Filosofía en español 
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Libertad de crítica

La mentalidad española y la democracia

1. Dos mitos, alimentados por los reaccionarios, han sido corrientes en España. El primero es que la pobreza de los españoles proviene inevitablemente de la pobreza de su país. El segundo es que nuestra mentalidad no admite otra forma de gobierno que la del palo y tente tieso. Como mitos genuinos que son, encierran parte de verdad. El primero viene siendo analizado y desmenuzado desde hace algunos años por una nueva generación de economistas que no comulga con las ruedas del molino gubernamental. Ellos han demostrado fehacientemente lo que los demócratas del país habían indicado repetidamente en el pasado: que el reparto de la riqueza nacional es antieficiente, antieconómico e inmoral en casi todas partes.

El otro mito, el de la mentalidad antipolítica (si identificamos política con gobierno civil, a modo de los antiguos atenienses) ha corrido peor suerte. Las personas entregadas a elucidar las características psicológicas de los españoles, liberales en su mayoría, han oscurecido la situación. Aunque esta cuestión tiene antecedentes quevedianos, puédese decir que la raíz del problema empieza con Mariano José de Larra, con su pesimismo acerca de las consecuencias políticas del carácter español. A partir de su época, la casi constante derrota de los grupos y gobiernos constitucionalistas y democráticos inclina a los liberales a formulaciones idealistas acerca del carácter de sus compatriotas. Así tanto el Idearium español como Granada la bella son pruebas ya maduras del proceso de mitificación del carácter o del temperamento español en las manos liberales de Ángel Ganivet. Esto no significa, empero, que los mismos hombres que elaboraban el mito de la peculiar mentalidad española –antipolítica, individualista, incivil, cerril, xenófoba– no trabajaran a menudo y corajudamente por cambiarla. Pero el caso es que la reacción española se ha apoderado de los conceptos producidos por los intelectuales liberales en este terreno y los ha insertado en su ideología. Las obras de José Antonio Primo de Rivera, Vázquez de Mella y Ramiro de Maeztu, entre otros, aceptan todas ellas el mito de la existencia de una mentalidad española sui generis. Para ellos el homo celtiberus sería un espécimen diferente de todos los demás homines, al [85] igual que la capra hispanica es una bestia sin par entre todas las cabras monteses conocidas. El celtíbero sería, además de las cosas recién enumeradas, idealista, irracionalista, antirracionalista, nacionalista, evangelizador, innatamente antiliberal y caudillista. Estos autores fundacionales del franquismo teórico vulgarizaron las ideas producidas por la tradición liberal aludida, y desarrolladas, sobre todo, por las reflexiones sobre el casticismo de Unamuno y por la invertebración política de la España inventada por Ortega. Ninguno de entrambos autores es responsable moral de las tergiversaciones de sus ideas hechas por la “intelectualidad” reaccionaria, pero es indudable que sus obras han sido poco provechosas en el sentido (y sólo en el sentido) de que han sido excepcionalmente aptas al desarrollo de la retórica, la mitología y la jerigonza falangista o requeté. Ello queda probado: 1) por la popularidad oficial de que han gozado ambos autores en los ambientes franquistas; 2) por cualquier análisis de sus textos ideológicos.

Durante la primera época del régimen, cuando todos los grupos que lo constituyeron aceptaron de buena o mala gana el predominio oficial de la ideología falangista, el mito del español como ser sui generis –explotado constantemente por José Antonio Primo de Rivera– es trasladado a los libros de texto escolares de la llamada “formación política”. Hay ecos orteguianos en el esteticismo del “estilo de vida” falangista, o en la ininteligible idea de nación como “unidad de destino en lo universal”, y otros, más bien jesuíticos, en el grotesco slogan “por el Imperio hacia Dios”, todos ellos de esa época, y típicos de dichos textos. Insisto en que a mi juicio no provienen de la voluntad de ningún gran pensador republicano; no obstante sugiero que son producto de una transmutación falangista y reaccionaria de sus ideas. Esas ideas, a fuer de ser asociológicas y de presentar al español como una entidad abstracta y estética, hicieron posible la tergiversación franquista.

Si nos preguntamos por la suerte que ha corrido tal concepción en los últimos decenios veremos que, por lo pronto, se plantean varias cuestiones. Una se refiere a su vigencia entre las filas [85] franquistas, otra a su vigencia entre los demócratas de hoy y otra, en fin, a su existencia en la sociedad española. Las aludiré someramente.

II. El franquismo nació en la época de las ideologías sistemáticas y militantes de la extrema derecha, en la época fascista. Hacia 1939, el franquismo quiso darse una constitución ideológica, además de dársela jurídica, mediante la legalización de su subversión y la institucionalización del poder para alcanzar la respetabilidad. Para consolidar esa constitución ideológica necesitaba una teoría política. Para ello fue creado el Instituto de Estudios Políticos, en el edificio del Senado, inútil para el nuevo régimen. Comenzaron a salir obras, entre las que descuellan las de Francisco Javier Conde y Carlos Ollero –quienes han revisado sus viejas actitudes políticas, sobre todo el último– y que fueron intentos fallidos para edificar esa teoría política. Sin embargo, sus escritos fueron textos obligatorios en las cátedras de Derecho Político. En ellas se aceptaban las nociones voluntaristas y autoritarias del Estado expuestas en el pensamiento nazi de Karl Schmitt. Al mismo tiempo, al abundar en el mito de “la Hispanidad”, de “lo español” y al tergiversar ideológicamente la historia patria para sus propios fines, los teóricos del falangismo explotaban la quimera de la mentalidad que podríamos llamar “carpetovetónica”. Como si los españoles fuéramos etéreos seres, enardecidos por extrañas pasiones místicopatrióticas, desdeñosos del conocimiento analítico al nivel intelectual, y del goce sensual. La consecuencia principal que extraía esta generación de ideólogos era que los españoles sólo podían ser gobernados místicamente, merced al carisma del caudillaje. Es la teoría de la guerra como “plebiscito armado”. Los españoles votan a tiros.

Estas concepciones intelectuales, claro está, no empezando convencieron a nadie, por los mismos franquistas. El régimen ha evolucionado grandemente desde entonces, en casi todo menos en lo del monopolio arbitrario del poder por las mismas clases sociales. Los cambios no han sido de clase sino de grupos dentro de las clases. Y al cambiar los grupos, ha cambiado la retórica. La pérdida constante de poder por parte de Falange ha significado la disminución de su jerga ideológica, hasta el extremo de no aparecer ya ni en gran parte de la prensa por ella controlada. En su lugar ha surgido una ideología cínica, hedonista, folklorizante, típica del Ministerio de Información y muy cara al Opus Dei, por sus buenos modales y aparente civilidad. Es el nuevo ambiente del “desarrollismo” en el que el pueblo de mentalidad supuestamente mística, se entrega alegremente a la tecnificación y al apoliticismo, inspirado por el gran manager que es el gobierno, el cual, para mayor asepsia, pasa a llamarse “la Administración”. Este nuevo enfoque, aparentemente tan alejado de la concepción anterior, no la elimina en absoluto.

En primer lugar, no se sigue considerando al español como aristotélico animal político, sino, a secas, como animal. Como tal, se presume que no necesita política, sino domesticación. Pero ahora su domesticación se hará mediante la televisión dirigida, mediante el “plan de desarrollo”, mediante las grandes campañas publicitarias al estilo del marketing. Los “25 años de paz” se venden y se anuncian. Se espera que todo ello siga manteniendo el mito de que el español es dócil si se le aleja de la democracia. Aunque se habla cada vez menos de las “corruptas democracias de occidente” se cae, como Manuel Fraga en Londres hace un año, en el relativismo moral más absoluto. Según él, la democracia es buena para los ingleses, pero mala para los españoles. Señal de que pertenecemos a una diferente categoría humana. Por lo tanto, las nuevas formas ideológicas del franquismo no han abandonado el mito desmoralizador.

III. Un buen número de demócratas españoles ha llegado (a regañadientes, quizás) a conclusiones no del todo divergentes, por lo menos en lo que se refiere al mantenimiento de la abstracción creada por la tradición intelectual liberal. La idea de que somos democráticamente ingobernables es la excusa que muchos dan para la inacción. El escepticismo político de los españoles es un prejuicio harto extendido y es un freno para la construcción práctica de la III República. No sólo el aterrador recuerdo de la guerra civil paraliza a muchos, sino la falta de fe en nuestra capacidad como seres políticos. Una misión clara del escritor, del periodista, del maestro y del profesor español de hoy consiste pues en combatir la concepción del español como el ser antipolítico por excelencia, incapaz de organizarse como no sea siguiendo los patrones de la Compañía de Jesús, de la Guardia Civil o del Opus Dei.

Lo cierto es que la labor de desmitización que se nos impone no es fácil porque, durante estos años, el mito del celtíbero insensible a la democracia ha sido mantenido, no sólo mediante la batería oficial de textos, periódicos y radio, [86] sino también en ambientes de tendencias supuestamente democráticas. El tremendismo de muchas novelas de los años 40 y 50 obedece al trauma de la guerra, pero es consecuencia también de la creencia de que existe el homo carpetovetonicus, con una moral y una visión del mundo incompatibles con las de allende los Pirineos. Hay que acabar con esta visión, llena de falacias. Hace falta reconstruir nuestra imagen de los españoles de una manera más sociológica. El simple reconocimiento de nuestras varias e inseparables nacionalidades hispanas da ya al traste con la imagen idealista del superespañol propuesto hasta ahora por tirios y troyanos. Un paso más en este sentido, y veremos la riqueza y variedad de mentalidades que impone a cada cual su situación dentro de la estructura económica, cultural o religiosa del país.

Si seguimos este camino veremos que, de pronto, la mentalidad política del español se hace compleja y cada vez más rica en hallazgos, así como resistente a las generalizaciones afectivas y apresuradas. Para ello hay que reanalizar nuestras propias imágenes de la sociedad española y del manoseado “modo de ser de los españoles”. Modo de ser por fuerza lo tenemos, pero es falso que sea incompatible con la democracia. Las que son incompatibles con ella son las situaciones objetivas de explotación de los muchos a manos de los pocos. Comprendido esto habremos asimilado la idea de que son las instituciones, no las personas, las que hay que minar, manipular, construir, o abolir, según los casos. Será entonces cuando estaremos en condiciones de atacar seriamente el mito, mantenido por la derecha, e inconscientemente aceptado por muchos liberales de hoy, de la mentalidad carpetovetónica.

IV. ¿Hasta qué punto son las nuevas generaciones indiferentes a la creencia en esa mentalidad? Es difícil decirlo; una pesquisa sociológica, mediante cuestiones bien elaboradas, podría ayudarnos a esclarecerlo. El contacto espontáneo con hombres y mujeres de extracción diversa indica, sin embargo, que la creencia en la mentalidad antipolítica de los españoles –diferente de la mentalidad apolítica que surge en algunos sectores de los países occidentales– es aún corriente. Esa creencia es expresada por obreros que a pesar de haber estado expuestos a un mundo diferente durante unos años de emigración, dicen que “eso de la democracia a nosotros no nos va”. Y también hay estudiantes que, haciéndose eco quizás de un padre políticamente desmoralizado, expresan la misma idea, aunque luego arrimen el hombro en la lucha sindical universitaria.

La tarea de desmitizar la imagen del impolítico e intratable celtíbero debe realizarse pronta y limpiamente. Debe realizarse a nivel intelectual, desvelando el uso perenne que de ella ha hecho la reacción y los fáciles malentendidos que pueden extraerse de ciertas tradiciones literarias del liberalismo español. Y debe realizarse al nivel popular. La lucha contra el franquismo –el de ahora y el que quizás vendrá cuando este dictador no exista– es también una lucha contra un tipo de mentalidad.

Los elementos simplistas de la izquierda dirán: cambiad las estructuras y cambiaréis los modos de pensamiento. Y se equivocarán, porque esto es cierto sólo a muy largo plazo. La sociedad es una interrelación de un grupo de estructuras físicas, demográficas y económicas con otro grupo de estructuras mentales y psicosociales.

La liquidación de la enajenación del hombre moderno es una faena que debe ser iniciada simultáneamente en todos los frentes sin que puedan demostrarse prioridades en ningún terreno. Por ello la liberación de las mentes no es necesariamente previa a la de las relaciones de explotación en el sistema económico. Pero cuando ocurre, los cambios en la estructura social no tardan en precipitarse.

Manuel Saizar