Filosofía en español 
Filosofía en español


razas

La colonización española liquidó el problema racial desde sus orígenes

por Lig.

Paulo IIIHernán Cortés
S. S. Paulo III acabó la rebelión contra la racionalidad de los indios
Hernán Cortés, verdadero fundador de la Nación Mexicana

La situación de los españoles al llegar a lo que más tarde fuera la Nueva España, era indudablemente más difícil que la actual de los norteamericanos ante su población indígena y negra. Decimos actual, porque el problema de las razas en los Estados Unidos, existe claramente y explota como lo hemos visto en los periódicos. Y sin embargo, en ese encuentro que fue la Conquista, independientemente de la destrucción lógica que lleva una guerra, fue eliminado inmediatamente el problema de la diferencia de las razas. La misma idea de la Conquista y la de la población llevaba implícita una superación de las diferencias.

Lo primera que vamos a encontrar, lo diremos con una cita de D. Toribio Esquivel Obregón: «La influencia de la Iglesia en la formación del derecho en Nueva España no sólo es indiscutible, sino de primer orden: basta recordar que los Reyes de España, no considerando suficiente título para la dominación en América la materialidad del descubrimiento, apenas realizarlo éste acudieron al Pontífice Romano solicitando la aprobación de la empresa, y que él la concedió por medio de la bula Inter Caetera, a condición de que había de procurarse la difusión de la fe católica entre los nativos, condición innecesaria, dada la catolicidad española y que, interpretada en las primeras instrucciones que los Reyes Católicos dieron a Colón, en el texto del testamento de la reina Isabel, y en múltiples disposiciones incorporadas en las leyes de Indias, fue la base de los derechos de los indios a sus propiedades, a su libertad y aun a su autonomía; y aun fue la base de la libertad para emitir opiniones sobre asuntos relacionados con la colonización por españoles de todas categorías, y la fuente de las encomiendas con sus derechos y obligaciones de cristianizar a los indios, y de múltiples pragmáticas, ordenanzas y reales cédulas que tendían a armonizar la vida de los conquistadores con los conquistados sobre el constante supuesto de la supervivencia y elevación de éstos.» (Apuntes para la Historia del Derecho en México, T. II p. 568).

De manera que en tres representantes del catolicismo tenemos que encontrar el pensamiento unánime que incorporó a los indios a la Iglesia: en el Pontífice, en el Emperador y en los conquistadores. Al incorporarlos, eliminó el agudo problema racial que otros no han resuelto, menos afortunados que nosotros.

«Condición innecesaria», llama el autor citado a la de la difusión de la fe católica entre los indígenas, y es exacta la afirmación, porque nacía de la fuerza misma de las convicciones de los hombres de la Conquista. Y hubiera sido condición imposible si tan recios soldados no hubieran sido al mismo tiempo cumplidos cristianos.

Había, además, un ámbito de internacionalismo entre ellos que hacía posible un encuentro de razas diversas, sin que esto implicara un choque esencial. Internacionalismo en el buen sentido europeo, no en el subversivo de la política destructora, sino de unidad de la cristiandad hasta entonces conseguida. Esta ausencia de prejuicios nacionales, hacía posible encontrar en la lista de los conquistadores a hombres de todos los pueblos de Europa: preeminentemente españoles, pero también alemanes, franceses, griegos, italianos, flamencos, &c. Tan unidos, que muchos de ellos hasta traducían su nombre, no para evitar oposiciones, que no había, sino para sentirse más a gusto con los mismos españoles, más identificados. Esa mima plasticidad del idioma, entonces tan joven y tan flexible, permitía que todos llegaran y se sintieran como en propia residencia.

Resulta un poco desconcertante, cuando la propaganda anti-española habla de los exclusivismos raciales de los conquistadores, darse cuenta de que esto es una de las muchas leyendas que han sido fomentadas. Para el español, lo suyo, era lo europeo, sinónimo de lo católico; lo ajeno y adverso, era lo antieuropeo, sinónimo de anticristiano: el moro y el judío. Ni hubo prejuicio para que cualquier habitante de Europa llegara a la América, siempre que pudiera demostrar su pureza de sangre, que era su catolicismo tradicional.

Ya en su Carta Cuarta de Relación, Hernán Cortés puede informar a Carlos V de los pasos de la población de los indios en Tenoxtitlán:

«…trabajé de recoger a todos los naturales, que por muchas partes estaban ausentados desde la guerra… hice a un capitán general que en la guerra tenía, y yo conocía del tiempo de Moctezuma, que tomase el cargo de tornar a poblar. Y para que más autoridad su persona tuviese, tornéle de dar el mismo cargo que en tiempo del señor tenía, que es ciguacoat, que quiere decir tanto como lugarteniente del señor; y a otras personas principales, que yo también asimismo de ante conocía, les encargué otros cargos de gobernación desta ciudad, que entre ellos se solían hacer; y a este ciguacoat y a los demás les di señorío de tierras y gente, en que se mantuviesen… y he trabajado siempre de honrarlos y favorecerlos; y ellos lo han trabajado y hecho tan bien, que hay hoy en la ciudad poblados hasta treinta mil vecinos, y se tiene en ella la orden que solía en sus mercados y contrataciones; y heles dado tantas libertades y exenciones, que cada día se puebla en mucha cantidad, porque viven muy a su placer, que los oficiales de artes mecánicas, que hay muchos, viven por sus jornales, entre los españoles: así como carpinteros, albañiles, canteros, plateros y otros oficios; y los mercaderes tienen muy seguramente sus mercaderías y las venden; y las otras gentes viven dellos de pescadores, que es gran trato en esta ciudad, y otros de agricultura, porque hay ya muchos dellos que tienen sus huertas, y siembran en ellas toda la hortaliza de España que acá se ha podido haber simiente.»

Larga es la cita, pero fundamental y poco conocida sobre los esfuerzos y la técnica de la colonización: con sus propias autoridades, ejercida ésta por distinguidos sujetos de la tierra, con un régimen de protección desde el primer momento de paz, el recio conquistador llevaba a la práctica las ideas imperiales. Pero no como quien simplemente ejecuta una orden, sino como se desarrolla una actividad que nace espontáneamente, hasta producir un placer. No de otro modo tiene que entenderse la frase de la cita anterior: y he trabajado siempre de honrarlos y favorecerlos; y ellos lo han trabajado y hecho tan bien. Sólo el hombre contento con su esfuerzo puede pronunciar esas palabras.

Había un perfecto acuerdo entre el Emperador y sus Capitanes. Por eso Carlos V puede escribir a don Fernando el 15 de octubre de 1522, después de nombrarlo gobernador y capitán general de la Nueva España: «Por ende yo vos mando y encargo que uséis de los dichos oficios conforme a ellos, con aquella diligencia e buen recaudo que a nuestro servicio, y a la ejecución de la nuestra justicia y población de esa tierra convenga, e Yo de vos confío: que como dicho es Yo envío en mandar al dicho adelantado que no haga cosa alguna que pueda ser perjudicial a la dicha vuestro gobernación, e a la paz e sosiego de esa tierra, y que principalmente tengáis grandísimo cuidado y vigilancia de que los indios naturales de esa tierra sean industriados e doctrinados, para que vengan en conocimiento de nuestra santa fe católica, atrayéndolos para ello por todas las buenas mañas e buenos tratamientos que convenga, pues (a Dios gracias), según vuestras relaciones, tienen más habilidad y capacidad rara que se haga con ellos fruto y se salven, que los indios de las otras partes que hasta agora se han visto, porque este es mi principal deseo e intención, y en ninguna cosa me podéis tanto servir.» (Alamán, Disertaciones, T. I, apéndice I.)

Esta finalidad religiosa, apostólica, sobrenatural, esta forma de enfrentarse al problema, dentro de un amplio espíritu internacional, es lo que permite la consolidación de la conquista, sin los males que en otras condiciones hubieran padecido las masas indígenas. Pero había algo más, delicado en exceso.

Los hombres del siglo XVI, relacionaban los actos de su vida cotidiana, aun los más ínfimos, con la gran doctrina que iluminaba sus conciencias. Positivamente se les volvían algunos actos verdadero «caso de conciencia». Y entonces tomaban la palabra los teólogos. El teólogo iba a discutir de la licitud o ilicitud del acto realizado o por realizarse. No como referido a un tercero, ajeno a la religión, que podía resolver la dificultad planteada, sino directamente respondiendo dónde estaba lo permitido y dónde empezaba lo prohibido para los cristianos.

Por eso el teólogo inmenso de las Relecciones de Indios, Francisco de Vitoria, presenta el problema limitativamente y con una inmensa fuerza y autoridad. Verdaderamente sorprende la enérgica forma de expresar su posición, la libertad con que sustentara su cátedra, la absoluta ausencia de halagos, la intrepidez para sostener los principios. «Porque en las coas que atañen a la salvación –así introducía el problema de las relaciones con los indios–, hay que creer a aquellos a quienes la Iglesia ha puesto para enseñar, y en los asuntos dudosos la resolución de los mismos es ley», agrega: «así, pues, entiendo que en las cosas dudosas hay que consultar a aquellos constituidos por ello por la Iglesia, como son los Prelados, los Predicadores, los Confesores y los peritos en las leyes divinas y humanas, pues en la Iglesia unos son sus ojos, otros sus pies, &c.»

Sienta Vitoria en la Primera Parte de su Relección, el derecho de los indios a propiedad, no obstante vivir en pecado mortal y ser infieles: «ellos estaban en pacífica posesión de sus cosas, pública y privadamente, y, por lo tanto, mientras no se demuestre razón opuesta, deben ser tenidos por dueños y no puede turbárseles en su posesión».

La Segunda y la Tercera Parte de las Relecciones, se refieren a los títulos no legítimos de dominio de los españoles y a los que podrían ser títulos legítimos de dominio. Aquí es donde aparece claramente el grado de libertad que se gozaba en la España Imperial: se consideran títulos ilegítimos ideas como estas: la voluntad del Emperador, precisamente porque carece de títulos para ser dueño del orbe. Y además, la voluntad del Papa, que «carece del dominio civil o temporal en todo el orbe; se entiende, en el sentido estricto del derecho o poder civil», y que aunque lo tuviera, «no podría trasmitirla –la jurisdicción– a los Príncipes seculares», y tampoco tiene potestad sobre los «indios bárbaros ni sobre los demás infieles».

Reconstrúyanse un poco la mentalidad de la época, y podrá verse entonces la soberana fuerza del pensamiento de Vitoria. Súbdito fiel, sacerdote y maestro de católicos, la fidelidad y el magisterio lo llevan precisamente a darse cuenta de las limitaciones del Emperador y del Pontífice: a darse cuenta de lo que ni ellos deben hacer, por no estar autorizados, ni los cristianos deben tampoco cometer, invocando la autoridad del Pontífice y del Emperador. Vitoria habla limitativamente, dijimos arriba: en defensa de los derechos de los indios, a quienes por otra parte no idealiza, como no los idealizara tampoco otro de sus inolvidables defensores: don Vasco de Quiroga.

Supera mucho el alcance de un artículo, así sea un leve comentario del eminente internacionalista que nos ocupa. En la Tercera Parte, al mencionar los títulos legítimos por los cuales los indios pudieron venir al dominio de los españoles, hay una proposición impresionante: «Cuarta proposición. Si allí –en la ciudad de los indios–, le nacieron hijos a algún español y quisieran estos ser tenidos por ciudadanos, no se les podría prohibir el ser de la ciudad ni negárseles las ventajas de los demás ciudadanos, es decir, siempre que los padres hubieren tenido allí su domicilio». Se le ha ocurrido a Vitoria, precisamente lo contrario de lo que se les ocurre a quienes se dicen enemigos de las teorías racistas: reclamar la ciudadanía indígena, «cumpliendo, como ellos –los otros extranjeros incorporados– las cargas y condiciones impuestas». Y no reclamarla por causa de fuerza o para privilegio, sino por razón de derecho, porque «aquel que nace en una ciudad no puede ser ciudadano de ninguna otra, y si no fuera de allí ciudadano no lo podría ser de ninguna otra parte. Y como entonces no podría tener ciudadanía en ningún sitio, quedaría privado del derecho natural y del de gentes». Ninguna doctrina de conquistadores ha imaginado, como la hispánica y católica, que pudiera el hijo de los vencedores quedar en el desamparo porque los nativos le negaban la ciudadanía.

Ser ciudadano indígena: verdadera categoría jurídica que enalteció a los hijos de los conquistadores, consagración del mestizaje, que tuvo su primera muestra en el noble hijo de Hernán Cortés. Y cuenta Pereyra de aquellos españoles que regresaron a la llanura de Castilla y los consumió la melancolía de estar lejos de la tierra por ellos dominada. Su nostalgia y su muerte, revela que no era pensamiento abstracto de teólogo la categoría del ciudadano indígena que consagrara Vitoria, sino humana realidad.

Una vez, la rebeldía de los hombres fue de tal naturaleza, que tuvo que hablar el Pontífice. Se había llegado hasta a negar la racionalidad de los indios. No debe sorprendernos esto, cuando vemos que sin negar la nacionalidad, los pueblos son capaces de establecer abismos sangrientos por el color de la piel. Y esto es más absurdo, porque siquiera los españoles equivocados, principiaban por negar que esos que parecían hombres, lo fueran. Tal actitud, ya implicaba un respeto al hombre mismo.

Entonces –siempre ha sido lo mismo–, habló el Papa. Es la Bula Sublimis Deus, la que pone fin a un debate. Sin comentario, transcribiremos el documento, menos conocido de lo que fuera de desearse.

«Paulo obispo, siervo de los siervos de Dios: A todos los cristianos que las presentes letras vieren, salud y bendición apostólica. El excelso Dios de tal manera amó al género humano, que hizo al hombre de tal condición, que no sólo fuese participante del bien como las demás criaturas, sino que pudiera alcanzar y ver cara a cara el Bien sumo inaccesible, y como quiera que según el testimonio mismo de la Sagrada Escritura, el hombre ha sido criado para alcanzar la vida y felicidad eternas, y esta vida y felicidad eternas ninguno la puede alcanzar sino mediante la fe en Ntro. Señor Jesucristo; es necesario confesar que el hombre es de tal condición y naturaleza que puede recibir la misma fe de Cristo, y que quien quiera que tenga la naturaleza humana es hábil para recibir la misma fe. Pues nadie se supone tan necio que crea poder obtener el fin, sin que de ninguna manera alcance el medio sumamente necesario. De aquí es que la verdad misma que no puede engañarse ni engañar, sábese que dijo al destinar predicadores de la fe al oficio de la predicación: Euntes, docete omnes gentes. A todas, dijo, sin ninguna excepción, como quiera que todas son capaces de la doctrina cristiana de la fe. Lo cual viendo y envidiando el émulo del mismo género humano que se opone a todos los buenos a fin de que perezcan, escogió un modo hasta hoy nunca oído para impedir que la palabra de Dios se predicase a las gentes para que se salvasen y excitó a algunos de sus satélites, que deseosos de saciar su codicia, se atreven a andar diciendo que los indios occidentales y meridionales y otras naciones que hemos tenido noticias, deben reducirse a nuestro servicio como brutos animales, poniendo por pretexto que son incapaces de la fe católica, y los reducen a esclavitud apretándoles con tantas aflixiones cuantas apenas usarían con los brutos animales de que se sirven.

«Por lo tanto Nos que, aunque indignos, tenemos en la tierra las veces del mismo Señor Nuestro Jesucristo, y que con todas nuestras fuerzas procuraremos reducir a su aprisco las ovejas de su grey de El que nos han sido encomendadas y que están fuera de su aprisco, teniendo en cuenta que aquellos indios, como verdaderos hombres que son, no solamente son capaces de la fe cristiana, sino ente (como Nos es conocido) se acercan a ella con muchísimo deseo y queriendo proveer los convenientes remedios a estas cosas, con autoridad Apostólica, por las presentes letras determinamos y declaramos, sin que contradigan cosas precedentes ni las demás cosas, que los indios y todas las otras naciones que en lo futuro vendrán a conocimiento de los cristianos, aun cuando estén fuera de fe, no están, sin embargo, privados, ni hábiles para ser privados de su libertad ni del dominio de sus cosas, más aún, pueden libre y lícitamente estar en posesión y gozar de tal dominio y libertad, y no se les debe reducir a la esclavitud, y lo que de otro modo haya acontecido hacerse, sea írrito, nulo y de ninguna fuerza ni momento, y que los dichos indios y otras naciones sean invitados a la dicha fe en Crispo por medio de la predicación de la palabra de Dios y del ejemplo de la buena vida: y que a copias las de las presentes letras firmadas de la mano de algún notario público y corroboradas con el sello de alguna persona constituida en dignidad eclesiástica, se ha de prestar la misma fe. Despachada en Roma, en San Pedro, el año de la Encarnación del Señor de mil quinientos treinta y siete, a los dos de junio, de nuestro Pontificado el año tercero.»

El documento anterior, liquidó desde los primeros tiempos de la colonización de la Nueva España, el problema de las razas. Nunca se volvería a levantar, porque estaban anticipadamente de acuerdo con el Pontífice el Emperador, en Europa; los conquistadores, en las nuevas tierras descubiertas; los teólogos en las cátedras de las universidades. Millones de indígenas fueron beneficiados por esa maravillosa coincidencia, espejo de una Europa cristiana, unificada y apostólica. Luego que dejó de serlo, vimos de nuevo en el mundo, y elevada a principios, la persecución racial.