Filosofía en español 
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León Carbonero y Sol

El romanticismo en el púlpito

Hace años se ha introducido en la oratoria sagrada un abuso que consideramos muy perjudicial a los progresos de la doctrina evangélica, y enteramente opuesto a la unción santa, a la humildad, a la sencillez sublime de que nos dieron ejemplos los varones más eminentes en ciencia y santidad. Este abuso consiste, en haber adoptado en formas, en acción, en lenguaje y aun en actitud accidentes impropios de aquel lugar sagrado, en que todo debe respirar virtud, modestia, temor santo de sí mismo y confianza en el dispensador de toda luz y fundamento de toda verdad. No están reñidas, no, con la elocuencia sagrada las reglas del arte, lejos de estarlo, la religión las ha embellecido, y ha abierto horizontes inmensos de gloria para los que practicándolas no buscan más gloria que la corrección del vicio, con santa libertad inculcada, la conversión del pecador promovida con los auxilios divinos, que Dios liga siempre a los legítimos anunciadores de su palabra. El púlpito no es un lugar al que se sube para recoger coronas de mundanales aplausos, es una cruz de trabajo, de abnegación y de sacrificio, de cuyo tronco se ha de extraer y comunicar la sagrada savia que en ella dejó el Redentor del mundo.

Por fortuna esa nueva escuela, que bien puede llamarse romántica, no merece ya más aplausos que los de aquellos que solo acuden al templo para recrearse como en un espectáculo profano. Las almas sensatas y juiciosas, los corazones rectos, y las inteligencias medianamente ilustradas en la Santa Doctrina del Crucificado se retraen de asistir a tales sermones, y deploran en su corazón esta infracción de los hermosos preceptos de la oratoria sagrada.

He aquí algunos ejemplos históricos que pueden servir de ilustración para mejor comprender la necesidad de que siempre y en todas partes triunfe en acción, en gesto, en lenguaje, en pensamientos, en doctrina, y en la forma y en el fondo, la buena escuela del apostolado católico.

El célebre Fr. Luis de Granada predicó su primer sermón en Montilla a presencia de un escogido concurso y de su maestro el V. P. Ávila, Apóstol de Andalucía. Concluido su sermón acudieron sus compañeros, amigos y admiradores a felicitarle por sus primer triunfo, faltando solo el V. P. Ávila. Esta circunstancia llamó la atención del P. Granada y viendo que ni en los días siguientes, nada le decía sobre su primer sermón, el P. Granada no pudiendo contener ya su ansiedad, le dijo: –«Todos me han elogiado mi sermón y sólo V. P. calla.» Yo deseo saber su opinión. –Hijo mío, le dijo el P. Ávila, mi opinión es que en otra ocasión prediques a Jesucristo y no te prediques a ti mismo. Fr. Luis de Granada no faltó jamás al consejo del V. P. Ávila.

Masillon y Bourdaloue, fueron en Francia dos oradores muy célebres el uno por sus formas y estilo exclusivamente artísticos, el otro por su unción y santo celo. Grande era la concurrencia que acudía a escuchar al uno y al otro, pero hay una circunstancia muy digna de notarse. En los sermones del P. Massillon se robaban relojes, en los del P. Bourdaloue se restituían.

No se ha perdido en Granada la memoria del P. Barcia abad del Sacro-Monte, orador sagrado, a quien dieron celebridad los que iban al sermón como a un espectáculo. En uno de esos días en que iba a predicar se encontró a un leñador a quien preguntó. –Buen hombre, ¿cree V. que esas nubes serán de agua?– A que replicó el leñador, que no conocía al Sr. Barcia. –No Sr., esas nubes son como los sermones del P. Barcia, mucho ruido y pocas nueces.

El P. Barcia se sintió herido como por un rayo, y dirigiéndose al templo empezó su sermón diciendo con voz conmovida. Credo in unum Deum. Concluida esta protestación de fe, abandonó el sermón que había estudiado e improvisó uno interesante y nuevo en el fondo y en las formas. Desde entonces el P. Barcia fue modelo de oradores sagrados produciendo sus sermones frutos admirables.

Predicaba no hace muchos años en una de las primeras poblaciones de España cierto sacerdote cuyo celo, unción y sencillez eran un verdadero antítesis de los predicadores románticos. El cura de la parroquia formó un concepto poco favorable al merito del orador y se retiró. El día siguiente estando el mismo párroco en su confesonario, se acercó a él un hombre conocido por su instrucción, manifestándole quería hacer confesión general. Las señales exteriores de arrepentimiento que daba interesaron vivamente al cura y habiéndole preguntado: ¿qué le había movido, contestó: un sermón que oí ayer en esta misma parroquia. El sermón que el Párroco creyó falto de mérito produjo una conversión importante. ¡Quiera Dios, que estos ejemplos sirvan de algo para restituir a las glorias católicas del púlpito los triunfos verdaderos que Dios otorga siempre a los que anuncian su palabra con sencillez evangélica!

Protestamos ante Dios y los hombres que al escribir estas líneas nos proponemos únicamente la mayor honra y gloria de Dios en la más santa predicación de su divina palabra.

León Carbonero y Sol