Filosofía en español 
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opinión

En defensa de México

por Alfonso Junco

Alfonso Junco, el escritor que con talento, dedicación y finura ejemplares ha defendido desde largos años las causas y esencias de México, es desde ahora colaborador de “La Nación”, de la que ha sido siempre amigo. Lo presentarnos con honra a nuestros lectores.

El abismo de la guerra nos tiene ya prácticamente aislados de Europa. Cesa el intercambio económico. Y sin libros y publicaciones de allá, sobre todo españoles y franceses –cauces más familiares de nuestra comunicación con el mundo de la cultura y de las letras–, quedamos privados de aquel influjo ilustre, al propio tiempo que se intensifica, múltiple y avasalladora, sin cotejo ni compensación, la influencia del vecino poderoso.

Al cultivar con él una amistad honrosa, digna y sincera, necesitamos, más que nunca, esforzarnos por salvaguardar nuestra profunda identidad; por mantener incólume y erecto nuestro espíritu; por defender y difundir nuestros modos auténticos de vida y de cultura.

Necesitamos justipreciar lo ajeno y valorarnos a nosotros mismos. Cultivar “la propia estimación”. No aceptar, con ánimo subalterno y suicida, todo lo que llega empujado por la potencia económica y política del fuerte.

Tienen las grandes naciones facilidad de levantar en altos pedestales lo propio, de inflar y propagar sus valores, de dar renombre y validez universal a lo suyo, aunque el mérito intrínseco quede muy por abajo de la difusión y de la fama. ¿No tuvo Pepe Elguero calidad periodística e intelectual superior a la de Brisbane? Y éste se hizo rico y mundialmente célebre, al paso que Elguero murió pobre y conocido sólo en México. ¿Hay proporción con el intrínseco valer? No, sino con la fuerza de los países respectivos.

Andan ahora nuestros diarios materialmente inundados de corresponsalías, reportazgos y comentos de procedencia estadounidense. ¡Y qué mediocridad de visión, qué angostura de juicio casi siempre! Aun prescindiendo de las frecuentes añagazas tendenciosas, ¡cuánta inferioridad y cuánta inepcia!

¿Y es justo y decoroso que eso difundamos en nuestra prensa, para intelectual nutrición de los mexicanos? ¿Es justo y decoroso que así se nos “administre el cerebro” desde el exterior?

La facilidad de esos servicios periodísticos, ya organizados y hechos, solicita nuestra abulia, se aviene con nuestra inopia de iniciativa y empuje. Pero ¿no podemos, no debemos suscitar gente nuestra, capacitada y responsable, que ilustre nuestros periódicos de comentos con sentido común y con sentido mexicano, que echen a oír la voz de la razón y el acento de nuestro espíritu?

Esto, que ejemplarmente se hace en “La Nación” –patentizando que tenemos la materia prima–, ¿por qué no hacerlo, en grande, en nuestros grandes diarios?

Va acrecentándose, también, la invasión del idioma.

Y solamente los superficiales y aturdidos no perciben que la lengua es una cultura; que la lengua es un espíritu; que la lengua se aprieta en lo recóndito de nuestras raíces psicológicas y vitales; que defender y acrisolar la lengua es defender y acrisolar lo más profundo y entrañable del alma colectiva.

Con patriótico ingenio objetivaba “La Nación”, hace algunas semanas, el diluvio de letreros “pochos” que ahogan nuestra ciudad. La propensión a la copia, la facilidad para el remedo, se exhibe en atolondradas evidencias de subordinación. Parecen minucias: son esencias.

¿Costaría alguna cosa poner invariablemente nuestros rótulos en castellano? Si hay disposición gubernativa en tal sentido, urge hacerla cumplir, si no la hay, urge darla. Y urge, por sobre la presión oficial, que los hombres de México sintamos este incentivo del decoro, y tengamos a honor el auge de nuestro idioma y a vergüenza su desdén.

Las gentes de negocios, los jefes del comercio y la industria, pueden, en este orden, sacudir una rutina y cumplir una tarea tan fácil como fértil. Enormemente acrecidas, por el apremio de las circunstancias, nuestras relaciones económicas con los Estados Unidos, toda nuestra correspondencia para ellos debe ser en español. Así como ellos escriben –con raras excepciones– en inglés, nosotros debemos escribir en castellano. Recíproco es el interés –quizá mayor el suyo ahora–, y no hay motivo que justifique este abajamiento de adoptar en el trato de negocios la lengua del vecino.

Si almilla institución de allá no entiende nuestro idioma, palpará la necesidad de tener quien lo entienda. Y esto dará ocupación a gentes de nuestra lengua. E invitará a su estudio. Y hará que más se estime, por la necesidad de conocerla.

Lengua egregia, hablada por millones de hombres avalorada por una literatura de portentosa originalidad y opulencia, su estimación está en todas las gentes cultas. Y estará en todas las gentes de negocios, si los pueblos hispánicos, en el orden práctico, la hacemos respetar y prevalecer.

Y en todo así. Nuestra admirable arquitectura no debe suplantarse por esos cajones de cemento que son el triunfo del materialismo y la derrota de la belleza. Nuestro hogar, nuestras costumbres, saturados de espiritualidad y cortesía, no han de ceder a vulgaridades licenciosas. Nuestra rica, poética, pintoresca tipicidad, cargada de sentidos profundas, no ha de sumirse al peso de una estandarización aplanadora.

Lo pide la supervivencia de nuestra personalidad. Lo pide, también, el gusto de los inteligentes de afuera, que no viajan para encontrar la monotonía de la misma cosa, sino para descubrir y gozar esta otra cosa, fina y compleja, que somos.

Y, así como en el orden del espíritu, en el orden político y económico.

Decimos defender la democracia en el mundo. Pues lo primero es tenerla, auténtica, a domicilio, para defender una realidad y no un fantasma. Y en eso hay mucho que hacer, empezando por implantar una inflexible probidad en la esfera gubernativa: porque sin hombres íntegros y sanciones austeras, todos los formalismos no serán más que “fermosas coberturas” de la farsa, el soborno y la corrupción.

Decimos defender nuestra autonomía económica. Pues para ello no hay que estar pensando siempre en el préstamo y en la ayuda de afuera, sino en el propio esfuerzo, creador, organizado y coherente. Bastarnos, lo más posible, a nosotros mismos. Intensificar, con operantes garantías, nuestro empuje industrial, nuestra producción agrícola, minera y petrolífica. Asegurar, primero, nuestra propia alimentación; abatir el vuelo vertiginoso de los precios; estimular la iniciativa privada y no multiplicar esas empresas de Estado –tipo Zacatepec–, que tragan millones, crean parásitos y producen carísimo. Establecer y ampliar, por propia cuenta, nuestra comunicaciones marítimas, y no entregar al extranjero –como increíblemente acaba de hacerse en algún caso– los barcos incautados hace poco. Cuidar, con nuestro presente, nuestro futuro, para que la acumulación de deudas y la propia escasez, no nos deje mañana a merced del acreedor.

En la empresa hay que poner sagacidad, firmeza, intrepidez. La autonomía económica, como la autonomía espiritual, nunca es dádiva: siempre es conquista. Y no se alcanza con discursos, sino con hechos.

En este vasto empeño de la defensa del continente, lo primerísimo es, para nosotros, la defensa de México. La caridad bien ordenada, por casa empieza.

Lo primerísimo es, en todos los ámbitos, la defensa de México, desechando cuanto nos subordine y desfigure, fomentando cuanto nos fortalezca y nos afirme, poniendo en todo el sello de nuestra personalidad y soberanía.