Mercurio Peruano
Revista mensual de ciencias sociales y letras

 
Lima, marzo de 1923 · número 57
año VI, vol. X, páginas 495-497

Juan A. Mackay

Los intelectuales y los nuevos tiempos

Conferencia pronunciada por el Dr. Juan A. Mackay,
en el Teatro de Cajamarca, el 16 de Noviembre de 1921

Señoras y señores:

En la presente semana se ha realizado un ensueño mío de muchos años. Cuando, muy muchacho todavía, leí aquel clásico histórico, «La Conquista del Perú», por Prescott, despertó en mí el vivo deseo de ver y pisar la antigua plaza de Cajamarca que dicho libro ha inmortalizado. Y ahora, después de largos años, tras una visita a la Madre España, tras paseos por repúblicas vecinas, y por otras regiones de ésta, tras una vida sedentaria en Lima, –todo lo cual no ha hecho sino conservar ardiente mi antiguo deseo,– vengo por fin a revivir el pasado y soñar de nuevo con el futuro, al pie de estas montañas.

Ciudades legendarias

Y, ¿qué impresión le ha hecho Cajamarca?, vosotros me preguntáis. Responderé a vuestra pregunta con las mismas palabras que dirigí al amigo que me acompañaba cuando, al atravesar el «Cumbe», llegamos donde la ciudad, la campiña y los cerros circunambientes se presentan por primera vez a los ojos del viajero. «Nunca he visto, –le dije,– una ciudad tan parecida a Granada.» Y ahora puedo decir que cuanto he visto y sentido durante los últimos días, ha confirmado ampliamente mi primera impresión de la semejanza entre vuestra ciudad y la bella y famosa ciudad andaluza.

Así por su topografía como por su historia, Cajamarca es un recuerdo de Granada. Esta verde campiña parece pedazo de [499] vega granadina. Santa Apolonia que domina la ciudad y el valle, es la Roca de la Alhambra en miniatura. Si bien ella no lleva sobre la cima un palacio legendario, lleva una silla esculpida en la viva roca, símbolo también de poder real. Los «Baños del Inca» tienen su contraparte en los lujosos baños de los reyes moros, mientras que la cima de la Sierra Nevada, que se yergue como centinela detrás de la última capital árabe, está reproducida en la cumbre de la helada cordillera que vela los destinos de esta ciudad. Y, por último, y para completar el paralelo, hay un lugar cerca de Granada, llamado el «Suspiro del Moro», donde el último rey árabe, Boabdil el Chico, lloró la pérdida de su Capital, lo mismo que hay un lugar en esta plaza donde Atahualpa, último príncipe de la dinastía del Sol, dio su postrer suspiro. Si, en la historia de Europa, Granada es el símbolo de la caída del Imperio moro, y de la conquista definitiva por los españoles de su propia tierra, Cajamarca es el símbolo en la historia del Nuevo Mundo, de la disolución de la última civilización autóctona y del principio del imperio colonial de España en la América del Sur. Granada y Cajamarca, ciudades legendarias, una por la naturaleza y otra por el Destino, os saludo, y en vos, a la raza que las conquistó.

Pero, ya que hemos invocado el pasado, pasemos a contemplar el presente y dar un saludo al porvenir. Al ruego del buen amigo «Mercurial», quien en calificativos que nada merezco, me acaba de presentar, voy a departir unos instantes con vosotros, sobre la época en que vivimos. Si lo que voy a decir ofendiera de cuando en cuando el buen gusto literario, empañando con barbarismos el idioma de Cervantes, me lo perdonaréis, atribuyéndolo a la fatalidad que me hizo nacer «gringo». Mas en cuanto a los conceptos que pueda emitir, no pediré perdón ni aplausos por ellos. No pediré perdón, porque los creo; y no pediré aplausos, porque embargan mi espíritu y no puedo callarlos. Ellos son como voces proféticas que suenan en las honduras de mi alma, las que no pueden ser silenciadas. Por consiguiente, señores, pediré tan sólo vuestra culta atención.

La nueva época

Desde hace medio siglo antes de la última guerra mundial, comenzó a ser evidente a todos los hombres de pensamiento, ya sea por el gran número de nuevos descubrimientos, nuevas ideologías y nuevos fenómenos sociales, que una nueva época de [500] la historia estaba en vísperas de inaugurarse. Estalló la Guerra, y en seguida fueron echados al crisol avérnico todos los elementos constitutivos de la antigua civilización. Desencadenóse por playas legendarias un huracán. El barco de la civilización, anclado en ese momento en aguas mansas, tuvo que voltear la proa y hacerse al mar. Ya está en medio del océano, sin que se vislumbren todavía nuevas playas en lontananza, sin que se sepa con certeza si las hay. Una sola cosa se sabe de seguro: que la civilización ha roto definitivamente con su pasado. Por detrás, bajo la luz del sol poniente, no hay fondeadero hospitalario; no queda más remedio que navegar adelante a pesar de la noche y la tempestad. Mas, sepamos, los hombres de hoy, que aunque el abismo nos trague a todos, emprendemos la aventura más estupenda que jamás ha emprendido la humanidad. Las únicas épocas anteriores comparables a la nuestra, son la del advenimiento del Cristianismo y la del Renacimiento y la Reforma religiosa del siglo XVI.

Permitidme precisar las características más salientes de la época actual. El mundo de hoy se caracteriza por la presencia de una doble serie de fuerzas contrarias, o sean, fuerzas destructoras, y fuerzas constructoras. La historia contemporánea es la resultante de la acción recíproca de esas fuerzas.

Las fuerzas destructoras

Miremos las fuerzas destructoras. Ellas son tres. La primera la constituyen las disputas sobre fronteras. Estas nacen del espíritu nacionalista y el llamado patriotismo. Así en Europa como en Asia y América se riñe interminablemente sobre cuestiones territoriales. ¿Qué corresponde legítimamente a este o al otro pueblo? Ese es el problema planteado. Fiume, los Condados del Ulster, la Alta Silesia, las Islas Yap, Tacna y Arica, son lugares que se han trocado en símbolos de choques violentos de opinión entre una nación y otra, y a veces en espectros fatídicos de guerras futuras.

En otros tiempos el peligro de una guerra entre naciones, obedecía casi siempre a la presencia en una de ellas de un espíritu imperialista. Pero ya no cabe el concepto imperialista, el que se ha vuelto anacrónico para la política contemporánea. Por lo menos el imperialismo, si le hay, no se atreve a asomar la cabeza en esta época. El nuevo peligro se presenta por el lado del nacionalismo, y nace del empeño que pone cada nación en [501] conservar lo que ya tiene adquirido, y en legalizar sus títulos a territorios que posee o cuya posesión pretende, en el nombre de algún «derecho».

La segunda fuerza destructora se halla en el odio de razas. En los momentos actuales ese odio ha entrado en una nueva fase. Cada raza se pone a la defensiva. No es improbable que en los próximos tiempos la unidad política efectiva no será tanto la nación como la raza. ¿Qué otra cosa significa la aparición repentina de tantos «Panismos», Pan-latinismo, Pan-iberianismo, Pan-germanismo, Pan-eslavismo, y casi se puede decir, Pansajonismo? Las federaciones raciales anunciadas por esos nombres, ponen de manifiesto la posibilidad de serias divergencias en el futuro, entre los distintos pueblos de la raza blanca. Ahora mismo el Panamericanismo, que es un «ismo» impersonal, inspirado en la unidad geográfica, se halla amenazado por el Panlatinismo que se inspira en la unidad racial, es decir, en la sangre.

Por otro lado los amarillos, los negros y los cobrizos, se levantan airosos y retan la hegemonía secular de los blancos, mientras aguardan el día en que puedan ajustar sus antiguas cuentas con ellos. Últimamente ha llamado mucho la atención en el Perú la sublevación de los indígenas en el Sur de la República. Estos, encabezados por licenciados del Ejército nacional, han querido barrer por completo a los blancos, a quienes miran como enemigos naturales, como mira el gorrión al gavilán, impulsados por la idea de poder restablecer así el antiguo Imperio del Tahuantinsuyo. He aquí un ejemplo concreto y casero del peligro que puede entrañar para la civilización la creciente conciencia de raza con todo su caudal de odios, si no llega a subordinarse a la conciencia de algo superior al color del cutis, al común origen y los lazos de la sangre. Ya es hora también que la misma raza blanca haga examen de conciencia en todo lo referente a sus pretensiones de superioridad, como, asimismo, a la manera como ha ejercido su mayordomía universal al través de los siglos.

Pero, indudablemente, el problema magno que hay que afrontar en el mundo contemporáneo es el de la lucha de clases. Si es que los peligros originados por la acentuación del nacionalismo y del racialismo pueden conjurarse mediante conferencias internacionales, no sucede lo propio tratándose del problema de las relaciones entre las. distintas capas de la sociedad. En este [502] caso no es cuestión ya de advertir la existencia de un problema planteado, sino de aceptar el hecho de una guerra declarada, la que será, a todo parecer, una guerra a muerte. Las clases proletarias creen que ya les toca a ellos el turno para dirigir los destinos del mundo, después que el control de las cosas humanas ha estado sucesivamente en manos de la Aristocracia y la Plutocracia desde los primeros albores de la civilización.

El peligro máximo que amenaza la civilización en estos momentos es que llegue al poder un proletariado inculto e inescrupuloso, sin más ideales que el de la venganza contra la burguesía, sin otro afán que el de establecer una dictadura férrea. El poder a todo costo, a sangre, a fuego y a engaño, he ahí el lema del nuevo imperialismo proletario, según su vocero más autorizado, el propio Lenin. Dijo éste, en un discurso pronunciado en el mes de marzo de 1919: «Es preciso resistir a todo esto, (la oposición de los Sindicatos a los Comunistas), prestarse a todos los sacrificios, usar de todas las estratagemas, adoptar los procedimientos ilegales, callarse a veces, ocultar la verdad, con el sólo fin de entrar en los Sindicatos, quedarse en ellos, y cumplir, a pesar de todo, su labor comunista.»

Sin embargo, lo más temible del bolchevismo como fuerza destructora, no está tanto en su credo ni aún en su programa revolucionario, sino en la desorientación moral de la inmensa mayoría de los que hoy día marchan en sus filas, así como también en toda esa muchedumbre incógnita de elementos proletarios en todos los países, que constituyen siempre bolcheviques potenciales. Mirando el bolchevismo por el lado de sus principios, el sistema tiene dos fases, por lo menos, que no son malas, o sean, el principio que «si uno no trabaja, no come», y el principio del sistema funcional de gobierno. Y en cuanto a su programa revolucionario hay que admitir que existen hoy unas condiciones sociales tan inhumanas, que sólo por medio de un verdadero cataclismo podrá imponerse la justicia. Hay que mirar las cosas de frente. Esta antigua civilización en que hemos nacido y que está ahora al garete en medio del océano, ha sido en el fondo más pagana que cristiana. El principio pagano de la competencia ha primado sobre el principio cristiano de la cooperación. Puesto que el Cristianismo no ha sido ensayado como solución de los problemas sociales, nos hallamos ahora frente a frente con el Bolchevismo, que no es sino la protesta más formidable que se ha levantado contra la iniquidad del sistema tradicional. Y no nos engañemos, creyendo que nosotros en este continente [503] podemos balconizarnos para ser simples espectadores de la catástrofe inminente. ¿No sabemos que flamean banderas rojas en todo el camino, desde Moscou hasta el valle de Chicama? Uno no necesita ser profeta para hacer la predicción que, de aquí a diez años, la vida sudamericana será sacudida por un fuerte temporal. Es preciso pensar desde ahora en el puerto a donde vayamos. Pero debo decir, señores, que lo que a mí me preocupa en este Bolchevismo rojo, no es que se precipite la revolución social en todo el mundo, haciendo desaparecer las clases sociales, la propiedad privada, las instituciones eclesiásticas actuales, el estado mismo, sino que su victoria definitiva introduzca la anarquía en los valores éticos, y que se vacíe el concepto del bien de todos sus aspectos trascendentales. En una palabra, temo que llegue la revolución social, que ya se vislumbra, antes que se haya hecho la «revolución en los espíritus», antes que el hombre esté capacitado moralmente para llevar a cabo el experimento peligroso de un estado en que «todos darán según su capacidad y tomará cada uno según su necesidad».

Las fuerzas constructoras

Felizmente las fuerzas desintegrantes no son las únicas que operan hoy en el mundo. Otras fuerzas hay, de tendencia constructiva, que operan para salvar una civilización que está pronta a desplomarse. De la preocupación de la catástrofe total, del anhelo de enderezar los entuertos de nuestro sistema social y político y de levantar en esta tierra un verdadero hogar para el hombre, ha nacido una serie de fuerzas constructoras. La Liga de las Naciones; la Conferencia del Desarme, de Wáshington; congresos ecuménicos y misioneros de todas las iglesias; asociaciones internacionales de médicos, de mujeres, de estudiantes; sociedades que combaten el alcoholismo, el opio, la trata de blancas; todos ellos representan distintas fuerzas que se han puesto en movimiento para contrarrestar la influencia de las fuerzas contrarias y cimentar la civilización sobre nuevas bases. Sólo en Ginebra funcionan las oficinas principales de 88 organizaciones internacionales, la mayoría de las cuales persiguen fines elevados y humanitarios. Tales organizaciones llevan a cabo por todo el mundo una propaganda verdaderamente apostólica, destinada a componer las diferencias entre naciones y clases [504] sociales; crear una nuevo ambiente de confraternidad internacional y eliminar toda causa de rozamiento político y de malestar social.

Pero quizá la fuerza constructora más poderosa, cuyos efectos ya se dejan sentir en el mundo, es la de una nueva norma de la opinión pública. Los hombres que se preocupan verdaderamente de la suerte de la civilización, se colocan cada vez más en una nueva perspectiva moral. Tienen formulado un nuevo criterio pragmático para juzgar las cosas. Según ese criterio, aquello, y sólo aquello, es bueno que sirva los verdaderos intereses del hombre. No importa lo venerable que sea una institución, lo rico que sea un hombre, lo prestigiosa que sea una idea, si no contribuye en nada al enriquecimiento de la vida: es menester que desaparezca, cueste lo que cueste. Todo ha de juzgarse ya por sus frutos, y para que el hombre, una idea o una institución, tenga derecho a ejercer su control sobre la vida, sus frutos deben tener un alto valor moral. «Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles: todo árbol, pues, que no lleve buen fruto es cortado y echado en el fuego.» (S. Lucas 3:9).

«Una cosa hay –dijo Víctor Hugo– más poderosa que todos los ejércitos: una idea cuyo tiempo ha venido.» Ahora está en el frente de batalla una nueva idea, una nueva fuerza moral que de pronto resultará irresistible. Cada cosa tendrá, desde ahora, que justificar su existencia, por resultados benéficos; y por lo mismo, a toda idea, a todo hombre y a toda institución que comprueben su capacidad para purificar y elevar la vida humana, deben dársele facilidades para su obra benéfica. Si esta norma hubiese sido aplicada a todas las cosas humanas en épocas anteriores, el mundo sería muy otro de lo que es en la [época] en que vivimos. Mas, como ella no ha sido aplicada, muchas obras que deberían haberse hecho a la luz de otros siglos, quedan sin hacer para el nuestro, teniendo que apurarse así su ejecución en la hora crepuscular antes que el sol se ponga.

El papel de los intelectuales

Tal es la situación actual en el mundo: por un lado, todo es peligro; por otro, se hallan elementos que dan esperanza. ¿Cómo pueden traducirse en triunfo definitivo nuestros anhelos, por el advenimiento de un mejor orden de cosas? Las sombras se disiparán; la verdad y la justicia vendrán a esta tierra cuando los intelectuales de todos los países reconozcan su papel y lo cumplan. [505] El término medio entre nuestro problema y su solución, está en un nuevo tipo de intelectual.

Ahora bien: ¿cuál es el tipo de intelectual que requieren los tiempos y cuál el papel que debe desempeñar?

Intelectuales de panteón

Rara vez se ha presentado a los intelectuales del mundo una oportunidad como la que se les presenta en los momentos actuales. Las masas del pueblo están hambrientas de ideas, de orientaciones, y a nadie escucharán con tanta avidez como a los hombres cuyo único interés es la verdad y que no están vinculados a ningún sistema de explotación. «Los filósofos deben ser los reyes.» No quiero decir que los hombres de pensamiento sean todos mandatarios, mas sí que sean los reyes de la opinión pública. Ellos tienen el deber sagrado de orientar al pueblo en todo lo referente a su vida espiritual y política. Deben hacer humanamente imposible que los destinos de su país estén a merced de políticos desalmados e inescrupulosos; deben velar por que no cundan ideas nocivas para la moral pública; deben ser los campeones de la justicia social. De ellos deben brotar todas las buenas iniciativas. El que tiene ideas constructivas debe sentirse llamado al ejercicio de un apostolado.

Sin embargo, ¡cuan contados son los intelectuales en nuestro medio nacional, que se identifican con ideas arquitectónicas por cuya aplicación a la vida luchan, prontos al sacrificio por la verdad que encierran! En unos impera el estetismo. Lo que les interesa en la vida es la «cosa bonita», la «cosa interesante». Puede entusiasmarles un sonido, un color, un paisaje, un concepto elegante, un verso sonoro. La vida del hombre les interesa tan sólo como un drama, como un drama para cuyo desarrollo completo y harmónico la mentira, la bajeza y la maldad, son elementos igualmente constitutivos como la verdad y la virtud. Todo es necesario para dar el efecto de «interesante» o «curioso». Quieren ser espectadores en el universo, tener el mundo como campo de estudio, y si alguna vez quisieran reformarlo, «lo encontrarían tan curioso», como dice Renán, «que les faltaría valor para ello».

Otros se tiran a la erudición libresca. Su preocupación principal es saber lo que Fulano o Zutano ha hecho o pensado, no con el objeto de aprender cómo ellos mismos deben actuar y pensar, sino con el sólo fin de cebar la cabeza de tales conocimientos. La teoría útil los atrae; mas huyen la conclusión inquietadora. [506] Lo mismo que los gusanos que comparten su interés en los tomos viejos, éstos horadan y se arrastran sin lograr nunca desarrollar alas. Muy bien ha dicho Unamuno: «La cobardía de pensar lleva a muchos a la erudición, adormidera de desasosiegos de espíritu u ocupación de la pereza mental.» De éstos pensaba también H. G. Wells, cuando escribió en uno de sus últimos libros: «La Historia y la Filosofía Política están en el mundo moderno como comensales tímidos en un banquete; hacen bolitas de pan y hablan quedo al vecino, aterrados a la idea sola de dirigirse a toda la mesa.»

Luego, ¿qué diremos del historicismo? Si se me permite una crítica de la intelectualidad peruana contemporánea, diría que éste la ha invadido demasiado. En esto estoy enteramente de acuerdo con las opiniones vertidas al respecto por mi distinguido amigo el doctor Ibérico, en su artículo verdaderamente admirable, que publicó en el número del centenario, de Mundial. Partiendo del bien fundado concepto, que es deber de cada país civilizado conocer a fondo los más mínimos detalles de la vida nacional, muchos de nuestros intelectuales jóvenes, inteligencias privilegiadas, se dedican casi exclusivamente, a las investigaciones históricas más minuciosas y recónditas. Pero hay algo que olvidan estos compañeros nuestros, algo muy fundamental. Estudios que en otros países se cultivan cuando ya los problemas mayores de la cultura nacional han quedado resueltos, entre nosotros se cultivan cuando la nación está todavía frente a frente con problemas culturales de más trascendencia. Es que nosotros queremos formar espíritu nacional, nos contestan. Muy bien: el propósito no podría ser más elevado. Pero téngase presente una cosa: Si en un país viejo el espíritu nacional se mantiene por la evocación constante del pasado, él se cultiva en un país joven clavando los ojos en el porvenir. Después de todo, lo que importa en la vida de un pueblo no es de dónde viene, sino a dónde va. E irá donde quiere ir, no mariposeando por los panteones y museos, sino poniéndose a trabajar en el taller del momento presente, al son de los dínamos del ideal. Tarde o temprano todo país se vuelve en cementerio, como se ha vuelto hoy la vieja Europa, en donde apenas hay apellido de hombre o pedazo de tierra que no tenga su asociación histórica y su monumento correspondiente. Europa sí, si quiere, puede vivir de recuerdos y pasar su vejez gloriosa en paseos por su inmenso cementerio, leyendo epitafios de treinta siglos de edad. Mas, no hay derecho que en un país joven americano, tantas cabezas juveniles y capaces, se entreguen [507] por entero a descifrar el pasado, cuando deben estar fraguando el futuro, y con mayor razón estando su país y todo el continente, en vísperas de un cataclismo inevitable.

Pero quizás la condenación más trágica del historicismo, de todo distanciamiento intelectual de la realidad palpitante de las cosas, de todo lo que me atrevo a llamar intelectualismo de panteón, es que produce al fin y al cabo un temperamento mórbido, un cinismo repugnante, un indiferentismo, un ensimismamiento, un análisis enfermizo de defectos nacionales, un pesimismo irremediable. Los que pasan la vida en panteones y mausoleos, sean de hombres, de hechos, de instituciones o de ideas, acabarán por convertirse en cementerios ellos mismos. Un día vendrá, cuando al atardecer una voz frenética romperá el silencio: «¡Santo Cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro… ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!»{1}.

Intelectuales de campaña

Como en la época moderna el ideal religioso se cambió del ascetismo que sepultaba la luz divina en la oscuridad de una celda en un ideal que exige que el espíritu religioso bañe y transfigure con su luz todos los aspectos de la vida humana, de la misma manera debe el ideal intelectual cambiarse en nuestra época del interés estrecho en determinados estudios llamados «Humanidades» en un interés tan amplio como la vida y la naturaleza mismas. Si en la época del Renacimiento los «Humanistas» vinieron a reemplazar a los antiguos «Escolásticos», substituyendo los textos originales de la cultura helénica por las trilladas traducciones latinas, ya es tiempo que los intelectuales modernos abran el texto originalísimo de la vida misma y estudien por fin al hombre y sus problemas vitales, no con el antiguo propósito de hacer literatura, sino con el de alcanzar soluciones. Ya que la guerra de cañones ha terminado, que estalle en todos los frentes la guerra de ideas y que no cese ella hasta que la tierra se convierta otra vez en cementerio!.. pero en cementerio de los males y las mentiras que han hostilizado, al través de los siglos, el bienestar del hombre.

Felizmente, la verdad está ya en marcha. Nuevos reclutas se alistan a diario. Todos los hombres que adoptan por consigna [508] «la verdad pura», que se atreven a «mirar de frente el sol», que están resueltos a «cooperar con la verdadera tendencia del mundo». Ellos no harán de la literatura un simple campo de recreo, ni de la historia un museo de antigüedades. Leerán los clásicos del pensamiento humano como quienes entran en una armería para equiparse para la pelea. Estudiarán la historia para conocer su emplazamiento en el mundo y el papel que debe tocar a su lengua y pluma en la lucha definitiva por la justicia y la verdad. Su afán no será llamarse hombres de talento sino hombres de carácter. Cuando hablen o escriban, no lo harán para deleitar, sino para convencer. No expirará su voluntad con el soplo oratorio, y sus escritos serán imperecederos, habiéndose mojado la pluma en la tinta roja de su sangre. Teniendo verdadero sentido arquitectónico en la vida, no iniciarán la reconstrucción del mundo tapizando unas paredes viejas para hacer salón de bailes y espectáculos, mientras surten otra sala secular con gabinetes de cosas raras para museo. Ante todo y sobre todo, van a vivir y trabajar para hacer de la vieja casa de la civilización un digno hogar para la vida real y cotidiana.

Algunos intelectuales franceses han dado hace poco tiempo un bello ejemplo a todo el mundo literario, constituyéndose en grupo que han designado «Claridad», cuya finalidad es propender al desarrollo de un intelectualismo de campaña, de tipo que acabo de bosquejar. Últimamente, ellos han hecho un llamamiento a los intelectuales de todos los países latino-americanos solicitando que se solidaricen con su labor. Por mucho que uno pueda discrepar de ciertos artículos del credo de «Claridad», tal como lo expone Enrique Barbusse en su libro El Resplandor en el Abismo, es deber de todo hombre educado, apoyar la noble campaña que han iniciado él y Anatole France para despertar la conciencia adormecida de los intelectuales del mundo y arrostrar los problemas actuales de la sociedad.

Caballeros andantes a lo divino

«La caballería andante» dijo en una ocasión Don Quijote, «es como el amor que todas las cosas iguala». Necesitamos, señores, una nueva caballería andante, un cuerpo de caballeros de cabeza y de corazón grandes niveladores y enderezadores de entuertos, que nunca desdeñen dirigirse a los «cabreros todos», sólo que no les hablarán tanto de un pasado dorado, sino de un futuro siglo de oro que vendrá con lucha y oración. [509]

De futuros caballeros de este cuerpo, conozco yo a algunos. Todavía son escuderos jóvenes, pero se ejercitan mucho en el uso de las armas y se ensayan periódicamente en dirigir la palabra a los «cabreros». Alguna noche velarán las armas, y la mañana siguiente emprenderán la campaña para el Reino de los Cielos. Señores, un país que puede producir un tipo de intelectual joven, cuyo entusiasmo le lleva a dar una conferencia anti-alcohólica, a las dos de la madrugada, a unos mozos de hotel, tendrá porvenir en las naciones de la nueva era.

Sobre el puente del vapor «Quest», buque explorador de Shackleton, están esculpidas en una plancha de bronce unos versos del poeta Kipling, los que pintan las cualidades de un intelectual de campaña.

«Si puedes soñar sin hacer de los sueños tu maestro;
«Si puedes pensar sin hacer de pensamientos tu fin;
«Si puedes encontrarte con el Triunfo y el Desastre
«Y lo mismo tratar a esos embusteros;
«Si puedes forzar el corazón y los nervios
«Para servir tu voluntad cuando ya están yertos;
«Si puedes llenar el minuto implacable
«con sesenta segundos de distancia recorrida…
«Es tuya la tierra y cuanto contiene
«Y lo que es más, tú serás hombre, hijo mío.»

Habiendo tratado ya de la situación actual del mundo, de la necesidad imperiosa de que los intelectuales intervengan, así como del tipo de intelectual cuya intervención tendría eficacia, desearía ocupar el tiempo que me queda, señalando tres sentidos nuevos que deben cultivarse por los caballeros andantes de la nueva era, si su labor va a ser eficaz.

Un nuevo sentido de la humanidad

Debe cultivarse, en primer lugar, un nuevo sentido de la humanidad. No basta sostener la doctrina abstracta del valor y la inviolabilidad del individuo. No basta cantar los triunfos del «yo» consciente sobre la materia inerte. Hay que amar al hombre, a todos los hombres sin excepción, escuchar sus cuitas y aliviarlas; creer posible la redención de los más desgraciados [510] y trabajar activamente por ella, inspirado por la visión del Reino de Dios. Una pasión por el hombre más que por las ideas, es indispensable a todo intelectual que quisiera servir la época actual. Y nadie olvide que «un pedacito de auxilio vale más que una carretada de compasión».

Un aspecto de este nuevo sentido de la humanidad lo tenemos en el nuevo culto del «soldado desconocido». Este es el hombre incógnito, símbolo no de la generalidad de los ciudadanos que se sacrificaron en la Guerra, sino de los plebeyos que pusieron su vida por la patria. En épocas anteriores Fulano y Zutano y todo su parentesco plebeyo, no tenían mayor interés para el Estado que servir de instrumento con que se levantaban pirámides o se construían carreteras o se hacían campañas. Es decir, tenían tan sólo un valor utilitario imperialista. Se les quería no por lo que eran sino por lo que podían. Terminada una guerra, los monumentos y las canciones eran para los héroes, para los guerreros vivos o muertos, que se distinguieran en las contiendas.

Pero ya se ha hecho héroe uno a quien nadie conoce, de quien no se sabe si era valiente o cobarde; uno, cuyo único título a la inmortalidad, es el de haber sido representante de los tantos plebeyos que perdieron la vida en la Gran Tragedia. El Estado ha dado un gran paso adelante. Ha llegado a sentir el valor del pueblo anónimo, cuando se sacrifica éste por la Patria en una guerra. Falta un paso más: que la Patria llegue a sentir el valor del mismo pueblo cuando él se sacrifica a diario en la vida civil. Corresponde a los verdaderos intelectuales sentir y hacer sentir el valor de los millones de seres humanos que trabajan y mueren en los sofocantes soterráneos de nuestra civilización.

El cultivo por parte de los intelectuales de tal sentido de la humanidad, produciría en ellos un doble efecto. Por un lado, prestarían su apoyo más decidido a todo proyecto destinado a facilitar el libre desarrollo del ser humano; por otro lado, se lanzarían a la lucha para barrer aquellos estorbos que impiden que el hombre sea todo lo que puede y debe ser. Esto quiere decir que serían los campeones de la educación popular, y los protagonistas de la justicia social.

Este doble deber de los intelectuales de derramar la luz de la verdad y de quitar los obstáculos del camino del progreso, me trae a la memoria aquella hermosa parábola de Cristo. Dijo en una ocasión el Maestro: «¿Qué mujer que tiene diez dracmas, [5ll] si perdiera un dracma no enciende el candil, barre la casa y busca con diligencia hasta hallarla?» El candil encendido era condición de emprender la busca, pero la luz sola no revelaba la moneda cubierta ya de polvo, en un rincón del cuarto o escondida debajo de la cama o el armario. Ella tuvo que barrer el piso, y para ello hacía falta la escoba. Pero, ya empuñando ésta y por mejor trabajar, trastornando por un tiempo la disposición de los muebles, tras el desorden y la polvareda momentáneos, dio por fin con la moneda. La educación popular es como el candil que derrama luz y orienta a uno para el trabajo; pero, desgraciadamente, hay seres humanos tan empolvarados y tan secuestrados bajo el bulto de pesados muebles de una civilización anticristiana, que la luz no los alcanza. Se necesita otra acción: la de la escoba. El perfecto intelectual de campaña es el que no tan sólo baña el mundo y las almas en luz, sino el que escudriña todos los escondrijos donde se hallen almas perdidas, arrodillándose, cuando sea necesario, para buscar y salvarlas. En una palabra, señores, no olvidemos, al propender a la educación popular, que el hombre necesita la redención tanto como la educación, y que se presentan ocasiones cuando nuestra labor principal debe dirigirse a atacar todo cuanto aparezca en la sociedad como responsable por el malestar y atraso del hombre.

Un nuevo sentido de Dios

El intelectual de campaña debe cultivar, en segundo lugar, un nuevo sentido de Dios. Una de las características de nuestra época es la aparición de un nuevo espíritu religioso. Dice, por ejemplo, José Ingenieros: «Como en la primera fase del cristianismo, de la Reforma, de la Revolución francesa, la nueva conciencia de la humanidad ha asumido caracteres de verdadero misticismo indispensable para servir un ideal.» Se reconoce que ya el espíritu religioso es un elemento constitutivo de la naturaleza humana, de tal modo que el hombre normal es el hombre religioso. Se reconoce al mismo tiempo que la religión puede ser la fuerza más altamente moralizadora, o si no, la más desmoralizadora de todas las fuerzas que mueven al hombre. La religión hace del hombre un santo o un diablo. Todo depende de la religión que tenga, lo que quiere decir, de la idea que tenga de un Ser Supremo y de cómo siente a El en la vida. En parte la religión es concepto y en parte es sentimiento. [512] Al abogar por un nuevo sentido de Dios, queremos decir que necesitamos cambiar de idea respecto de la Divinidad y al mismo tiempo abrir nuestros corazones de par en par a su influencia. Dios es amor, y como tal, todo su ser palpita con la más honda, la más divina compasión. El concepto de un Dios impasivo que nada se interesa en los pecados, las luchas y las tristezas del hombre, es imposible. «El gusano cariñoso dentro de su terrón es más divino que un Dios sin amor.» Así dijo Browning y tenía razón, pues lo mínimo que podemos pensar de Dios, es que tenga por lo menos tanto interés en las cosas humanas que el hombre que más profundamente ama a sus semejantes. Pero Dios es más: es una Fuerza, una Presencia, un Compañero, si quiere, que obra por medio de vidas que le sienten, luchando, amoldando, estableciendo su Reino en el corazón y el mundo. Dios ama y Dios trabaja, y la vida verdadera consiste en ser objetos conscientes de su amor y agentes voluntarias de su acción. Entonces sí, se puede «cooperar con la verdadera tendencia de las cosas»; entonces sí, el hombre es invencible.

Pero, ¿dónde y cómo puede cultivarse ese sentido de Dios? En la Biblia, y por la compenetración total de nuestro espíritu con Jesucristo. La Biblia es la epopeya del amor de Dios por el hombre. He allí el movimiento histórico en que, al través de los siglos, Dios se revelaba a sí mismo a la humanidad. En la Biblia está él descubrimiento por Dios del hombre, y el descubrimiento por el hombre, de Dios.

El meollo de la Biblia está en los Evangelios, esos cuatro poemas en prosa acerca de Cristo. Leyendo hace poco el De Profundis de Oscar Wilde, libro escrito en la cárcel, en el que el autor descubre las heridas de su corazón, hallé el siguiente párrafo: «En la época de Navidad acerté a dar con un nuevo Testamento en griego, y todas las mañanas después que hube limpiado mi celda y pulido la hojalatería, solía leer un poco de los Evangelios, una docena de versículos tomados al azar de cualquiera parte. Es una manera deliciosa de principiar el día. Todo el mundo, aún cuando lleve una vida turbulenta y mal disciplinada, debe hacer lo mismo.» Si el autor de Dorian Gray se hubiese formado la costumbre, en su juventud, de leer los Evangelios y ponerse en contacto espiritual con Jesucristo, lejos de terminar sus días en el abismo de la vergüenza y el dolor, habría puesto su deslumbrante talento al servicio de la virtud. [513]

Es maravilloso como la mirada de los intelectuales se vuelve ansiosa hacia la figura de Jesucristo. Nunca ha tenido tanto prestigio el Hombre de Galilea. Sobre las encrespadas olas aparece de nuevo aquella Figura acercándose serena y majestuosamente hacia el barco de la humanidad. Tantas veces en el pasado se le ha tenido por fantasma ilusorio de la noche. Ya existe la disposición de escucharle cuando dice: «Soy yo… no tengáis miedo.» Pero ¿qué puede Cristo en medio del tumulto?

«¿Aqueste mar turbado
quién le pondrá ya freno? ¿quién concierto
al viento fiero airado?
estando Tú encubierto,
¿qué norte guiará la nave al puerto?»

La voz del Maestro tiene la misma autoridad ahora que antes; no hay conmoción que ella no pueda calmar. Pero es menester que sus acentos autoritarios lleguen a oídos de corazones y pueblos desesperados. Es menester que esa voz suene donde quiera que soplen airados vientos de pasión. Cuando las enseñanzas de Jesucristo sean aplicadas seriamente a la solución de los problemas individuales, nacionales e internacionales, la vida del hombre desprenderá una música tan dulce y harmoniosa como la música legendaria de las esferas. Todos los hombres vivirán en un sagrado comunismo. Será un comunismo teocrático, de amor, pues ya se habrá realizado aquella petición del Padre Nuestro: «venga tu Reino, sea hecha tu voluntad como en el cielo así también en la tierra». Entonces todos sabrán, lo que tan pocos saben ahora, que el secreto de la vida está en amar y sentir a Dios, es decir, en la compenetración de la personalidad del hombre con la de Jesucristo, la cual se expresa en las palabras de San Pablo: «Vivo, no ya yo, más vive Cristo en mí.»

Un nuevo sentido del deber

Falta un sentido más, el sentido del deber, el que traduce en acción los sentimientos y los ideales. «Dormía –dijo Kant– y soñé que la vida era belleza; desperté y advertí que ella es deber.»

El primer deber del intelectual militante, cuando ya los ojos estén puestos en el ideal y el corazón palpite con santo entusiasmo, es el deber de no temer sombras. Apenas sale el nuevo [514] caballero andante a encarar la vida, las sombras de las cosas principian a acechar sus pasos y llevar el espanto al corazón. Son sombras de toda clase. Hay de desaforados gigantes y de enanos encantadores. Ahora es la sombra de la opinión popular, del ridículo en que uno puede caer; ahora es la sombra de la pérdida del prestigio o de un puesto; ahora de un posible conflicto en el hogar; ahora del posible fracaso.

Para que las sombras no amedrenten, hay un remedio: mirar el sol. Cuando Alejandro el Grande había observado que la razón por que el famoso corcel Bucéfalo no permitía que nadie lo montara, era que se espantaba por su propia sombra, él volteó la cabeza del caballo hacia el sol. En seguida el brioso animal se tranquilizó, pudiendo el joven Alejandro saltar sobre sus espaldas. Así es, señores, mirando el sol no hay sombra que espante.

El segundo deber es el de la constancia. La victoria no se alcanza en un día. La jornada es larga y el camino difícil. El fracaso momentáneo no debe actuar sino como acicate para incitar a uno a mayores esfuerzos. Mejor el morir que ceder o volver atrás. No se pierda nunca la esperanza.

La lucha por la verdad es como una carrera de puestas en que todos los corredores cooperan. Cada uno corre un trecho señalado, mientras la bandera pasa de mano en mano, siempre adelante. El último cruza la línea en medio de una salva de aplausos, pero la carrera se ha ganado no por él solo, sino por la constancia y el común esfuerzo de todos. Así que ¡firmes y adelante, caballeros andantes de la verdad!

A veces el corazón desmaya y la cabeza dice ¡ya basta! En tales momentos, ¡qué gozo encontrar compañeros! Últimamente, en una hora de desaliento, di con un verso sacado de un poema del poeta americano, Vandyke, el que fortaleció de nuevo mi espíritu de luchador. El poema se intitula «El último viaje de Henry Hudson». Toda su vida Hudson había ambicionado encontrar un estrecho en la región septentrional de América, que uniera los océanos Atlántico y Pacífico. Su buque explorador surcaba las aguas de la bahía que hoy lleva su nombre, cuando los marineros se amotinaron y, echando en un pequeño bote a Hudson, al hijito de éste y a un viejo piloto, John King, que seguía fiel a su capitán, voltearon la proa hacia el puerto de salida. Hallándose así, en situación desesperada, abandonado y sin recursos, en medio del piélago, Hudson no se desdobló; mas dirigiéndose a King, que manejaba el timón, le dijo, en palabras que bien pueden ser el santo y seña del verdadero intelectual: [515]

«Rumbo al Noroeste:
Mantendremos el honor de un propósito constante,
En medio de los peligros de sendas ignoradas.
Rumbo al Noroeste, dejando a Dios nuestra suerte.»

Juan A. Mackay.

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{1} Mariano José de Larra, «El Día de los Difuntos».

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