Filosofía en español 
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La disgregación hispánica

por Alfonso Alamán

Disgregar viene del latín “disgregare” que, a su vez, lo forman “dis” y “grex”, el rebaño. Disgregar significa pues, la separación, la dispersión del rebaño, de la grey, o sea esa misma “grex” latina. Y ambas palabras, la latina y la española, representan la idea que Hernando de Acuña expresaba en su Soneto Imperial: una grey, el conjunto de individuos, que tienen características comunes, como las de religión y de raza, unidos y fuertes. Pero esos versos de Acuña, Felipe II, aplicándolos prácticamente, los comprendía y con el augusto monarca, los hispanos de aquel entonces, porque existía una grey hispánica.

Vale la pena volver a leer la primera parte del Licenciado Vidriera. No es sino el relato de las impresiones que un viajero español recibía al pasar por el Imperio español de Europa. No se trata de guerras, de enemigos, ni siquiera de subordinados ya que al estudiante Tomás Rodaja, naturalmente imperial, no se le ocurre ver en franceses, italianos, alemanes o flamencos otros elementos que los españoles y no encuentra malicia en las diferencias que nota. Así, los jóvenes aristócratas ingleses de los tiempos victorianos aprendían hebreo, griego o chino arcaicos pero no se preocupaban por los idiomas contemporáneos, seguros de la omnipotencia del suyo. Como ellos, pero mucho antes que ellos, Tomás Rodaja vagaba, indiferente y tranquilo, por la quieta y pacífica posesión de unos Estados que visitaba con ánimo sencillo. El estudiante salmantino individualiza esa grey hispánico, segura de sí y de su poder, que no ostenta lo que tiene, ni lo pregona.

Ese modo de ser hispánico perduró hasta fines del siglo XVII. Recuérdese la cólera de la Grande Mademoiselle, sobrina de Luis XIII, prima-hermana de Luis XIV y la primera princesa de la sangre de Francia, cuando, caravaneando a don Juan de Austria, bastardo de Felipe IV, a su paso por París, el regio ilegítimo le contesta con una leve inclinación de cabeza. “Il avanca a peine le pied”, escribe la guapa primota del Rey Sol, pero era tal el prestigio español que el más noble, el más rico y primer partido de Francia se tragó la bilis, se enfermó y, curado, se fue a Bruselas en pos del orgulloso don Juan.

Aunque orgulloso no es exacto. No había orgullo en el sentido vanidoso y rastrero de la palabra; había convicción infusa de un dominio indiscutido y con apariencias perennes. El mundo vestía de negro remedando los suntuosos terciopelos y satines que los virreyes de España paseaban en los palacios y en las batallas de Europa. La majestad católica, opulenta y caritativa, resplandecía soberana entre connatos de Estados aún semi-bárbaros que babeaban atónitos ante su grandeza civilizada, Louis Bertrand, académico de la Francesa y nacionalista furioso, reconoce que Luis XIV no fue, hasta después de la Montespan, sino un imitador cursi de las supremas elegancias españolas.

Por eso, cuando empezaron los fracasos y las derrotas; cuando el Borbón extranjero desdeñó al Escorial por la Granja, la estupefacción hispánica fue enorme, tanto que nació la duda propia. Surgió entonces esa vergüenza que sigue siendo nuestra primera característica: el complejo de inferioridad.

Aquí no tienen que ver nada Freud ni los psicoanalistas. El complejo de inferioridad hispano procede de dos fuentes netamente ciertas: la identificación con el catolicismo y su corolario, el espíritu de caridad.

Los triunfos de la Contra-Reforma y de la hispanidad (desde esa cúspide que fue el Concilio de Trento) fueron tales, llegaron a magnitudes tan fantásticas que no sólo difícilmente podemos concebirlos en nuestra época de mediocridades mecanizadas, sino que su lento ocaso desconcertó a las generaciones que lo presidieron y dejó clavado, en las siguientes, un estupor fatalista y perezoso del que aún participamos.

Cuando las tres potencias europeas herederas de España, Francia, Inglaterra y el conglomerado alemán, desdeñando todo ideal cristiano, se lanzaban voraces sobre los despojos del orden español, el mundo hispánico, católico, caballeresco e ingenuo, no se atrevía, no suponía siquiera poderles oponer una reacción nacional porque seguía creyendo en la perfección anhelada y perseguida durante dos siglos, de una Cristiandad ecuménica. Concomitantemente, manteníase aún en tal forma la firmeza estructural de la hispanidad, que los hispanos veían en el alzamiento europeo una efímera agitación política que, por serlo y por su falta de bases, no merecía la pena aplastarla. Consecuencia de ese altruista y erróneo concepto de la política, las guerras españolas nunca fueron de conquista ni de agresión. Es indispensable recordarlo, España luchó para defender o para apoyar los intereses católicos, nunca para lograr ventajas territoriales o económicas, puesto que las tenía todas. Peleó por caridad, por amor al prójimo, del mismo modo que luchan los misioneros contra el paganismo o contra sus derivados pseudo científicos, hasta las egoístas, cortesanas y dinásticas guerras borbónicas del XVII. Pero entonces, ya estaba en plena disgregación el mundo hispánico.

Viendo burlado su espíritu caritativo y el catolicismo arrinconado por sus remedos galicianos, protestantes o masónicos; viéndose distanciada materialmente y sintiéndose minada por su olvido del mantenimiento de su poder, la hispanidad se avergonzó de sí misma y se disgregó.

Sin embargo, aun en el siglo XVIII, a pesar de los afrancesados y de las nuevas doctrinas exóticas, el español se mantuvo unido y, aunque pasivo, permaneció intacto lo genuinamente español del imperio. Fue necesario el seísmo jacobino y ateo de la revolución francesa para desmoronar la mole. Y hay más: esa revolución la venció España, porque a Napoleón, la revolución triunfante, no lo vencieron prusianos, ingleses o rusos, lo derrotaron definitivamente los españoles. Por eso y con sobrada razón, llegado el arreglo de cuentas, no quiso el marques de Labrador, indignado de la ingratitud conservadora, firmar el protocolo del Congreso de Viena.

De la tormenta jacobina, el hispanismo salió ensangrentado y deshecho. Tanto en la metrópoli como en América, el complejo de inferioridad se desarrolló de tal manera que lejos de reaccionar hacia las claras nociones fecundas, los hispanos se embrutecieron en la absurda e incomprendida imitación de lo ajeno. Fue ese siglo XIX, estúpido y abominable, con traidores y con vendidos, con tiranos y con plebeyos, con máscaras de importación y con la creación artificial de conceptos irrespetados y ridículos.

Como en todos los países, en México, la tónica de ese siglo fue el combate en retirada de la verdad cristiana. Todavía no se cerraba el sepulcro del Cid, ultrajado por herejes y galeotes, pero aquellas mocedades mexicanas, en el albor del siglo, no oían “los brotes resonando con las glorias antiguas, ni veían rumbo a ningún destino”.

El abandono de la clásica, de la dura y verdadera verdad trajo poco a poco la anarquía, inevitable consecuencia del empirismo ignorante. Fue aquella verdad suplantada por floridos discursos de hombres orondos que si creían necesario el cristianismo para frenar egoístamente las pasiones de los pueblos, creaban, con la libre actividad burguesa, la lucha de los estamentos y hacían de cada hombre un lobo de recia quijada pronto a luchar por el mejor botín. Limitábanse a colocar ribetes cristianos sobre la realidad de una “razón” avital y artificiosa, con rótulos de libertad y progreso.

Ese siglo, con tantas melenas y envidias, tuvo, eso sí, “sueños de razón”. Dos elementos antagónicos que crearon monstruos híbridos, conceptos antisociales, antihumanos, larvas rampantes henchidas de odio y de miel. Sin embargo, había “sueños” aunque pocos de ellos fuesen claros. El hacendado criollo y el mestizo intrigante soñaban, y era aquello del monólogo de Segismundo. Y había “razón”, diosa liviana y prostituta, madre de analfabetos y de vanidosos. La petulancia enfática llenaba aulas, proclamas de generales, ensayos indocumentados de sabios de pacotilla. Se empezaba a oír la palabra “inquietud”. Esa famosa “inquietud”, tan manoseada, sinónimo pretencioso de desorden intelectual. Leer cuatro libros y embriagarse en tertulias con palabras sonoras, que algunos malhilvanaban en frases para verlas en letras de molde, esto y uno que otro fusilamiento, bastaba para crear una nación y cimentar un Estado.

Fue nuestro próximo pasado. Hoy, parecen claros síntomas de reintegración hispánica: revisamos valores, cotejamos glorias y surgen voluntades de auténtico patriotismo. Por eso, no me resisto a copiar el admirable soneto de Ramón de Basterra “a los jóvenes dolorosos”:

¡Oh, joven doloroso, joven triste
Que sufres como yo del mal de España
Y que una negación honda, en tu extraña
Tienes, clavada, contra lo que existe!

Tu virgen corazón vibra de saña.
De santa saña porque no tuviste
Lo que pidió tu amor cuando naciste!
De la Patria, una idea y una hazaña.

La general inepcia fue el veneno
Que atosigó tu juventud vehemente,
Y de asco y de dolor yo te sé lleno.

Más el futuro es nuestro y esa gente
Que hizo nuestra desgracia, se va al cieno.
Hermano, aquí va un ósculo en tu frente.

[ Texto corregido siguiendo lo advertido en el nº 27, página 13. ]