Filosofía en español 
Filosofía en español


Documento-plataforma fraccional de Fernando Claudín
acompañado de las “notas críticas” de la redacción de Nuestra Bandera

El estado de las fuerzas democráticas y de las fuerzas oligárquicas

Yo creo que frente a todos estos factores –la fase actual del desarrollo capitalista de España y sus perspectivas, el estado actual de las fuerzas sociales, la preparación y organización de las nuevas fuerzas políticas del capital monopolista, los factores internacionales– ¿cuáles son las posibilidades de las fuerzas revolucionarias y democráticas?

En primer lugar, la fuerza principal es nuestro Partido en este orden. Yo creo que nuestro Partido cuenta con una influencia importante hoy en la clase obrera industrial, en el proletariado agrícola. Es una influencia importante, pero que sólo en condiciones de libertades políticas se transformará en una influencia mayoritaria y con un carácter de organización de masas. Yo creo que en los campesinos pobres y medios nuestro Partido tiene una influencia, particularmente en los primeros, pero con mayor razón aún que entre la clase obrera serán necesarias esas condiciones para que esa influencia se extienda y se convierta en una fuerza organizada. Hoy en este sentido todavía estamos al comienzo nada más.

En las capas medias urbanas no capitalistas, ahí verdaderamente tenemos casi todo por hacer. Esas condiciones de libertad son aún más necesarias. Yo creo que el desarrollo del Partido desde el VI Congreso confirma estos planteamientos. La represión sola no explica las dificultades y el retraso, aunque haya sido en determinados momentos un factor muy importante. Hay el factor objetivo que representa el estado actual, real, de conciencia y de organización de las masas y la persistencia de una serie de condiciones objetivas derivadas de la falta de libertad para poderlas organizar.

Otras fuerzas democráticas: el Partido Socialista; el ala democrática del nacionalismo catalán, vasco y gallego; los núcleos católicos más de izquierda; otros grupos menos importantes. Estos grupos, todo este conjunto de fuerzas democráticas, juegan un papel hoy, lo van a jugar cada vez más. Dentro de ellas hay una serie de sectores que quieren un cambio político realmente democrático. Otros que se inclinan a un compromiso. aunque sea desde una especie de oposición constructiva, con una salida política dirigida por las fuerzas políticas ya indicadas del capital monopolista.

En este sentido el cambio en la base social del Partido Socialista que muchas veces hemos considerado derivado del crecimiento de nuestra influencia en la clase obrera, ese cambio, ese desplazamiento de la base social del Partido Socialista hacia las capas medias, las capas más reformistas de la clase obrera, contribuirá a reforzar esas tendencias de compromiso. Hay que tener en cuenta que en general en estas fuerzas democráticas domina todavía, en gran parte, la ideología occidental de unas u otras formas, la perspectiva de una evolución a la europea. No se plantean una revolución democrática que desaloje del poder al capital monopolista. Pesa considerablemente el temor a nuestra hegemonía, incluso en los que están por ciertos compromisos con nosotros. Pesa considerablemente la aspiración a evitar toda convulsión revolucionaria, el espectro de la guerra civil. [106]

Costa decía en su intervención que la salida de la oligarquía tiene enormes posibilidades y que la veía, no tanto en el aspecto económico, como en la solidaridad de clase. Y decía que esas revistas, corrientes, &c., están ayudando a esa salida: la legalización de esos partidos, mientras se refuerza la lucha contra el nuestro. La cuestión se va a resolver en una gran lucha política, quizá no en la etapa inmediata. Lo que es fundado, decía él, es el optimismo histórico.

Bajo la presión de las masas podemos llegar a ciertas alianzas, compromisos en la etapa actual, pero siempre que nuestros objetivos, nuestra perspectiva correspondan realmente al carácter de la etapa actual. En la etapa posterior, bajo la presión de la lucha de las masas, de que la base social de esas fuerzas adquiera una propia experiencia podremos irlas atrayendo a posiciones más radicales. Pero todo esto será un proceso. Y un proceso que puede ser largo. Podremos desarrollar, estamos desarrollando ya, formas directas de unidad y de organización de las masas; las desarrollaremos cada vez más. Pero hay que tener en cuenta que en la medida en que se abre toda la situación, en la medida en que todas estas fuerzas políticas empiezan a actuar más como tales fuerzas políticas, el peso de ellas, su interferencia en todo este proceso de unidad y de organización de las masas, será mayor también.

Nota crítica

En su conclusión F. C. reitera las mismas concepciones con que ha comenzado su documento-plataforma. Se detiene de nuevo en un análisis del estado en que se encuentran las fuerzas revolucionarias y democráticas y en sus «posibilidades». Su análisis peca de los mismos errores antidialécticos y subjetivistas en que incurre a todo lo largo del documento. Obsérvese que no juzga necesario pararse a examinar el estado de las fuerzas políticas ligadas a la oligarquía. Y sin embargo éste es un aspecto capital de la correlación de fuerzas.

En rigor las fuerzas de que dispone el capital monopolista son casi exclusivamente el aparato del Estado –particularmente el Ejército–; las estructuras administrativas a que han quedado reducidos el «Movimiento» y los sindicatos verticales; y el apoyo que pueda aún encontrar en altas jerarquías, de la Iglesia católica española. Se trata de instrumentos que en los diversos terrenos tienen un efectivo poder, nada subestimable. Pero no de partidos, u organizaciones políticas.

Están por ver los efectos que la crisis del régimen tendrá sobre el Ejército. Ya se habla del «apoliticismo» de las nuevas promociones de oficiales; en las condiciones actuales un oficial «apolítico» es el que no toma partido por el régimen, aunque tampoco por la oposición, y entiende mantenerse en el marco de sus deberes técnicos profesionales. Se habla también del «naserismo» de ciertos jefes y oficiales; no es fácil desentrañar el contenido de ese llamado «naserismo»; pero en todo caso, y por limitado que sea el número de los «naseristas», su existencia es precisamente un reflejo de la crisis actual en el Ejército.

De otra parte parece cierto que en la supresión del tribunal militar de Eymar ha desempeñado positivo papel la oposición a dicho tribunal de importantes sectores del Ejército. Y no hay que olvidar que la actitud del Ejército, obligó a fines del año pasado al gobierno a enterrar el proyecto de reformas militares de inspiración americana, a punto de promulgarse. En cualquier caso, cada vez aparece como más real la posibilidad de lograr una neutralización del Ejército –entiéndase aquí, de sus cuadros de mando– si el movimiento social en favor de un cambio de régimen alcanza el nivel que cabe prever. Y si se confirmase la posibilidad de llegar a un régimen de libertades políticas sin la oposición activa del Ejército, ése sería un cambio de calidad en toda la situación.

La Iglesia, a su vez, presenta hoy una situación que no es ni mucho menos «monolítica». Por primera vez, un obispo español ha hablado en el Concilio mostrándose favorable al diálogo con los marxistas. Es evidente que, en conjunto, la Iglesia está frenando la caída del régimen para que [107] sea menos aparatosa. Pero la crisis del régimen, por un lado; la presión de las masas y de los intelectuales católicos y la política de «aggiornamento» emprendida por Juan XXIII por otro, llevan también la crisis al seno de la Iglesia española, crisis que la liquidación del régimen agudizará seriamente.

¿Quiere esto decir que no haya intento de recomposición de nuevos equipos y nuevos grupos políticos de la oligarquía? Indudablemente, tales intentos existen. Sin embargo, por el momento, esos intentos no tienen desarrollo suficiente para juzgar seriamente de su porvenir.

¿Hasta qué punto esos equipos, esos grupos podrán ser reforzados con un mayor apoyo de sectores del Ejército y la Iglesia? Es indudable que no les faltarán apoyos importantes. Pero ¿serán éstos decisivos en una situación de libertades? Es cosa que está por ver. En todo caso es difícil que sean decisivos en el terreno electoral. Si el apoyo se prestara a estos grupos y equipos en otro terreno, eso ya no sería ni democracia ni siquiera «liberalismo»; es dudoso el éxito que pueda tener en el porvenir el intento de reeditar la sublevación franquista de 1936.

También pueden disponer estos grupos del apoyo de la finanza; ya se habla de un Comité de Banqueros, en el que participarían hasta los herederos de Juan March, constituido para respaldar a la «oposición liberal».

Sin embargo hoy es hasta difícil clasificar como hombres de la oligarquía, en el futuro juego político, a todos los que se mueven dentro de esos equipos y grupos. Y en último extremo es aventurado calibrar la influencia real que estos equipos podrán alcanzar entre las masas.

En el campo de la oposición democrática, como dice F. C. «la fuerza principal es nuestro Partido» que cuenta con una «influencia importante» entre la clase obrera industrial y el proletariado agrícola. Ahora bien, según F. C. «sólo en condiciones de libertades políticas se transformará en una influencia mayoritaria y con un carácter de organización de masas». En realidad esta perspectiva aparece a F. C. muy lejana. Y ciertamente, si la oligarquía monopolista tuviera garantizada la posesión del poder político en esta etapa histórica, resultaría muy difícil que el Partido consiga gozar de la libertad política durante ella.

Ahora bien, la visión del Partido como una fuerza mayoritaria de la clase obrera y como una organización de masas «sólo en condiciones de libertades políticas» está impregnada del mismo espíritu dogmático y antidialéctico de toda la concepción de F. C.

Es evidente que en una situación de libertades el Partido acrecerá su papel de dirigente de las masas trabajadoras y el propio carácter de masa de su organización. Hay que insistir una vez más, frente al documento-plataforma de F. C., que nuestro Partido no subestima la lucha por un régimen de libertades políticas, que nuestro Partido ha proclamado insistentemente que la primera fase de la etapa actual, en la que de momento concentra su principal esfuerzo, es la eliminación del fascismo y la conquista de las libertades democráticas. Todas las críticas que dirigen ciertos grupúsculos «izquierdistas» al Partido vienen precisamente de la importancia que éste da a la conquista de las libertades democráticas y a nuestra voluntad de entendernos para lograrlas con todos los que marchen hacia ellas, y de apoyar todo paso en su dirección, quienquiera que sea el que lo dé.

Nuestro desacuerdo con F. C. no se produce en torno a la importancia de la conquista de libertades políticas, más que en un aspecto, muy importante [108] por cierto: que nosotros concedemos a la conquista de libertades democráticas una significación mucho más elevada que F. C.; que nosotros pensamos que el simple hecho de lograr las libertades políticas abre en España, dado su régimen y sus estructuras, un proceso revolucionario, lo que no significa obligatoriamente un periodo de luchas armadas o de guerra civil, entiéndase bien.

Pero al nivel actual, distinto al que existirá con libertades, nuestro Partido es ya el más influyente entre los obreros industriales y agrícolas, y es ya una organización de masas, con todas las restricciones que la situación impone. Además, nuestro Partido tiene gran influencia entre los campesinos trabajadores y entre intelectuales y estudiantes. No hay otra medida para calibrar la fuerza de un partido revolucionario en esta situación que la lucha de masas. La lucha de masas en España ha logrado tal desarrollo que está imponiendo concesiones y modificaciones evidentes; la lucha de masas y las exigencias de éstas hacen poner el «grito en el cielo» –literalmente– a Ullastres; han hecho que estalle públicamente la división en el gobierno; han asestado un golpe fundamental a los sindicatos verticales e impuesto en la práctica el ejercicio de la huelga, las comisiones obreras, numerosas asambleas de trabajadores o de sus representantes. La lucha y la presión de masas ha puesto en crisis al SEU. La resistencia del campo a la política agraria del régimen ha tenido serias repercusiones. Está sobre el tapete el problema nacional de Cataluña, Euzkadi y Galicia. Crujen todas las estructuras fascistas.

Cierto, en esa lucha no interviene sólo el Partido, intervienen masas cada vez más amplias y otros grupos; pero ahí se afirma precisamente la influencia de la política del Partido. Todo ese movimiento, en sus grandes líneas, marcha en la dirección prevista y preconizada por el Partido. En la existencia de ese movimiento toma concreción material la fuerza del Partido. ¿Se puede negar esto sin caer en el subjetivismo más negativo?

Un Partido cuya política moviliza a centenares de miles de trabajadores de la ciudad y el campo, cuya organización agrupa varias decenas de miles de miembros, y ello bajo una dictadura fascista que le persigue brutalmente, ¿acaso no es ya un partido de masas? Indudablemente, si.

Y en el desarrollo previsible, antes de que se conquisten las libertades políticas, en el movimiento de masas creciente, el papel y la influencia del Partido se elevarán todavía más. Aun sin libertades políticas, el Partido desempeña –y desempeñará cada día más– un papel dirigente. Evidentemente, en condiciones de libertad democrática ese papel se manifestará de manera más elevada y concluyente. Precisamente a causa de esto ponemos tanta confianza en las posibilidades intrínsecas revolucionarias de una situación democrática.

Hay capas –sobre todo capas medias del campo y de la ciudad– en que, según F. C. «tenemos casi todo por hacer». Mirando las cosas superficialmente F. C. parece tener razón. Pero al hacer esa afirmación F. C. olvida rasgos esenciales de esas capas, y no es posible un juicio objetivo, científico sin tenerlos en cuenta. Uno de dichos rasgos es el siguiente: esas capas no son las que desempeñan en ninguna lucha revolucionaria un papel activo, de vanguardia. Generalmente esas capas se caracterizan por su inmovilismo, y por eso a veces suelen aparecer como el sustentáculo de todos los regímenes establecidos; se ponen en movimiento muy tardíamente y generalmente a remolque de las clases de vanguardia. Ya es un dato positivo –y muy importante– que esas capas no sean, en general, adeptas al régimen; que sean en su mayoría antifranquistas, aunque su antifranquismo sea –como es lógico– pequeñoburgués, timorato, impregnado de conservadurismo. Pero hoy no se oponen, y en gran parte la ven con simpatía, a la lucha de la clase obrera. Eso se refleja [109] en Asturias, en la solidaridad de esas capas con los mineros; se refleja también en el movimiento intelectual y estudiantil que tiene su origen precisamente en esas capas. No se trata de que entre ellas «esté casi todo por hacer» –sin negar la necesidad de un esfuerzo mucho mayor–, sino, sobre todo, de que su propia situación y carácter social no lleva a esas capas, como tales, a asumir un papel de punta en la lucha, en las condiciones concretas de España.

Es evidente que en otras fuerzas democráticas –socialistas, nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, católicos y otros grupos que empiezan a ocupar posiciones más activas– no hay igual claridad y precisión que en nosotros sobre los problemas y el carácter de la revolución democrática antifeudal y antimonopolista. En la medida en que no son revolucionarios consecuentes surgen entre ellos tendencias a resolver la situación por compromisos. Pero éste no es ningún descubrimiento, ningún rasgo peculiar de este momento; es una característica en cierto modo permanente de esas fuerzas. Ninguna de ellas posee una concepción global, como la nuestra, de la revolución democrática; los socialistas, por ejemplo, no han comprendido nunca el problema nacional y el problema campesino; ahora una parte de ellos empieza a mostrar cierta comprensión hacia estos problemas, es ya un progreso.

Pero por unas u otras razones, más parciales o más generales, más o menos conscientes, esas fuerzas están también interesadas en cambios democráticos. Lo que va a decidir definitivamente su camino es la lucha de masas y la experiencia. Y el caso es que ya hoy esas fuerzas, en la medida en que existen organizadamente, comprueban cada día que su propio desarrollo está ligado a su participación en la lucha de masas. Ello explica la intervención bastante amplia, desde luego creciente, de católicos y nacionalistas en la lucha.

No hay que olvidar que también sus tendencias al compromiso con fuerzas oligárquicas están frenadas por dificultades objetivas: el extremo reaccionarismo de las fuerzas oligárquicas, la misma presencia de Franco que no facilita tales compromisos.

Es un hecho, por ejemplo, que todos los intentos de alianzas antifranquistas excluyendo al Partido Comunista han fracasado.

Por otro lado la oligarquía, el estado de cuyas fuerzas políticas ya hemos descrito, se obstina en no reconocer a la oposición ligada al régimen republicano y en fabricarse una «oposición» de recambio, para «andar por casa». Por cierto, quienes se hagan ilusiones sobre esa «oposición doméstica» tendrán un cruel desengaño; en cuanto tuviera que afrontar de verdad el sufragio universal la «oposición doméstica» no resistirá la prueba. Si se quiere hacer política de cambios, no es posible desestimar la profundidad de la desafección al fascismo y a todo lo que aparezca ligado con él, o nacido bajo su ala, en el momento en que el pueblo pueda pronunciarse con un mínimo de libertad.

Hay ya, sin duda –y mejor dicho, habrá– un cambio social en la composición del Partido Socialista. Pero si éste se produce en la forma que dice P. C., por el desplazamiento de su base social hacia las capas medias, la primera consecuencia no sería –como dice F. C.– el reforzamiento de las «tendencias de compromiso». La primera consecuencia será –¿no está siéndolo en cierto modo ya?– una pérdida de fuerza e importancia del Partido Socialista –lo que por otro lado echa por tierra el esquema «liberal» basado en el turno pacifico «democracia cristiana-socialdemocracia»–. Si ese desplazamiento de base social se realiza, el Partido Socialista será el equivalente [110] del de Saragat en Italia, pero falto del de Nenni, o de los dos partidos en que éste acaba de fraccionarse. La democracia cristiana –o, más probablemente, los diferentes grupos que se inspiren de ese nombre– disputarán con bastantes posibilidades la clientela de las capas medias al Partido Socialista.

Precisamente los peligros que tal desplazamiento implica para el Partido Socialista pueden tener efectos distintos a los que prevé F. C.; es decir, un empeño probable del Partido Socialista por conservar su influencia, o parte de ella, entre la clase obrera, podría llevarle no a posiciones de «compromiso» –por lo menos durante una fase de reconstitución– sino a posiciones de izquierda. En este sentido no es casual que los grupos socialistas del interior, incluso los creados sobre la base de elementos de esas capas medias, tengan mejor actitud hacia la unidad de acción con el Partido Comunista que los ejecutivos de Toulouse, que viven todavía en el año 30.

Sobre todo esto el tiempo dirá. Pero en todo caso las especulaciones de F. C. son, por lo menos, muy prematuras.

F. C. se refiere al dominio de «la ideología occidental» entre estas fuerzas; ¡concepto bien vago, ése, difícil de descomponer y precisar! Durante un tiempo la «ideología occidental» eran los americanos, el ofrecimiento a servir la política agresiva de éstos, para lo que ciertos dirigentes de oposición negaban calidades a Franco. Pero las masas, ¿compartían esta actitud? Es muy dudoso.

Después, durante un período, la «ideología occidental» ha sido particularmente el Mercado Común. Respecto a éste es verdad que numerosos elementos de la pequeña y la media burguesía estuvieron ilusionados, porque se les presentaba el M.C. como la vuelta a los «buenos viejos tiempos» –que no volverán– del libre cambio y la libre concurrencia, a un período del desarrollo capitalista en que sueñan el pequeño y el burgués medio. ¿Perduran en la misma medida esas ilusiones? Es dudoso, más cuando la lucha interimperialista dentro del MC ha conducido a éste a una crisis que puede aún agravarse; y cuando la pugna entre los grandes mastodontes monopolistas europeos, y entre éstos y los americanos, estremece y asusta a nuestros –pese a tener el Estado– raquíticos monopolios, que temen verse triturados entre los gigantes y se refugian en el cauto proteccionismo arancelario.

La «ideología occidental» –y las contradicciones imperialistas, y el Concilio Vaticano II no son ajenos a este resultado– es una cosa cada vez más confusa, más vaga.

A no ser que se reduzca la «ideología occidental» a la defensa del capital monopolista, en cuyo caso puede decirse sin temor a equivocarse que la inmensa mayoría de los españoles no comparten la «ideología occidental».

No puede confundirse el deseo de resolver los problemas nacionales por un camino democrático y pacífico –deseo que es profundo– con la aceptación de la «ideología occidental». Precisamente el Partido se esfuerza por conducir los acontecimientos por ese camino democrático y pacífico, y a eso responden toda su concepción y toda su táctica. Pero España es quizá el país europeo donde la llamada «ideología occidental» tiene menos adeptos entre las masas trabajadoras. Por lo que concierne a las clases dominantes, su «ideología occidental» verdadera, es el fascismo, el integrismo, la reacción y la violencia, o cuando más un «liberalismo» formal decimonónico.

(Entre paréntesis conviene decir que F. C. presenta aquí, como en otros momentos de su documento, completamente deformadas las posiciones del camarada Costa, que mantuvo a todo lo largo de la discusión una oposición resuelta a las de F. C.). [111]

En el último párrafo F. C. reconoce la posibilidad de ciertas alianzas o acuerdos, «pero siempre que nuestros objetivos, nuestra perspectiva, correspondan realmente al carácter de la etapa actual». Ya hemos dicho, conforme al programa del VI Congreso, que la etapa actual es la de la revolución democrática antifeudal y antimonopolista. Parte de esa etapa, su fase previa, es la eliminación del franquismo y la obtención de libertades políticas. Para esta fase nosotros proponemos reivindicaciones esencialmente políticas; estamos dispuestos a marchar con todos los que coincidan en todas o en parte, y lo hacemos ya en la práctica de cada día. Las alianzas que logremos en esta fase facilitarán el desarrollo de las alianzas necesarias para toda la etapa democrática; vemos ese desarrollo como un proceso en que las diferentes fuerzas democráticas, al contacto con la realidad, con la experiencia, como ya sucedió en otros períodos, irán avanzando sus posiciones, adelantando. Si fuese esto lo que F. C. quiere decir no haría falta el escándalo que ha armado ni el intento de crear una fracción; sin duda F. C. quiere decir otra cosa.