Diario de Córdoba
Córdoba, jueves 26 de enero de 1922
 
año LXXIII, nº 31.792
página 1

Eugenio García Nielfa

Impresiones del Rif

El combate por la Escuela de Amesdan

Nuestro amigo el nieto del Gran Capitán –nos referimos al teniente coronel Núñez de Prado, nacido en Montilla cual Gonzalo Fernández de Córdoba, inteligente y arrojado como él– evoca con frecuencia, en esta fase postrimera de la pugna de moros y cristianos, aquel libro maravilloso que en la empresa de España en Berbería alcanza la categoría excelsa de continuación del Romancero en el que la epopeya de la Reconquista se resume con vigor y grandiosidad supremos.

Recordado en Africa misma, apoyados sólo en la memoria, sin tenerlo a mano para buscar la página que al momento corresponde, aplicando a la lucha de ahora las observaciones de la guerra de ayer extraídas, sirviéndose de él para seguir los caminos de la realidad, como con el Quijote ocurre –y ello acusa la superior categoría de la creación de que tratamos– el libro de Alarcón se convierte en imágenes y canciones. Es como un álbum; es como un poema, estrofa a estrofa ilustrado con dibujos y composiciones musicales.

Observa Núñez de Prado que el efecto máximo, sorprendente, se obtiene en Tetuán, en el escenario de los más afortunados capítulos, cuando el poeta que escribía en prosa, cuando el músico que componía sus canciones con palabras, cuando el pintor que con unas cuantas frases trazaba un cuadro, encuentra otra vez reunidos en una ciudad de jardines, formando una población de cármenes, como Granada, su tierra natal, a cristianos, musulmanes y hebreos, puestos en comunicación por el mismo idioma que un día el Rey sabio de la concordia, que sucedía al Rey santo de la lucha, elevase a la categoría de habla nacional para que todos se entendieran, en aquellas asambleas memorables que a hebreos, musulmanes y cristianos congregaban para recoger en beneficio del mundo entero los tesoros espirituales que los vencidos llegaran a reunir en el Sur de España, en Córdoba principalmente.

De las imágenes que esmaltan el Diario de un testigo de la guerra de Africa recordamos, en estos momentos del combate en la línea del Quert, cuando el Sol comienza a declinar y la lucha aviva sus llamas para morir en la noche, aquel cuadro bellísimo del caballo blanco, agitado por violenta sorpresa, que al final de un combate quedó erguido sobre una colina, sin jinete, tremoladas por el aire las encrespadas crines, manchada la piel por las rojas pinceladas de la sangre que fluía de una ancha herida, destacándose del incendio que el crepúsculo fingía en el horizonte.

No recordamos con exactitud las frases conque el último Abencerraje compone el cuadro, así como ante una obra pictórica no podemos señalar color ninguno determinado, entregados solamente a la impresión que el conjunto nos produce.

Acude a nuestra memoria la representación de que hablamos porque la realidad de la guerra nueva ha compuesto ante nosotros otro cuadro en el que sentimos vibrar, aunque con expresiones distintas, la misma emoción que palpita en aquella estrofa admirable del poema de Alarcón.

Algo hemos dicho ya acerca de este detalle de la lucha a que asistimos, cuando tratamos del soldado mudéjar que desde un viso presenciaba el combate en que su tabor se hallaba empeñado.

Se nos figuraba que este era el jinete de aquel blanco Pegaso de Alarcón y que, por disposición caprichosa de la fortuna, nosotros podíamos satisfacer la curiosidad de hablar con él, de enterarnos de las emociones del alma de Berbería que desde lugares diversos del combate, en todas las épocas y en los momentos todos de la lucha, adoptando preferentemente la forma del grupo por excelencia representativo del Norte de Africa –el moro sobre el caballo árabe–, al caer la tarde se asoma, sorprendida del resultado de la lucha, al campo de batalla.

El mudéjar, sonriendo con sereno entusiasmo, complacido del comportamiento heroico de sus compañeros del Grupo de Melilla, extiende el brazo para señalar los objetivos principales de la operación, en su casi totalidad conseguidos ya a aquellas horas.

—Buxada, Casa Quemada, Amesdan, la Zauia...– iba diciendo lentamente.

—¿Conoce la escuela de Amesdan?– le preguntamos.

Nos miró fijamente, sorprendido. La zauia, en lengua de cristianos, era efectivamente la escuela, en la que en aquellos momentos se desarrollaba una de las fases más violentas del combate, y esta lucha alcanzaba ante nuestra curiosidad proporciones de símbolo. Era la contienda de siempre, ahora sangrientamente librada, por la posesión de la escuela, porque ella en todos los pueblos y a través de los tiempos todos, es la llave del porvenir, la fuerza que todas las dominaciones asegura: la soberanía espiritual y, consiguientemente, la posesión de la tierra.

Contestó que la conocía de cuando la vez anterior fue ocupada por España –es decir como soldado–, pero no de haber estudiado en ella, porque él era de Frajana, en las puertas mismas de Melilla.

—¿Qué les enseñan?– insistimos.

—Leer y escribir, pero con el Corán solamente.

—¿Nada más? ¿Ni cuentas ni otras cosas?

—Nada más. Ni cuentas ni otras cosas que se enseña en las escuelas de España, aunque tengan también maestros musulmanes.

He aquí, pues, con esta sola observación expresada, la razón de la lucha, el derecho y aún el deber, la obligación que España se siente obligada a cumplir en Berbería: ella ha de devolver a la Escuela de los moros, en la que únicamente ha quedado el Corán, el perfume gratísimo, que hace amable la vida, de aquel tesoro espiritual de la Morería, abrillantado por músicas y canciones –las loas a la Virgen María se conservan ilustradas con sentidas composiciones tomadas de boca y aún del alma del pueblo vencido– que el Rey sabio hubo de recoger, para España y para la cultura del mundo entero, de las asambleas de cristianos, musulmanes y hebreos en Toledo reunidas con ánimo de trasladar al interior de la Patria los faros de civilización que a todos iluminaban desde el Sur; desde Córdoba principalmente.

Entregado a su afición, más que a nuestras preguntas atendía el soldado al desarrollo de la lucha, hasta que, por último, resueltamente, empuñando su fusil, traspuso la colina, y allá fue a reunirse con los demás mudéjares, en las guerrillas de la línea del Quert, mientras nosotros quedábamos a solas, sin más armas que nuestros endebles lápices de periodistas, sintiendo que para siempre se hubiera interrumpido el diálogo que ilustraba y explicaba la sangrienta lucha por la Escuela de Amesdan, y que revelaba, sobre la misma realidad impresionaste del campo de batalla, la razón de ser que a España asiste en Berbería.

Del percance leve con creces nos compensaba la significación del hecho de que, a solas también, el soldado marchase al combate, representando, no ya la adhesión, sino la hispanidad de los mudéjares de Melilla en la obra que España está llamada a realizar en el Rif. Ahora, la acción compete sólo a la espada. Luego habrá tiempo ciertamente de que la pluma actúe completando la labor emprendida es beneficio de la Patria. Quizá entonces, repitiéndose el caso frecuente en las empresas de España, el militar que ganó la guerra, confirmando la hermandad de la pluma y la espada sepa también obtener la victoria en las lides de la organización del territorio conquistado, que han de tener la escuela como objetivo principal.

E. G.ª Nielfa.

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