.

{5} «Descartes como persona es un enigma». Obra citada, pág. xiv.

{6} «La Filosofía en la Edad Media», pág. 226. Ediciones Pegaso, Madrid, 1946.

{7} Gilson, obra citada, pág. 234.

{8} Descartes, obra citada, pág. 21.

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