Filosofía en español 
Filosofía en español


Juan Triguero [José María Moreno Galván]

La generación de Fraga y su destino

La verdad es que España ha cambiado bastante en estos célebres “25 años de paz”. El desarrollo del capital monopolista, la estabilización, el desprestigio –casi oficial– del falangismo, la televisión, los cinco títulos europeos del Real Madrid, el Opus... todo ha contribuido a darle a nuestro país una fisonomía distinta. Cuando uno se toma una cerveza en la terraza de un café de Madrid o cuando se baña en una playa mediterránea, le cuesta imaginar que éste fue un país de curas fanáticos que mandaban matar para defender a la Santa Madre Iglesia, de santones tétricos y de beatos de misa y olla. La tradicional miseria de España subsiste, claro, pero está escondida, alejada de las zonas turísticas por una exultante brillantez de Seat 600, turistas suecas, Samuel Bronston y gambas al ajillo. Además, como alguien ha escrito aquí mismo, se exportan pobres y se importan ricos: se manda a nuestros obreros a sacar divisas para nuestro capitalismo a Alemania, Francia o Venezuela, y se fabrican hoteles para millonarios de esos que luego salen encantados de la tradicional cortesía española.

Hay que reconocerlo: no poco de esa brillantez se la debemos al actual gabinete ministerial. Por ejemplo, parece ser que en determinadas “boites” de la Costa Brava se ha llegado a tolerar el “strip-tease”, pero, por el momento, para ser realizado sólo por extranjeras con el fin de no renunciar con tanta facilidad a la tradición honesta de nuestras mujeres, herederas de Isabel y de Teresa. Y dicen que en la noche inaugural, algún ibero reprimido por demasiados siglos de “valores del espíritu” no pudo contener su entusiasmo cuando vio desnudarse a una americana y gritó, perdidos los estribos: iViva Fraga Iribarne! Claro está que se continúa siendo enemigo del concepto materialista de la historia, pero eso no impide que la economía que nuestro capitalismo proyecta esté decidida a sacrificar a ella todo el espíritu de España. Aquí se está dispuesto a venderlo todo al mejor postor: hombres, espíritus, obras de arte, costas, paisajes... aquí se venden hasta pueblos enteros y, dentro de muy poco, ese Calleja que escribe en el ABC incitará discretamente a nuestras mujeres a vender un poquitín de sus pudores –sólo un poquitín– a cambio de divisas turísticas. Sí, este país ha cambiado mucho. [6]

¡Quién la vio y lo ve! Hace no más de veinte años, España era aún un país romántico del siglo XIX. No le faltaba nada para ambientar aquel encanto: ni costra piojosa, ni guerrilleros en la sierra, ni persecución sanguinaria de liberales, ni hambre pedigüeña. Es claro que hace veinte años colaboraba a la ambientación general del país el clima de terror de la represión. Por eso, el actual ambiente “liberalizador” es algo así como una “desfranquización”, pero con Franco. Como todas las reformas españolas de nuestro siglo, la reforma actual trata de cambiar los aspectos pero deja inmaculadas a las estructuras, porque hay que mantener los sagrados principios. Se liberalizan los manejos capitalistas, pero se siguen reprimiendo las ideologías; se sueltan suavemente las amarras de la moral sexual, pero se atan cada vez más las de la moral ciudadana. De esa manera, se pervierte, se involucra, se mistifica, y a vivir que son tres días.

Lo que, para el objetivo que este trabajo persigue, es más significativo de todo ello es que uno de los artífices de esa campaña de liberalización desmoralizadora es, nada menos, que Fraga Iribarne. Si hubiera sido un chulo aprovechado como Girón, o un arribista bajuno como Solis, o un tío de grandes tragaderas como Arburúa, el fenómeno parecería tener más lógica. iPero Fraga! El universitario estudioso, intelectual, empollón y erudito Fraga parecía que iba a destinar sus varios talentos a menesteres más decorosos que al de celestina del desvirgamiento español.

Porque, además, Fraga perteneció a aquella generación de jóvenes universitarios españoles, serios, rigurosos, que entre los años “cuarenta” y los “cincuenta” prometían ser los futuros prohombres de la regeneración moral del país. Y, curiosamente, algunos de los hombres del “Equipo Fraga”, como su cuñado Carlos Robles Piquer, fueron también apóstoles de aquella legión regeneradora que sentía al catolicismo como misión, a la “Hispanidad” como destino, y a la política como moral; que fundaban publicaciones ardorosas como Alférez, La Hora, y Alcalá y que habían hecho suya la sublime pamplina aquella de “mitad monjes y mitad soldados”. Lo que pretendo hacer aquí es recordar las ilusiones de aquella gente para compararlas con las nuevas dedicaciones. Creo que vale la pena evocar lo que fueron y echarle una mirada a lo que son, porque algo del estilo de estos últimos veinticinco años se puede vislumbrar a través de esa rendija. Nada más que una rendija, eso es verdad, pues la verdadera realidad española es la de los treinta millones de hombres que sufrieron, trabajaron y lucharon en ese tiempo y no la de aquellos jovencitos que hoy son padres de familia, generalmente numerosa. Sin embargo, algo puede verse a través de ahí: el proceso de una desilusión, o el de una desintegración moral, o el de un escepticismo, o simplemente el de algunos encumbramientos a cambio de ciertas acomodaciones. He querido aquella introducción ambiental para trazar la escenografía de la España de [7] hoy, la España donde naufragaron las ilusiones de aquella generación iluminada. Lo que pretendo es evocar desde ahí a las ilusiones mismas con su escenografía correspondiente.

Hablo de una gente que hoy puede tener entre 38 y 43 años, con algunas excepciones por arriba o por abajo de los límites. Un conjunto de nombres, hoy muy heterogéneo, pero que entonces, con leves variantes, tenía mucha homogeneidad serviría para situarlos: el mismo Fraga Iribarne, José Mª Valverde, Miguel Sánchez-Mazas, Jaime Suárez, Alfonso Sastre, Rodrigo Fernández Carvajal, Carlos Robles Piquer, José Luis Rubio Cordón, Torcuato Fernández Miranda, José Manuel Caballero Bonald, Carlos Alonso del Real, Antonio Lago Carballo, Carlos Pascual de Lara, Jaime Ferrán, Carlos Edmundo de Ory, José María de Labra, Rafael Sánchez Ferlosio, Ramón Vázquez Molezún, Ignacio Aldecoa, Manolo Mampaso, Ismael Medina, Carlos Zalamás, Salvador Jiménez, Jaime Campmany, Miguel Angel Castiella... Empleo en su honor y para ellos las palabras “vocación”, “destino” y “generación”. Sobre todo, “generación”: esa gente la adoraba. La teoría orteguiana de las generaciones había puesto a su disposición uno de los más sugestivos ingredientes aglutinadores: “Nuestra generación”, “el destino generacional de...”, “nosotros, los hombres de la generación de postguerra”, “lo que le pasa a nuestra generación es...”, &c. La guerra civil había dejado flotando en el ambiente la mitología del héroe. Esos muchachos querían sentirse héroes de algo, y como no podían serlo de hazañas bélicas eran los héroes de... su generación. ¿Pero qué hacían, de dónde venían, a dónde iban? Desgraciadamente, por mucha que fuese su coherencia ideológica, no se puede esquematizar una definición de todos ellos recurriendo a un solo arquetipo. Resumiendo mucho, podría señalar dos niveles, dos categorías determinadas no tanto por su procedencia social como por la altura de su dedicación intelectual. El primer nivel, el más alto, leía o colaboraba en Alférez; el segundo, leía o colaboraba en La Hora y luego en Alcalá.

Tracemos un retrato ideal, arquetípico, de un muchacho cualquiera correspondiente al primer nivel jerárquico, que podría servir, con ligeros retoques, para cualquiera de los colaboradores de Alférez. Es un muchacho de lentes, serio y grave, que ha llegado a la Universidad de Madrid procedente de una provincia española. Su padre es un discreto abogado, o un oscuro militar; tal vez sea propietario agrícola. En Madrid vive en un colegio mayor (Ah, los colegios mayores, crisoles de exigentes minorías). Su habitación, allí, es sencilla y luminosa; tiene una pequeña biblioteca, una reproducción de Van Gogh pegada a la pared, una cama sencilla y, sobre ella, una cruz de línea simplísima y austera. Sus libros –Ortega, José Antonio, Maritain, Unamuno– están todos en rústica y, sobre la mesa, hay algunos cuidadosamente anotados. Por la mañana, después de ducharse con agua fría, va a la Universidad o a “la biblioteca del Consejo” para preparar su doctorado. Por la [8] tarde pasea con su novia, una chica ni fea ni guapa, pero inteligente, católica sin gazmoñerías y algo deportiva. Él lleva debajo del brazo un tomo de Literatura del siglo XX y Cristianismo, ella lleva a León Bloy. Luego, irá a casa de Luis, o a casa de Dionisio, donde se encontrará con Pedro, con Leopoldo, con Luis Felipe... (Luis es Rosales, Pedro es Laín, Dionisio es –claro– Ridruejo, Leopoldo es Panero y Luis Felipe es Vivanco). Se hablará de poesía o de “España como problema” frente a la tesis “derechista” de “España sin problema”. El domingo por la mañana es posible que asista a la misa de rito oriental de los benedictinos de San Bernardo. Allí se palpa la pureza del cristianismo primitivo cuando uno de los oficiantes transmite el abrazo de la buena nueva a uno de los fieles y éste se lo transmite a los demás. Es emocionante materializar así la Comunión de los Santos. La tarde estará reservada al diálogo intelectual o quizás a oír música gregoriana en el “picap” de algún amigo. Se hablará de don Antonio Machado, para el que se proyecta un número homenaje de Cuadernos Hispanoamericanos.

El segundo nivel ya era otra cosa. El arquetipo correspondiente al segundo nivel podría ser madrileño –es curioso– porque su intelectualismo estaría un poco rebajado por esa casi imperceptible salsa plebeya que la madrileñidad le otorga a sus hijos, aunque lo sean en primera generación. Pero si no lo es, entonces nuestro arquetipo tampoco reside en un colegio mayor sino en una pensión algo más económica. Tal vez dispone de una habitación, a trescientas pesetas mensuales, y va a comer “al comedor del SEU”. Los muchachos de ese nivel ya no leen tanto a Rilke y a Hölderlin primorosamente traducidos y adaptados a la minoría, pero en cambio citarán los textos más españoleadores de Unamuno; ya no tienen un acceso tan directo a los cenáculos de los maestros pero, si disponen de unas pesetillas, se tomaran un café con leche mientras hacen tertulia nocturna en el Café Gijón. Las distinciones podrían seguir hasta el infinito, pero no sé si tanta sutileza puede fatigar al lector. En fin, los muchachos del primer nivel no tratan de abolir nada sino que tratan de construir una España ideal; los del segundo, arremeten violentamente contra todo lo que es “decrépito”. Los primeros son desdeñosos; los segundos, rebeldes consentidos. Los primeros aman a Heidegger; los segundos, atacan a don José María Pemán. Los primeros, son herméticos en cuanto a la explicitación de su ideología política; los segundos se llaman a sí mismos “de izquierda” porque son partidarios de la reforma agraria y enemigos de la monarquía.

Dejemos aparte niveles y jerarquías. Esa gente no hizo la guerra y, si la hizo, no se manchó las manos en su sangre. Casi todos ellos, no todos, se sienten ligados al bando vencedor por muchos lazos: por el de la catolicidad, por el de una ideología aristocráticamente falangista, por razones familiares, por todo; pero se sienten al mismo tiempo tenuemente desligados de la [9] chocarrera gritería de la victoria. Por dos razones fundamentales: porque le huele mal la sangre corrompida y por estética. Ellos son capaces de admirar la “gallardía juvenil” de José Antonio y, sobre todo, su “aristocrática exigencia de estilo” pero no les gusta Raimundo Fernández Cuesta, ni el fascismo descarado de Arriba ni el Sindicato de Hostelería y Similares. Ellos estaban para otra cosa. ¿Para qué estaban?

Lejos de la algarabía que formaban aquellos años los camaradas victoriosos, los estraperlistas enriquecidos y las grandes queridas infatuadas; lejos de los hambrientos que, con la media barra de su ración en el bolsillo esperaban aún aterrorizados la llegada de la guardia civil; lejos de ser delatores y de ser delatados ellos se preparaban “para la misión y para el mando”. Eran universitarios serios que vivían para la universidad, por la universidad y de la universidad, como en un círculo virtuoso donde de lo que se trataba era de ser un buen universitario para poder hacer luego a buenos universitarios. “A la minoría siempre”, decía su revista más significativa, Alférez. Alférez, es decir, hombre que llega a la edad de ser soldado sin dejar de ser un universitario. Allí, muchos de ellos purificaban su alma de la impureza general; allí se podía hablar de José Antonio sin demagogias, de religiosidad sin beaterías y de las grandes ideas abstractas: de “el Hombre”, pero no de los hombres que pasaban hambre o que se enriquecían con el hambre de los demás; de España, pero no de las tierras acumuladas en latifundios ni de los braceros apaleados; de la Catolicidad, pero no de los grandes beneficios que reportaba ser católico. Ellos tenían las manos rigurosamente limpias de todas aquellas suciedades, pero porque rigurosamente se las lavaban todos los días mientras contemplaban el espectáculo del país desde la ventana de su residencia universitaria.

Todo ese conjunto de jóvenes contaba, pues, con un arsenal de mitos muy sugestivos para dinamizar su vida: la catolicidad, el retorno al sentido cristiano de la vida, la revitalización del concepto de aristocracia, la Hispanidad, &c.

La catolicidad estaba ligada, más o menos orsianamente, con el concepto de la universalidad, el cual se relacionaba a su vez –y no por una simple cuestión etimológica– con las ideas sobre la universidad. La revitalización del cristianismo estaba genialmente condicionada por la renovación de la liturgia. Esa gran familia, tan exigente con el estilo, se quedaba arrobada cuando veía un altar escueto de líneas severas. La hermandad cristiana empezaba a restablecerse, no por la distribución del trigo de los graneros de España sino por la distribución del Pan Litúrgico en la Misa. Casi todos ellos, en años más ardorosamente juveniles, se habían dejado inflamar por el fervor misionero de algún cura fanático y hasta, en algunas ocasiones, [10] habían asaltado centros protestantes en las capitales de sus provincias respectivas. Más tarde, su catolicismo se había remansado y ya era sólo cuestión de renovar los símbolos externos para que todo quedase rejuvenecido. Luego estaba la Hispanidad. Lo que en los años del Frente de Juventudes había sido chillar por Gibraltar, se convertía en esos años más maduros en un concepto serio sobre la hermandad de los pueblos hispánicos. Se fundaron así, por instigación del Instituto de Cultura Hispánica, los ACI (Asociación Cultural Iberoamericana) provinciales, donde todos esos chicos de buena familia cultivaban el patriotismo plurinacional de la Cultura. En el de Madrid, por cierto, tuvo Carlitos Robles Piquer una actividad muy destacada.

Ahora, Carlos Robles Piquer es una especie de pichafría fondón y rubio, grandón desangelado, que se atiene fiel y laboriosamente en su despacho del ministerio a los dictados del mando para planificar el envilecimiento dorado y turistizado de nuestro país. Pero en aquellos tiempos prolongaba aún candorosamente sus ardores juveniles en el despacho, más modesto, del ACI madrileño. Dicen que detrás de su asiento había un gran mapa donde se dibujaban las efigies cartográficas de cada una de las tierras que la pérfida Albión había sustraído a la heredad de los pueblos hispánicos: Gibraltar, Las Malvinas, Honduras británica, &c., con un cartel explicativo debajo: “Las tierras robadas”. Un catecúmeno que ya en aquellos tiempos empezaba a dejarse ganar por el escepticismo, cambió aviesamente un par de letras de forma que el letrero quedó así: “Las tiernas bobadas”.

Este trabajo carecería de sentido si no se tratase en él del destino posterior de toda aquella generación: de la evolución de muchos de esos muchachos hacia compromisos morales y políticos, de la acomodación de algunos otros a la prebenda y a la regalía otorgadas desde el poder, de la simple adaptación al estilo cocacolizado y turistizante que ha adoptado el país o, en fin, de la llegada de algunos de ellos a la cima magistral para la que se preparaban. ¿Pero cómo referir esa trayectoria de manera conjunta y coherente?

Hay un año de la vida de nuestro país que fue decisivo para esa generación: 1956. Por una serie de circunstancias, en ese año se precipitaron todas las tomas de conciencia que se estaban fraguando y se dejó establecida, de una vez y para siempre, la zanja dialéctica que había de separar en el futuro a los que de verdad quisieron comprometerse moralmente con España y los que quisieron, por el contrario, comprometer a España en el juego de su carrera personal. En los dos o tres años inmediatamente anteriores, casi podría decirse que los hombres de la “catolicidad-hispánico-universalista” habían, casi, alcanzado sus últimos objetivos estratégicos. Para caracterizarlo con dos o tres datos significativos me referiré solamente a la llegada de Joaquín Ruiz Giménez al Ministerio de Educación y a la obtención subsiguiente de las rectorías de Madrid y Salamanca por Pedro Laín Entralgo y [11] Antonio Tovar, respectivamente. Esos hombres, y todo el grupo de intelectuales que les daba escolta amical, no eran exactamente de “la generación” sino algo mayores. Si los del 98 eran los maestros, ellos eran los jóvenes maestros. Ruiz Giménez encarna paladinamente el prototipo del universitario que se trataba de troquelar: maduro en su juventud, limpio de las impurezas de la represión, católico universal –pues era el gran preboste español de Pax Romana– y, además, catedrático de Salamanca. No le faltaban ni siquiera los símbolos exteriores que debían caracterizar a un universitario de esa especie. Tenía –y tiene– buena facha, aunque de tono un tanto aclerigado, posee afectuosidad sinceramente paternal y era padre de familia numerosa. Los católicos profesionales españoles –Ruiz Giménez, Martín Artajo, Blas Piñar– son de una productividad filial aterradora. Antimaltusianos sistemáticos, yo sospecho que practican el método Ogino pero al revés, como si trataran de repoblar al país con gérmenes católicos asegurados a todo riesgo contra las contaminaciones heterodoxas. Luego estaban los “jóvenes rectores” Laín y Tovar. Es cierto que ambos eran aún en aquella fecha falangistas y, en el caso de Tovar, rabiosamente fascista e hitleriano. Pero a don Pedro Laín lo salvaba el hecho de ser un hombre “en el buen sentido de la palabra, bueno” y también la gravedad elegante de su implícito liberalismo, o mejor, de “su liberalidad”, o mejor de su “comprensión de el Otro”; y a Tovar, la seriedad críptica de sus investigaciones lingüístico-filológicas. Finalmente, estaba “el grupo”: Ridruejo, Rosales, Panero, Vivanco, Aranguren, puntualmente reunidos en una cena de sábado en la noche, con señoras y con Vicky Eiroa, Lilí Alvarez y Juana Mordó. Es curioso, pero los acontecimientos del 56 precipitaron también la toma de conciencia de esa generación de jóvenes maestros.

La España de esos nuevos ilustrados estaba reencontrando su propio pulso, porque las condiciones estratégicas ya estaban dadas. La cosa estaba clara: se trataba de realizar una “revolución desde arriba”, desde la Universidad, desde “la minoría”, desde la “aristocracia intelectual”. La Universidad extendía sus tentáculos fuera de ella y nació así Tiempo Nuevo, círculo de inspiración bodrio-falangista, donde aquellos hombres se reunían con promociones más juveniles y, por más juveniles, con una conciencia del deber político más a flor de piel. La verdad es que, por aquellas fechas, casi todos aquellos hombres habían empezado a darse cuenta de la majadería mistificadora que, en el mejor de los casos, significaba el falangismo donde muchos de ellos habían sido embarcados. Pero se les agudizó la conciencia por la presión de la juventud. No es necesario referir aquí lo que fue el “Congreso universitario de escritores jóvenes”, terminado como el rosario de la aurora cuando el poder se dio cuenta de la carga subversiva que comportaba; ni los “Encuentros entre la poesía y la Universidad”, ni la significación política [12] que adquirieron algunas de las circunstancias del entierro de don José Ortega; ni, en fin, las dramáticas jornadas estudiantiles de febrero, donde hicieron su última aparición histórica los pistoleros falangistas intentando provocar mediante crímenes imputables al enemigo. Todo lo que determinó la caída del ministerio Ruiz Giménez fueron realidades que tomaron cuerpo en aquellos años y que se precipitaron en 1956.

¿Qué era lo que ocurría en realidad, qué fue lo que transformó a las realidades en acontecimientos? Ocurría que en los cenáculos mismos donde se formulaba la “revolución desde arriba” anidaba la verdadera revolución, la revolución desde abajo, incluso sin que de ello fuesen conscientes sus propios protagonistas. Los jóvenes más responsables de aquella generación, o habían tomado ya una primera conciencia de su deber político o sentían la quemazón subversiva que anunciaba su próximo alumbramiento. Y lo que es más importante, esa inquietud, eminentemente contagiosa, había pasado incluso al círculo de los maestros. La crisis del 56 no fue más que la explosión de una situación contradictoria entre dos maneras distintas de entender los problemas políticos. El poder fascista español, que si por esencia no tiene capacidad para objetivar los problemas, tiene al menos, como todos los poderes reaccionarios, la conciencia infusa de los peligros que entraña la inteligencia, acabó con un manotazo digno de su estilo con aquella situación de complacencia y malentendido. Una vez más ejercitó lo que le caracteriza desde sus primeros años, el “muera la inteligencia” sistemático que, en rigor, debería presidirlo emblemáticamente. Por cierto que, en aquella ocasión, Torcuato Fernández Miranda actuó muy diligentemente poniéndose del lado de la represión y negando a Ruiz Giménez.

Ahora bien, aquel zarpazo de la bestia franquista, si bien sumió a sus víctimas en un mar de perplejidades y los dejó indefensos y desorganizados, tuvo la virtud de clarificar todos los ambientes y todas las situaciones. Vale decir que aquello apresuró la elección ideológica más afín con cada uno de los protagonistas. La rebeldía infusa se convirtió en ideología. En lo que se refiere a los maestros, Ridruejo fue el primero. Con la generosidad que le es característica, su vago liberalismo de aquellos años se crispó en una agresiva virulencia antidictatorial hasta hacerle derivar en la ideología que ya le conocemos, mezcla de socialdemocracia y contemporización negociadora con la burguesía. Laín dimitió, sin decir nada, de sus últimos restos falangistas y se retiró a su condición de buena persona privada, preservando su intimidad y la de muy pocos “otros” en una torre de marfil incontaminada de demagogias, que suelen forzar algunas veces los portadores de un pliego con firmas. Luis Rosales, hombre inteligente y de buena fe, hace fracasar todas las hipótesis sobre determinantes ideológicas porque, si no fuera por él, se podría afirmar sin margen de error que aquellas dos cualidades no son compatibles [13] con la condición de monárquico. Luis Felipe Vivanco se retiró también a su timidez honesta de la que sale de vez en cuando para adoptar valerosas actitudes públicas de una gran honradez civil. Aranguren, más sagaz políticamente que todos ellos, descubrió los nuevos mitos de la juventud, y comprendió en el acto que los próximos años apuntaban a la política de verdad. Asumió por ello responsablemente el papel de incitador moral hacia la acción política que por su magisterio le correspondía. Pudo, como casi todos los demás, haberse desentendido confortablemente, pero aceptó el reto del tiempo, a pesar de las molestias que eso le acarreaba. Eso tenemos que agradecerle.

¿Pero qué fue de los jóvenes de la generación iluminada? Sería excesivamente prolijo referirse a todos y cada uno de ellos, pero vale la pena sobrevolar una brevísima nómina que pudiera servirnos para establecer los arquetipos. Algunos, cumplieron fielmente su destino de universitarios. Salieron de la Universidad como alumnos y volvieron a la Universidad como maestros. Pienso especialmente en José María Valverde, y en Rodrigo Fernández Carvajal. Valverde escribió puntualmente –es decir, cuando era una promesa– sus libros poéticos nimbados de un catolicismo existencial mesurado, y sus trabajos sobre los grandes hombres magistrales y sobre los cotidianos maestros amigos: sobre Rilke, pero también sobre la obra de Pedro Laín; sobre don Antonio Machado, pero también sobre Luis Rosales. Ahora enseña estética en Barcelona con la misma mesura y moderación con que le enseñaron sus maestros a encarar la estética de su vida. Pienso que éste, como tantos hombres de su cuño que no fueron afectados ni por la pasión política ni por el escepticismo, tiene, como la Iglesia Católica y como el ABC, la sabiduría de la continuidad. Si algún cambio se ha operado en ellos consiste en que antes fueron jóvenes maduros y ahora empiezan a ser maduros juveniles.

Pasión política y escepticismo: acaso los he contrapuesto de una manera demasiado rígida. Muchas veces, una pasión política puede engendrarse en un previo escepticismo. Tal vez ese fue el caso de Miguel Sánchez Mazas, cuando abandonó por convencimiento su ardorosa militancia católica y falangista. El escepticismo le llegó aparejado a una vocación entusiasta por el rigor científico, no exenta aún, sin embargo, de idealismo. Luego, acaso el mismo rigor de las disciplinas positivas lo condujo hasta el campo de la socialdemocracia y la pasión por el socialismo lo llevó al exilio. Excesivo.

Parece que, según los cánones, la vía ética y moral no es la mejor introducción para la vía política. Sobre este problema, doctores tiene la Santa Madre Iglesia, entre ellos Aranguren. Pero yo sé de gentes cuya pasión política no sería comprensible sin una previa pasión ética y moral. Por ejemplo, José Manuel Caballero Bonald y Alfonso Sastre. ¿Cómo sería comprensible la última poesía y la última novelística de Caballero Bonald sin una reacción [14] casi colérica contra la injusticia? ¿Cómo sería posible la determinación política –la que sea– de Alfonso Sastre sin lo mismo? Claro está que cuando una cosa determina la otra, eso quiere decir que la moralidad ha dejado de ser un problema personal para convertirse en un fenómeno civil. ¿Y qué otra cosa puede ser la política sino moral cívica? En ese sentido, la sensibilidad de Alfonso Sastre ha sido agudísima y paradigmática. Nadie como él en su generación ha tenido el sentido de la protesta, la conciencia de que ejercer siempre y sistemáticamente la protesta por la injusticia constituye un deber que hay que ejercitar a toda hora, a veces con riesgo, aceptando el riesgo sin arrogancias pero con firmeza.

La moral anquilosada en la persona es el gran refugio justificativo de los hombres de esa generación que no quisieron aceptar el compromiso moral de la verdadera política o que, peor aún, siguen ligados al compromiso inmoral con los poderes constituidos, sin darle a estos ningún motivo para que prescindan de sus servicios. “Lo que hay que hacer es trabajar, hacer honradamente la propia obra, en eso consiste el verdadero compromiso político”, dirían invariablemente Carlitos Areán, o Jaime Campmany, o Jaime Suárez, si, ahora, alguien les pidiera su adhesión para la protesta o simplemente para la propuesta de un cambio regenerador. Claro está que los poderes constituidos (es decir, no sólo el Estado sino las clases pudientes, la Iglesia, &c.) tienen siempre en cuenta esa fidelidad que los intelectuales complacientes les otorgan. Ellos, los intelectuales obedientes, continuarán negando que la determinante del espíritu sea “materialista”, pero no se puede ocultar definitivamente esa sospechosa correspondencia entre la fuente de sus ingresos económicos y sus “ideologías” adaptadas, cuando no reprimidas. Carlitos Areán se dedica a escribir profundísimas mojigangas estéticas para no sé bien qué departamento del ramo en el ministerio de la turistización. Campmany, ahora corresponsal, es uno de los forjadores de esa literatura poéticofascista tan peculiar de Arriba. Jaime Suárez, en otro tiempo chico con inquietudes, ha acomodado su vida en el bufete de Serrano Súñer, uno de los más pingües abogados y uno de los grandes “ideólogos” de la OAS hispánica y del fascismo europeísta. Naturalmente, ese tipo de hombre se guardará muy mucho de declararse “franquista” porque, en determinados ambientes, el franquismo ya es inconfesable, pero son más o menos directamente beneficiarios de todo lo que el franquismo defiende y protege. No es que esos exmuchachos sean unos oportunistas sistemáticos; es que la oportunidad pasa por ellos como por todos los que, en el actual estado de cosas español, no han sentido nunca, como un imperativo moral, la necesidad de la desobediencia civil.

Hay otro tipo de oportunistas, pero esos ya son de una calaña más cínica. Si bien Gabrielito Elorriaga no pertenece estrictamente a esa generación de [15] la que hablo, pues es algo más joven, como en realidad ha vivido, muy cerca de ella podría ser aquí señalado como su prototipo. Gabrielito Elorriaga es un chico listo que tuvo sus veleidades marxistas oportunamente, es decir, en su temprana juventud, pero que tuvo que pagar por ello la cuota carcelaria que el franquismo reserva siempre a esas debilidades. Lo cual, para su carrera personal, ha sido una inoportunidad porque eso es lo que, probablemente, lo mantiene ahora fuera de una dirección general. Porque, así como los chicos del Opus son gentes que vendieron su alma a Dios a cambio de excelentes carreras personales, Elorriaga, que con toda seguridad no cree en Dios y que por tanto mal podría negociar con él, decidió venderle su persona a quien quisiera comprársela, con tal de que el comprador tuviese posibilidades de meterlo en la política del mangoneo, que es la que le gusta. Ahora trabaja en el gabinete de Fraga a cargo de cierta asesoría más o menos ideológica. Completa así, con tono aristocrático, la labor un tanto “popular” de los dos grandes ideólogos del régimen, que son los ilustres Angel Ruiz Ayúcar y Joaquín Pérez Madrigal.

Porque a eso, a la politiquería ejercida desde el poder, se le llama en esos círculos “hacer política”, y algunos de los jóvenes a que me refiero se llaman a sí mismos “políticos”. Es triste pensar que para poder condecorarse con ese nombre han tenido que aceptar sin discriminaciones todas las exigencias del poder, renunciando expresamente a todo posible brote de inquietud verdaderamente política. Los hombres como Fraga son “políticos” de la misma manera que son guardianes los eunucos en los harenes orientales, por una castración casi física del órgano que podría ser origen de una infidelidad. Fraga: ¡gran talento de tercera categoría! Desde su más tierna juventud, los hombres con un mínimo olfato ya le habían descubierto sus cualidades “ministrables”. Cuando llegó a Madrid, era un joven rollizo –católicamente rollizo–, bien alimentado material y espiritualmente por esa imperceptible legión de tías solteras e hijas de María que se adivina siempre detrás de cada chico gordo estudioso y bien vestido; bien alimentado sobre todo por las vitaminas de la mantequilla galaica y por las calorías del amor al orden constituido y a San Luis Gonzaga. Tímido y laborioso, se puso a estudiar para ministro de todo en un Colegio Mayor y se puso a vencer su timidez con el cultivo de la arrogancia mussoliniana, en la época en que Mussolini era, por lo menos, respetado por aquellos jóvenes. Para sus compañeros siempre fue un poco cargante aquel tipo que se pasaba la vida estudiando y que, de vez en cuando, en las algaradas juveniles de los colegios mayores, asomaba por la puerta de su celda, su voz tonante –aunque un poco atiplada, eso es verdad– exigiendo el silencio necesario para la concentración intelectual. Pero como luego se llevaba todas las oposiciones con el número 1, se le empezó a respetar, porque en España el héroe de las [16] oposiciones sigue siendo muy respetable. Fraga es un gran estudioso y un gran trabajador por las mismas razones que ha resultado un gran político de la política que a su paisano le conviene ahora: por obediencia. Un hombre que tiene cegados los órganos de la rebelión puede llegar a líder franquista, como un hombre que tiene muerta la pasión sexual puede llegar a ser el Casto José. Ahora me figuro que ya no se mirará al espejo ensayando el gesto de Mussolini, porque una de las cosas que ha tenido que aceptar obedientemente para ponerse a tono con el nuevo estilo del país ha sido la campaña idiota del “sonría por favor”. Pero aún le queda una manera de caminar forzadamente atlética, como la de los chicarrones de Far-West pero en gordo –traicionada por su fondonería precoz– y una voz forzadamente autoritaria –traicionada por el atiplamiento–, que le denuncian un pasado menos “liberal”. Desde su puesto de hotelero mayor del reino, de aposentador de millonarias descocadas, y de jefe de publicidad y relaciones públicas de la última carnavalada franquista, Fraga tiene que sentirse complacido cuando el caudillo, su amo, le conceda su sonrisa bobalicona. No importa que él, al aguantar en el gobierno después del asesinato de Grimau, se hiciera cómplice de todos los crímenes. Su destino es la obediencia.

¿Qué podía haber sido una generación a la que se le enseñó desde que eran niños que Marx era el Anticristo, privada de la más elemental pedagogía política, reducida a la indigencia espiritual de Arias Salgado? Fue, en aquel tiempo, lo que tuvo que ser. Ya hizo bastante con haber adoptado el platonismo en vez de las doctrinas de “los cruzados de la fe” y del “Angel Exterminador” que le enseñaban los padres de la patria. Y hay que agradecerle a los que tomaron conciencia de su deber que lo hicieran en momentos en que la inteligencia estaba reducida aún a la clandestinidad. Ahora ya es otra cosa. Como el régimen ha elegido el camino del inmoralismo, ni siquiera le queda fuerza moral para ejercer devastadoramente su doctrina del “muera la inteligencia”. Naturalmente, no ha autorizado el paso libre a la inteligencia; eso no lo hará nunca. Pero, por lo menos, deja pasar, y hace en cierta manera la vista gorda, con la esperanza de que el espíritu de don Santiago Bernabeu y de nuestra segundona “dolce vita” acaben emporqueciendo nuestras responsabilidades políticas. Sus esperanzas no carecen de fundamentos, pero en nosotros está el que no lleguen a hacerse realidades absolutas.