Punta Europa
Madrid, febrero 1956
número 2
páginas 145-159

Entrevista con

Roberto Saumells
 

I

Roberto Saumells Panadés Roberto Saumells Panadés, nace el 5 de agosto de 1916 en Gironella, provincia de Barcelona, en las estribaciones del Pirineo, cuenca de Llobregat. Tanto su padre como su madre, de ascendencia netamente catalana, fueron maestros nacionales. De su padre heredó su afición a la música, influencia artística que ha trascendido a su hermano Luis, escultor galardonado y actualmente director de la Escuela de Arte de Tarragona.

La infancia de Saumells transcurre en Gironella. En época de cursar sus estudios, los padres consiguen el traslado a Reus, donde viven dos años y después a Tarragona, su actual residencia. Aquí hace un excelente bachillerato en el Instituto de Enseñanza Media, con profesores a los que Saumells está profundamente agradecido: Don Salustio Alvarado, en Ciencias Naturales, don Bartolomé Darder, geólogo de fama internacional, muerto muy joven; Beltrán, y Benjamín Muñoz en Matemáticas. En 1935, termina el Bachillerato con Premio extraordinario después de hacer un examen de reválida, voluntario en aquellos años, en los que también Saumells fue director de una revistilla: «Vida estudiantil».

La guerra de liberación le sorprende en Cataluña, y durante dos años estuvo en el frente de Teruel.

En 1939 ingresa en la Universidad de Barcelona y cursa los estudios de Filosofía y Letras. Tuvo de profesores a don Pedro Font y Puig que explica Cosmología, maestro con el que ha conservado siempre las más cordiales relaciones y la estimación más profunda, siguió los cursos de Zubiri, de Historia de la Filosofía, de Mirabent, en Estética, del Dr. Tomás Carreras y Artau, en Ética, del Dr. Roquer, en Metafísica, de Bassols, en griego... [146] Desde estos años universitarios eligió como especialidad los estudios cosmológicos.

Parejo a sus estudios en la Universidad, Saumells que tiene su violín de Ingres, cursa estudios de armonía, contrapunto y fuga con profesores del Conservatorio barcelonés.

En 1945 obtiene la beca que ofreció el Instituto francés para ampliación de estudios a la sección de Filosofía de la Universidad de Barcelona. En París reside tres años, desde diciembre de 1945 hasta octubre de 1948. En la Sorbona estudia con Bachelard, filosofía de la Naturaleza; Lógica, con Poirer; Historia de la Filosofía, con Jean Wahl, y Gouhier. En el Instituto de Francia sigue los cursos de Lavalle y E. Gilson: el argumento ontológico, Duns Scot, la metafísica de Descartes... En el Instituto Católico de París estudia Cosmología con el Padre Dubarle. Y como casi todos sus compañeros de beca en el Colegio español de la Ciudad Universitaria eran matemáticos, aprovecha la ocasión para trabajar de manera especial el Álgebra Moderna.

En París vive la vida que le permite una beca de cuatro mil francos. La visita puramente casual y providencial de un joven profesor español le consigue de Relaciones Culturales una subvención que le saca de apuros; no obstante, Saumells viaja en expediciones universitarias por Alemania, Suiza, Italia, Holanda... entrando en relaciones con los profesores de su especialidad en estos países. No olvida su visita al profesor C. F. Weizäcker de la Sociedad Max Plank.

En París le invitan desde la Argentina para ocupar la cátedra de Filosofía de la Naturaleza de la Universidad de Tucumán. En este entonces le reclaman desde Madrid para que explique la misma materia en su Universidad, donde actualmente es profesor encargado de curso.

En 1949, invitado por el Profesor Rottacker, toma parte en el Congreso de Filosofía e Historia de la Ciencia de Bremen, fecha en la que hizo conocimiento del Profesor Pascual Jordán, de Hamburgo, eminencia de su especialidad.

En Madrid lee su tesis en 1953 sobre la Dialéctica del Espacio que dirige el Profesor don Rafael Calvo Serer. Obtiene el premio extraordinario de doctorado y trabaja en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Últimamente ha dado diversos ciclos de conferencias en Centros culturales: en los Ateneos de Madrid y de Barcelona, en el Conferencia Club de Valencia, en Sevilla, Santander, en la cátedra de Pío XII de Bilbao, León, Gijón... [147]

Obras

Dialéctica del Espacio. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid, 1953.
La caída de los graves en Galileo. Colección «Crece o Muere». Madrid, 1955.
Designado por la redacción de la Revista «Arbor», presentó y preparó el extraordinario dedicado al problema de la Evolución biológica, núm. 66.
Sobre la estructura interna del conocimiento científico. Arbor, núm. 43-44.
Reflexiones físicas sobre el concepto de génesis evolutiva. Arbor, núm. 66.

En preparación:

La conciencia objetiva y el espíritu. (De próxima aparición).
La naturaleza de la reflexión en la ciencia.

Esplandián

II

Entrevista con Roberto Saumells

Me recibe Saumells después de la comida, y me invita a tomar café. Hablamos de muy diversas cosas. Es un gran conversador; sugestivo, improvisador. Establece las conexiones más inesperadas entre ideas, imágenes, metáforas: tiene la vivacidad de un hombre del Mediterráneo. Utiliza el castellano un tanto caprichosamente y le saca relaciones que, para los que es nuestra lengua materna, resultan sorprendentes.

Le pregunto a Saumells por qué camino ha llegado a dedicarse a la Filosofía.

Me habla de una doble vocación arraigada en él desde muy joven: un gran amor por la Naturaleza y una profunda confianza en la capacidad de la razón.

Si me hubiesen preguntado de niño qué profesión me gustaría elegir, hubiera contestado que ingeniero naval. El mar representaba para mí, nacido en los Pirineos, el orden natural en su belleza y en su inmensidad. El barco, el deseo muy catalán de construir, manejar y producir. Con los años me di cuenta que hacer y comprender no iban ligados. El ingeniero maneja, [148] pero no entiende. Al científico le suele ocurrir lo mismo. Hay, por lo tanto, una manera de utilizar la ciencia y la técnica que las degrada. Se trataría de comprender en su forma superior. Esta necesidad ha encauzado mi vocación filosófica.

A continuación me dice cómo se ha precisado su trayectoria.

—El poder creador de la inteligencia constituye un dato que nos distingue de otras épocas. La tensión del espíritu transforma y explicita la naturaleza. La Ciencia nos da testimonio de ello. Reintegrar la ciencia al espíritu en su doble dimensión de eficacia creadora tangible y, al mismo tiempo de disposición contemplativa, tal sería mi propósito. El horizonte de la Ciencia ha de ser en el fondo el horizonte de una contemplación creadora. Es decir, que salvase tanto la comprensión profunda de la naturaleza como la concisión, la precisión y los resultados concretos y activos de la Ciencia.

—¿Es esto posible?– le pregunto, casi diría que con doble interrogante. Me contesta a ambos con una sola observación.

—El desinterés ha resultado, en fin de cuentas, la actitud más interesante. La fecundidad creadora de la Ciencia, su eficacia misma, remonta en su fuente a esta actitud desinteresada, especulativa, de los que han sido verdaderamente sus creadores. En su utilización, el saber científico ha sido con frecuencia degradado, pero en su origen muestra toda su fuerza teórica y su enraizamiento espiritual. La Filosofía de la Naturaleza se presenta, en principio, como una manera de entender teóricamente la Ciencia.

Me habla en fin de los esfuerzos que realizó para instruirse en Matemáticas, como paso previo para abordar el estudio de la Física. «La Dialéctica del espacio» representa un análisis de la razón de ser sistemática de la Geometría. Y en «La conciencia objetiva y el espíritu» trata de dilucidar la metafísica implícita de esta ciencia clásica que se creía ajena a la Filosofía. Saumells insiste sobre la necesidad de llevar a cabo este análisis desde la raíz misma de la Ciencia, de aceptar sus resultados, su precisión; tener confianza en su sólida construcción y descender a sus problemas más concretos. Pero siempre para hacerla ascender a su más alta significación. El lema del siglo pasado «físico, guárdate de la Metafísica» ya no tiene sentido hoy. Se, trata, por el contrario, de descubrir el sujeto mismo de la Ciencia; de descubrir cómo el hombre que la crea queda situado en la Naturaleza en función de este fecundo y logrado enraizamiento del espíritu científico. La incompatibilidad de Ciencia y Filosofía resulta inevitable, solamente, cuando científicos y filósofos se instalan en ellas como en saberes hechos y acabados. [150]

Pero la perspectiva cambia por completo si intentamos comprenderlas en su hacerse mismo, descubrirlas en aquel momento en que el espíritu las profiere y las prosigue como una aventura propia.

Se tiene una doble impresión dejando hablar a Saumells de estas cuestiones. Por un lado se siente la presencia de un entusiasmo, que, si se me permite la imagen, calienta como una estufa eléctrica con una intensidad activa y luminosa. Nos hace participar en un sentimiento de aventura al mismo tiempo que en la suprema dignidad que la gran conquista de la ciencia ha representado; pero de la que aún no hemos tomado conciencia suficientemente. La palabra Ciencia suele suscitar una embriaguez de poder y de orgullo, de seguridad y de desprecio a todo lo que no queda aprisionado en ella más bien que una preocupación por sus raíces y su significación para el hombre que piensa y comprende. Por otra parte, sentimos la dificultad de abordar de esta forma los problemas que nos presenta y el esfuerzo, la tensión y la ascesis de la inteligencia que impone.

Quizá es esto lo que me lleva a preguntar de nuevo:

—¿Y desde el punto de vista de la estricta filosofía, esta tentativa de comprender la Ciencia desde ella misma, bajando hasta sus problemas más propios, no suscita dudas? Preciso la pregunta: Toda una serie de filósofos, en el paso a nuestro siglo, han hablado de crisis de la Ciencia y han querido decir una cosa, en el fondo, bastante precisa: estamos de vuelta de la Ciencia, la Ciencia no puede decir nada sobre los problemas fundamentales del hombre. Mencionemos, por ejemplo, a Husserl matemático que partió de un análisis psicológico de la Matemática y titula su última obra «Crisis de la Ciencia» en este sentido que acabamos de anotar. De vuelta de la Ciencia pasando por la Vida, ha desembocado en la Historia. Un Bergson, también con una vocación matemática excepcional en su juventud, ha desembocado a su vez en la Vida. A pesar de que se mantiene en una filosofía de la naturaleza, restringe la Ciencia al dominio de la inteligencia y a ambas las ha reducido a la pura práctica, al «homo faber». La Metafísica iría a contracorriente de la inteligencia y de la Ciencia. Y Ortega, por citar otro ejemplo, ha buscado una «razón vital» y una «razón histórica» como sustitutos de la razón científica, en crisis por su incapacidad para abordar los problemas capitales del hombre. Aun mencionaríamos el Neotomismo que no se ha hecho problema de la ciencia moderna más que desde fuera.

—¿Pero, a costa de qué se constituyen todas estas filosofías de la crisis?, me responde. A costa de una renuncia, la menos [151] evitable para poder tomar una decisión sobre la Ciencia: comprenderla. Han renunciado a comprender la Ciencia. Nos presentan una Ciencia disminuida. En realidad, son todavía tributarios del Positivismo del siglo pasado por oposición, por reacción. Al «físico, guárdate de la metafísica» han respondido implícitamente con un «metafísico, guárdate de la física». Bergson ha eliminado del dominio de la Ciencia toda función creadora. Pero la Ciencia, a pesar de todo, se ha mostrado fecunda, la inteligencia, sorprendentemente renovadora. Todos ellos hablan de la Ciencia como de un saber hecho, como de algo que estuviera ahí de una vez para siempre. Y la Ciencia manifiesta su más radical vigencia en su hacerse y en su capacidad de rehacerse. Han disminuido el papel de la inteligencia precisamente a la hora de sus mayores conquistas; en general diría que no han sabido reconocer en el conocimiento conceptual, todo el alcance que tiene sobre la realidad. Lo han reducido a su estricto papel científico y han reclamado para la metafísica una nueva forma de ser (elan vital) o para la razón una nueva manera de conocer (razón vital) creando así una escisión absoluta entre ciencia, y filosofía. Pero además: ¿cómo puede decirse que esta sorprendente conquista que representa el saber científico, que ha transformado la relación del hombre con el universo no tiene una dimensión metafísica en cuanto a saber mismo? Es necesario degradar el significado de la Ciencia, tomarla en una perspectiva empequeñecida, para poder creer que no tiene una significación filosófica más o menos implícita a su altura misma. Este empequeñecimiento de la Ciencia lo ha realizado el propio cientifismo, el propio Positivismo. En el fondo, los filósofos que han intentado liberar la Filosofía de la Ciencia se dejaron llevar por un complejo de inferioridad. Los científicos se guardaron de la filosofía en la medida en que ellos mismos quitaban importancia a su saber, y los filósofos se atrincheraron fuera de la ciencia y de la inteligencia en la medida en que aceptaron esta visión. Saumells me ilustra este punto concreto sobre el que hablamos largamente. Me hace ver cómo Bergson, a pesar de apoyarse muy directamente en la Biología y la Psicología, no ha podido promover una verdadera investigación científica en este terreno. En cambio ha sido un liberador de la inteligencia a pesar suyo. Ha restablecido su valor por la oposición misma que le hizo. Ortega, con todas las matizaciones que se hallan siempre en un hombre de su inteligencia, ha tendido a confundir Ciencia y especialización. Sobre todo ha hecho posible esta confusión en sus seguidores que creyendo huir de la especialización han huido de la ciencia. También aquí se detiene Saumells para [152] hacerme tocar desde cerca, cómo la especialización del saber científico supone una intensificación precisa y concreta sobre un punto determinado, en el que Ciencia entera reconverge y modifica su horizonte completo. Me cita a Bachelard y me hace ver toda la serie de valores imprescindibles de concisión, de precisión, de claridad que el trato con la ciencia aporta. Por el otro camino, se llega a hablar de todo lo divino y lo humano de una manera blanda y nebulosa. Únicamente el genio personalísimo de un autor puede salvar el acierto, pero nunca la solidez de un saber.

—Aún insisto con otra pregunta no carente de mala intención. ¿Reconsiderar la Ciencia desde ella misma tratando de dilucidar una metafísica implícita, no es lo que en parte hizo Kant y con él el Idealismo? Por ejemplo, Hegel ha dado al concepto un alcance extraordinario sobre la realidad y ha construido una Filosofía de la Naturaleza que tuvo poco éxito entre científicos e incluso entre filósofos. Por otra parte, este propósito de encontrar el sujeto del saber científico, ¿no pudiera ser considerado como un intento típicamente idealista? La mayor parte de las filosofías contemporáneas se precian de estar de vuelta del Idealismo.

A Saumells le animan los obstáculos, las dificultades puestas a su pensamiento y parece más sensible a la sinceridad y al acierto de una pregunta que a su mala intención, si se ha de juzgar por la larga, ágil y tensa respuesta que me ofreció. Sólo puedo dar un pobre y simple esbozo de ella.

—Dejemos a un lado a los que están de vuelta del Idealismo sin haber estado jamás de ida. Dejemos también a los que están realmente de vuelta, ¡pero a qué precio!: No se trata de renunciar a la Filosofía ni a la razón para estar de vuelta. La reconsideración de Hegel es quizá la tarea más importante que se ofrece hoy a la filosofía contemporánea, a pesar de sus gigantes errores y quizá precisamente por ellos. Todo es gigante en Hegel: sus errores como sus aciertos. Tampoco se trata de convertirse en escolástico de Hegel, sino todo lo contrario. La superación del idealismo no se puede hacer a base de renuncias como tampoco la superación de la Ciencia. No se supera el subjetivismo encerrándose en un substancialismo opaco. La trascendencia del sujeto supone la trascendencia del objeto y viceversa; la liberación y la libertad del sujeto, la liberación de la objetividad.

Sobre este punto Saumells desciende a cuestiones precisas Y a problemas concretos. Me lee incluso algunas páginas apretadas, concisas y no siempre fáciles de entender en una primera [153] audición, de su obra ya redactada «La conciencia objetiva y el espíritu».

Sólo me atrevo a ofrecer una idea general y orientadora de la dirección en que marcha su pensamiento, surgida de una pregunta aclarativa que le hice.

El problema de fondo que ha movido a muchos filósofos modernos para los que la Ciencia contaba, por ejemplo, Kant, Fichte, en general el pensamiento del siglo XIX más o menos cientifista, Bergson y otros, se plantea como una, llamémosla antinomia, entre la libertad del espíritu y el determinismo de la naturaleza. Kant se ve obligado a escindir el conocimiento y en consecuencia el orden del ser y el orden del conocer, el dominio de la libertad y el de la necesidad. Un Fichte se instala de golpe en el orden de la libertad y quiere deducir de él la naturaleza: idealismo puro. Bergson afirma que la libertad es un hecho y que el determinismo es una teoría: ha tomado partido por la libertad en un análisis de los datos de la conciencia íntima y ha echado para adelante, introduciendo la libertad en la naturaleza misma. Parece ser que a Saumells la libertad no le ha preocupado como punto de partida. Un análisis de los datos de la conciencia objetiva a que le lleva la reconsideración de la Ciencia le ha hecho desembocar en la espiritualidad de la conciencia. La libertad se ha introducido seguidamente planteando el problema de su relación con la reflexión del espíritu. Bastaría esta simple perspectiva de contraste para darnos cuenta del sentido en que marcha su especulación sobre la ciencia. Para él la naturaleza ya no se presenta como el dominio de un determinismo universal. Esto se puede concluir incluso de un simple análisis limitado a la Física.

El más allá del Idealismo supondría tomar conciencia de una libertad que no se encuentra aprisionada en la dimensión subjetiva del hombre, sino que se proyecta y se realiza en la naturaleza misma. Es necesario para ello saber contemplar activamente la naturaleza, comprender esta perspectiva del espíritu que es la Ciencia. He aquí lo que traería consigo un análisis de la conciencia objetiva bien llevado. La articulación del cuerpo y el alma pone en juego todo el universo: se podría decir que la bisagra es el universo mismo. Un análisis de la conciencia objetiva de la naturaleza revela la dimensión espiritual del hombre como ser capaz de reflexión y de libertad.

Si hubiese de reunir en unas palabras la impresión que el pensamiento de Saumells me produce, diría que para un filósofo de la naturaleza la tarea fundamental consiste en liberar a la naturaleza del determinismo desde ella misma. La libertad del [154] hombre se realiza ya a la altura de la naturaleza. Sólo hace falta saber contemplarla creadoramente, activamente o, si se quiere, actuar contemplativamente. La contrapartida sería un tomar conciencia de la realidad del espíritu que no vive aprisionado en su libertad sino que la proyecta, la comunica. De esta impresión sólo habría que corregir su lenguaje, pues Saumells, como hemos anotado, se preocupa más de un análisis objetivo de la relación entre conciencia y naturaleza que explícitamente de la libertad. Pero se siente de una manera directa, sin embargo, este proceso de liberación como si se nos restituyese en su integridad, en su suprema riqueza, una naturaleza que sólo por no saber situarnos ante ella, hemos sometido a la necesidad. El pecado de nuestra visión del universo traería consigo el determinismo en el dominio de la objetividad y el subjetivismo en el dominio del espíritu. La naturaleza reintegrada a la libertad del espíritu es más la naturaleza que la naturaleza consolidada en la necesidad. La naturaleza que comunica con la libertad del espíritu es más la naturaleza que la naturaleza del determinismo.

—Luego, hay una manera de trascender la enajenación a que nos lleva la ciencia –le propongo a Saumells.

—En efecto, y obedeciendo rigurosamente a la Ciencia misma.

—Es una filosofía optimista –añado aún.

—Exacto, me dice sin titubear. Si la angustia fuese una condición ineludible para ser filósofo, nadie estaría más alejado de la Filosofía que yo.

Nuestro diálogo se prolonga sobre el optimismo de los filósofos de la naturaleza. Le recuerdo una frase de Leibniz, que me sorprendió leyendo su ensayo, en la que dice que el primer mandamiento moral en el orden práctico es mantener la alegría y rehuir la tristeza. También le recuerdo una observación de Hypolite sobre Bergson, otro filósofo de la naturaleza. La alegre serenidad a que nos invita, parece casi sobrehumana, propia de dioses, pero, «hélas», nosotros, pobres criaturas, humanas, ¿estamos en condiciones de participarla?

—Saumells reconoce lo exacto de la observación. Siente por Bergson y por Leibniz una simpatía espontánea que no se basa exclusivamente en la comprensión de su pensamiento. Pero cree que su optimismo es natural. El encuentra la vida y el mundo agradables, dignos de ser vividos. Sólo piensa que duran demasiado poco.

—¡Lástima! –exclama; pero sin el menor gesto de tristeza.

Acostumbrados a las filosofías de la crisis y de la angustia, a las filosofías de la historia que son las filosofías del hombre desterrado, esta alegría de los filósofos de la naturaleza resulta hoy [155] una novedad y un consuelo. Es una alegría contagiosa y comunicable.

El diálogo aún continúa, pero los papeles se intercambian con frecuencia y me veo cogido por las preguntas de Saumells. Esto me hace recordar que nada define mejor la Filosofía que el diálogo. Siempre ha habido dos direcciones en las que la Filosofía se frustra: una está representada por aquellos filósofos a los que la angustia roe las entrañas con las puntas afiladas de un diálogo roto; otra, por aquellos que, con una serenidad helada y aséptica, tejen en las alturas el capullo metafísico de su vanidad. La soledad helada y la soledad hiriente son el término de estas dos formas de frustración filosófica que, a través de la historia se ejemplificaron de modos diferentes. El diálogo, en cambio, ha sido siempre la base viva de una filosofía lograda. Por el diálogo fluye la fecundidad de un pensamiento y por él continúa ardiendo la llama de una vocación del espíritu. Deseamos que en esta vocación y esta aventura que es la Filosofía, Saumells descubra nuevas tierras, las colonice y le quede aún tiempo para maravillarse y admirarse de lo bien hecho que está este mundo. Para muchos, su ejemplo será contagioso, benigno.

C. Cimadevilla

III

Un fragmento inédito de
«La conciencia objetiva y el espíritu»
Introducción al Cap. III.

La realidad física como forma del concepto

Desde Galileo hasta fines del siglo XIX, el realismo del hombre de ciencia dejó de ser, a pesar del Positivismo, una cuestión problemática para convertirse en un principio gnoseológico universalmente aceptado en la práctica de la investigación científica: existe una realidad en sí, objeto de teoría cinemática primero y de teoría mecánica después, cuya configuración infiere el científico del estudio y coordinación racional de un conjunto de apariencias.

La tarea llevada a cabo en los capítulos precedentes, ha consistido en un análisis de esta realidad teórica, para deducir de él los principios de la estructura del sujeto para quien esta realidad es tal, a título de contenido de sus conceptos. Estas meditaciones precedentes podrían presentarse, pues, en forma de una [156] deducción del sujeto hecha a partir del análisis de su objeto, entendido como «realidad mecánica», contenido de los conceptos de aquél.

El método del presente capítulo seguirá un curso contrario al del anterior; y contrario en dos aspectos:

En primer lugar, la inversión metódica consistirá en que la meditación empezará ahora por el sujeto. Se va a tratar de inferir del estudio del sujeto qué clase de realidad es la que corresponde a sus conceptos, realidad a la que llamaremos en general «realidad física». Desde este punto de vista, la investigación a emprender podría entenderse como una deducción del objeto hecha a partir del examen del sujeto. Pero, además, la inversión metódica aludida consistirá en que dicho examen del sujeto no será llevado a cabo por vía de análisis sino por vía de síntesis. Se tratará, pues, aquí, de una deducción del objeto que corresponde a una conciencia objetiva definida progresivamente por vía de síntesis, de integración.

La edificación de la Mecánica presupone –como se ha visto detenidamente– un empobrecimiento de la realidad misma sobre la que dicha ciencia versa: la realidad de la cual la Mecánica pretende hacerse problema propio presenta inicialmente aspectos y características que vienen a caer en definitiva fuera de su alcance posible. La Mecánica racional ha aparecido cuando el hombre de ciencia ha sabido eliminar de dicha realidad todas las notas que no podían ser incluidas dentro de los conceptos que la Mecánica puede rectamente definir.

En el presente capítulo haremos una constatación inversa: veremos ahora que el sujeto de la realidad física es más rico que lo que toda forma de examen introspectivo pueda revelarnos. He aquí por qué en vez de proceder a un análisis de la conciencia objetiva, llevaremos a cabo la tarea de construirla, de obtener por síntesis dicha conciencia. El objeto de la teoría física no puede definirse con independencia de la conciencia para la cual es objeto. Pero, por otra parte, la conciencia dentro de cuyo ámbito se define el objeto verdadero de la física, no coincide con la noción de conciencia tal como comúnmente la entendemos.

Hay en el hombre un conocimiento de cosas que no es científico; un conocimiento montado sobre presupuestos que no son los propios del conocimiento físico. Hay una forma de ejercicio acientífico o precientífico de la conciencia objetiva que delimita objetos que no lo son de ciencia en sentido estricto. Hay, si se quiere, un uso pragmático de la conciencia objetiva que define al objeto meramente como jalón del perfil de una acción [157] posible: «aquella piedra es algo con lo que tropezaré si no cambio la dirección de mi paseo».

El fundamento de la interpretación pragmática del objeto de conciencia es solidario de una tendencia que nos conduce a interiorizar nuestras acciones y a exteriorizar nuestros actos. Esta tendencia nos lleva a interpretar el tiempo, la duración continua, eje de toda acción, como una condición definitiva de la subjetividad, como una condición esencial interna de la conciencia, mientras que, por el contrario, atribuimos al espacio, a la extensión, la función de urdimbre fundamental de la exterioridad. He aquí por qué nos parece a nosotros mismos estar situados en el tiempo a título de sujetos y en el espacio a título de cuerpos, de cosas. Esta disposición es el horizonte útil desde el cual vemos por la parte de dentro las acciones en que consiste nuestro obrar y por la parte de fuera, en forma de configuraciones, los actos en que consiste nuestro entender.

El método por medio del cual establece Bergson su tesis capital de la constitutiva temporalidad de la conciencia, es en cierto sentido un método analítico de remoción. Existen ciertamente obstáculos, hemos contraído hábitos pragmáticos que nos obstruyen la intuición directa e inmediata de nuestra substancial temporalidad. He aquí, pues, en qué va a consistir la tarea previa que ha de llevar a cabo quien desee acceder a la contemplación filosófica: suprimir todo elemento que se interponga entre nuestra intuición y la duración nuestra y de todas las cosas que, en tanto que constitutivamente duraderas, son el objeto propio de verdadera teoría.

El método que nos va a conducir a la tesis de la intemporalidad de la conciencia objetiva discurrirá, como se ha dicho, en sentido completamente inverso: nuestra tarea no va a cifrarse en un método de remoción sino en un método de integración. Contrariamente el bergsonismo que busca en las profundidades de la interioridad, hurgando por debajo de un sedimento de rígidos esquemas pragmáticos y conceptos fosilizados, el manantial vivo de la duración del ser y de la Conciencia, va a reconstruirse la intemporalidad de la conciencia objetiva buscando en su horizonte exterior, para restituírselos, los actos que en forma de imágenes ha expelido fuera de sí misma.

La conciencia dura y la conciencia permanece. Si una exhortación debiera hacerse al lector, sería la de postergar todas las soluciones que subordinan el uno, al otro los dos extremos de esta contradicción (para resolverla así de algún modo) optando por incorporarla definitivamente en su depurada y fecunda significación conflictual. [158]

Propongamos por medio de un ejemplo privilegiado en filosofía, el sentido de esta exhortación: Nuestra acción, pongamos por caso el hecho de pasear, para fijar ideas, presenta además de su interna duración continua, una perspectiva exterior dada en el espacio, en forma de coexistente trayectoria del paseo. En virtud de una disposición dada en mi conocimiento, creo apercibirme de una correspondencia inmediata entre el proceso interno del paseo desde el punto de vista exclusivo de su duración y la trayectoria espacial, el lugar dado en coexistencia, dentro del cual el paseo discurre. Ante esta correspondencia, podemos caer en el error –error que Bergson nos enseña a evitar– de entender el ser propio de este decurso interno del paseo a través de las condiciones que son sólo propias de la trayectoria exterior por medio de la cual el movimiento queda puesto de manifiesto ante la conciencia objetiva.

Esta disociación aludida es necesario llevarla más lejos de lo que esta sumaria referencia al pensamiento de Bergson parece invitarnos. Pudiera ocurrir, ciertamente, que, aun dentro de los presupuestos mismos del bergsonismo nos creyéramos autorizados a aceptar la inmediata asociación del movimiento directamente intuido con el movimiento representado al socaire de una restricción que conviene exponer para eliminarla de raíz a partir de aquí.

La restricción, dentro de la cual admitiríamos esta articulación, queda contenida en las dos tesis complementarias siguientes:

A) El movimiento representado es el mero fenómeno del movimiento intuido en tanto que realidad substancial.

B) El aspecto fenoménico de toda realidad substancial carece en cuanto a tal de valor especulativo; las cosas aparecen a la conciencia objetiva no para ser intuidas y así rectamente entendidas, sino para ser conceptuadas y así manufacturadas.

En función de estas observaciones, se impone una opción inicial ante esta disyuntiva: o bien afirmamos en general la unidad de la substancia –en particular, la unidad en sí del aspecto intuido y el aspecto representado del movimiento– negando, en consecuencia, el valor especulativo del concepto, o bien negamos dicha unidad inmediata para fundar en esta negación el valor especulativo del concepto, su alcance sobre la realidad.

Optar por el segundo extremo de la disyuntiva propuesta supone, pues, conducir hasta sus últimas consecuencias la desarticulación del aspecto intuido y el aspecto representado que en el caso del movimiento nos aparecen inicialmente como la [159] cara y la cruz de una misma moneda, de una misma realidad. Esta desarticulación ha de tener, sin embargo, en cuenta cabal los principios y las conclusiones de la meditación de Bergson: la continuidad temporal, del movimiento no puede ser jamás objeto de ningún concepto. La afirmación del valor especulativo del concepto físico pondrá la continua duración intuitiva fuera del alcance posible de todo concepto; la intelección física será una intelección discontinua. La interiorización del acto comporta la exteriorización de la continuidad de la duración y de toda acción que se desenvuelva bajo su eje fundamental. Así como la disposición originaria de la subjetividad, tal como Bergson la establece, se constituye en el horizonte natural y adecuado para una teoría intuitiva de la Vida, la disposición contrapuesta se presentará como el horizonte adecuadísimo de una teoría conceptual de la Conciencia Objetiva. Si la primera nos pone como objeto inicial de estudio, el tiempo vivido como contenido de la intuición, la segunda nos referirá directamente al tiempo pensado como forma del concepto...

Roberto Saumells

 


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