Filosofía en español 
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Tribuna libre

José Bergamín

Herrera, cardenal de España

Desde que supimos que S.S. el Papa Pablo VI había nombrado Cardenal al Obispo de Málaga Don Angel Herrera Oria, figura sin duda eminentísima del episcopado actual español, nos preguntábamos: ¿qué impresión habrá causado en España este nombramiento? ¿Qué ecos, qué resonancias habrá despertado entre los españoles, entre los católicos jóvenes, sobre todo (laicos, religiosos, sacerdotes), que, aparte su actividad episcopal, apenas conocen del nuevo Cardenal Herrera más que su constante y nada equívoca afirmación autoritaria de exaltación en la figura del caudillo del régimen franquista? La elección para el cardenalato de este anciano luchador de acción católica ¿qué significado puede alcanzar en estos momentos en los que la Iglesia, impulsada por Juan XXIII con su decisión del Concilio Vaticano, ampliada por el Concilio mismo, alentado y sostenido por el propio Pablo VI, muy singularmente con su admirabilísima Encíclica Ecclesiam Suam, se abre a otros caminos de libertad y amor, de comprensión y diálogo, de caridad cristiana, en suma, tan diferentes de los que el Obispo español defiende y exalta en la figura del Caudillo? Los motivos que haya tenido el Papa para esta elección creemos advertirlos evocando el recuerdo de Herrera Oria y de su actividad política en España antes de la guerra civil; antes, mucho antes, de su ordenación sacerdotal, que se hizo o preparó, si mal no recordamos, durante los años de aquella espantosa cruzada. No participó en la cruzada (en aquella “matanza atroz”, que dijo Serrano Suñer) quien no era sacerdote todavía: no participó, según parece, ni siquiera como español. Su nombre no puede asimilarse al de los “frenéticos” jerarcas de la Iglesia de España que acompañaron en aquella responsabilidad histórica, a los cardenales Segura y Gomá.

Don Angel Herrera Oria (debemos recordarlo) dirigió en España durante algún tiempo el diario católico El Debate. Con esta publicación periódica, que supo elevar a un más alto rango periodístico que el que le habían dado sus fundadores, Herrera Oria mantuvo, dirigió, inspiró, una política social conservadora que tuvo largo alcance efectivo y que no sé bien si ya, desde entonces, se denominó de “democracia cristiana”. Así, al menos, llegó a considerarse después por sus seguidores, especialmente por quien fue su jefe visible durante la República, don José María Gil Robles. Este fue, como ya se sabe, violentamente desbordado por el movimiento monárquico y [130] fascistizante de 1936, cuya originaria rebeldía contra la República fue bautizada o enmascarada, tan eficazmente para el logro violento de su victoria, como santísima cruzada (mahometizada en parte de sus ejércitos, y en su dirección y sentido totalmente nazi-fascista). En esta cruzada (escandalosamente sacrílega al parecer nuestro) no participó, repetimos, ni como español, el entonces laico todavía, inspirador y dirigente de “acción católica”, don Ángel Herrera Oria. Quien, al parecer, se lavaba las manos de aquella sangre inocentemente vertida: la del pueblo español. Fuera de España, en Suiza, me parece, preparaba su ordenación sacerdotal, que se hizo en pocos años. Y fue al terminar la guerra civil, al coronarse de victoria aquella cruzada sangrienta, cuando don Ángel Herrera Oria, ya sacerdote, fue elegido para el Obispado de Málaga, es de suponer que con la más expresa voluntad del régimen político representado por el Caudillo. Desde entonces y desde el alto puesto pastoral que aceptaba, el sacerdote, el obispo español don Angel Herrera Oria no dejó de afirmar su adhesión y su rendido aplauso al régimen, dándole el apoyo constante de su voz, defendiéndolo, exaltándolo en su Caudillo como salvador elegido por Dios para España; como ha repetido públicamente al ser nombrado Cardenal.

Nos parecería que lo que el Papa ha querido exaltar en Herrera Oria, además de sus méritos pastorales, es su significativa pertenencia a una acción católica de esa “democracia cristiana” que hoy parece también que se quiere vivificar en España. Parecería que Pablo VI, atento al presente español, inquieto tal vez por el inmediato porvenir del catolicismo en España, y olvidando acaso demasiado un pasado no muy remoto, exalta en el Obispo de Málaga Herrera Oria su tendencia social y política: la de su propio pasado laico. Porque de una gran agrupación católica de “democracia cristiana” tal vez espera el Papa la organización de un eficaz partido político español que facilite y favorezca, que garantice y asegure, la sucesión doméstica del régimen triunfante de los vencedores de la cruzada. Y que, al mismo tiempo, haga evolucionar el catolicismo en España, abriéndolo a su renovación mundial iniciada por su antecesor inmediato Juan XXIII y su Concilio. Parecería que en “las manos limpias” de sangre (aunque manos consagradas que bendijeron, que bendicen, el sangriento caudillaje militar) del Cardenal Herrera ha puesto el Papa su confianza pacificadora para inspirar y dirigir los primeros pasos de una nueva o renovada “democracia cristiana” en España.

Muchos españoles, sobre todo entre los más jóvenes católicos (laicos, religiosos, sacerdotes...) no han entendido bien este propósito o les ha parecido erróneo. Y han sentido una ansiosa perplejidad, una decepción dolorosa. A otros, y muchísimos más, no católicos, les ha producido explicable indignación y repugnancia. Porque esa presente y futura fuerza política de una titulada “democracia cristiana” llevaría consigo, desde su origen, la mancha de su mortal pecado originario: el de la continuidad sucesoria del régimen franquista (su colaboradora complicidad); por lo que nacería muerta. Pues ese encubrimiento y complicidad malograría, [131] desde su nacimiento y por él, sus mejores propósitos. Muy claramente ahora ven los españoles con justificada desconfianza esa política pactada, cuando un movimiento juvenil de libertad despierta valerosamente en las generaciones jóvenes que no entienden la política vaticana. Como no entienden que coincida con ella, en sorprendente paralelismo, al parecer simbólico, el anuncio vociferante que se hace en España de la construcción, ostentosamente manifiesta, de una magnífica Mezquita en el centro vivo de Madrid. Sin duda para mostrar aceptación y acatamiento católico al postulado conciliar, y conciliador, de la “libertad religiosa”: aceptación expresamente proclamada por el Caudillo. Otras modestísimas capillas cristianas de culto protestante, y alguna casi imperceptible y vergonzante sinagoga, subrayan esa aceptación condicionada a términos de muy dudosa efectividad.

Los españoles se preguntan, nos preguntamos, ¿podrá esa nueva o renovada “democracia cristiana”, naciente o renaciente (de la cual el Cardenal Herrera semejaría un anciano Moisés profético) arribar a la “tierra de promisión” de una democracia y libertad verdaderas para España?

Se lo preguntan, nos lo preguntamos, cuando al mismo tiempo que se nos ofrece en el anciano Cardenal Herrera una frágil vida y débil voz, se escucha en toda España otra voz –y ésta fuerte, tonante, amenazadora, violenta, militar...– que, coincidiendo a su vez con el espectacular anuncio de construir esa magnífica Mezquita en la capital española, afirma la continuidad de esa misma fuerza vencedora de la cruzada de 1936 por la desentonada voz de un almirante demagógico, posible y probable candidato a Neguib de un prefabricado nasserismo que consolide la africanización mahomética de España iniciada por aquellos cruzados exterminadores.

No deja de ser significativa la coincidencia entre una España inmovilizada, paradójicamente, por el autodenominado “movimiento glorioso” de 1936, con su consiguiente caudillaje almanzórico como símbolo del nuevo Estado, y un Egipto nasserista, cuya momificación mahomética se proclama también ahora particularmente inclinada a comprender y compartir el cristianismo: el famoso diálogo y convivencia pacífica de moros y cristianos. Esa, que decimos democracia-cristiano-mahomética española ¿respondería y correspondería a la democracia-mahomético-cristiana que es la última palabra del Caudillo Nasser? Es curiosa la coincidencia entre ambos caudillajes inmovilizantes, pues parecería que el régimen español también se propuso momificar, para hacerla eterna, a una España viva a la que tuvo previamente que matar para tan glorioso propósito faraónico. “El movimiento se demuestra andando” reza un perogrullesco decir popular. Y la inmovilidad quedándose quieto. Pero aquel “glorioso movimiento” de los cruzados españoles avanzó con el designio de lograr una paralización general progresiva en España. Cosa que desde las esferas dominantes del ejercicio del poder ha logrado y aún sobrepasado en su cuarto de siglo de inmovilización totalitaria. Gracias al terror: una quietud o inmovilidad, que llama paz, y que no es otra cosa que la paralización de la vida por el miedo, por el terror pánico. Ahora se nos dice en todas partes que parece -parece– que [132] España se mueve (L'Espagne bouge). Unos dicen que esto es obra de Dios (opus Dei) y otros creen que es obra del Diablo. Una España, al parecer muerta o profundamente dormida, amodorrada, que diría Quevedo, parece que va a despertar, a resucitar. El trance es grave. Como de agonía. Porque los que dicen que más quieren a España son los que menos quieren verla despierta o resucitada. Quieren poder ir a visitarla en su palacio encantado, inmóvil, como dormida, como muerta: como una bella durmiente: una bella bestia o fiera dormida. Chitón, no despertarla. Y de despertarla que la despierte el domador; el que lleva un cuarto de siglo velando ese sueño o soñarrera mortal. El peligro ahora es que el domador se hizo viejo, cosa natural, y no se encuentra fácilmente quien le sustituya heredándole; no es fácil encontrar ahora otro parecido guardián. Y toda precaución es poca. A esa bella bestia feroz dormida, dejándola dormir eternamente, dejándola así como muerta y momificada, pintarrajeada (y más a la manera norteamericana moderna que a la milenaria faraónica) se la puede ir a visitar sin peligro alguno, y hacer como que se cuenta con ella, descontándola. Sí, esa hermosa España muerta o dormida es el paraíso del turismo; de un turismo extraordinariamente halagado en su curiosidad desinteresada para eso. ¡Ahí, es nada! poder ir hasta los mismísimos Infiernos teniendo asegurada la vuelta: bajar a los abismos infernales, como el poeta, pero con billete de ida y vuelta seguro. ¿Desdichada España? Una España que de nuevo, otra vez, parece que ha entrado o está entrando en agonía. (Pues ¿cuándo salió de ella?, diría Unamuno.) ¿En trance mortal o vital de agonía? No sabemos lo que esta agonía podrá durar. No sabemos si va a ser dolorosa, angustiosa, desesperada. O clara y gozosa, sonriente, como la agonía del alba: la de un luminoso amanecer, aunque sea teñido aparentemente de sangre, como un parto vivo. No sabemos aún. Porque esto ¡Dios dirá! Si Dios quiere decírnoslo todavía por su voz viva en la de un pueblo tan injustamente sacrificado.

Entretanto ¿qué democracia cristiana es esa, tan mahomética, del Cardenal Herrera? Porque creemos todavía saber –como decía Unamuno– lo que es la democracia y lo que es el cristianismo. ¿Pero qué es una democracia cristiana mahomética y mahometizante? ¿Otra “democracia frailuna”? ¿Obra de Dios o del Diablo?