Cuadernos para el Diálogo
Madrid, octubre 1963
 
número 1
páginas 5-6

Joaquín Ruiz-Giménez

Carta abierta a José María Pemán

Mi querido amigo:

Te debo esta carta desde hace muchos meses, desde que me enviaste, con una silenciosa tarjeta tuya, el honrado libro de José Gutiérrez Ravé, que lleva por título «El conde de Barcelona».

Te agradecí sinceramente el obsequio, aunque al principio no me di cabal cuenta del verdadero sentido de tu amable gesto.

El vértigo de Madrid, los trabajos en la Universidad y otras actividades culturales y profesionales me impidieron abrir entonces el libro y ponerme a leerlo con diligencia, como hubiera deseado. Cuando, al fin, pude hacerlo, tuve una primera sorpresa: tu sugestivo prólogo, en el que me adentré gustosamente. Porque siempre te leo con placer, aun en aquellos puntos o criterios que no comparto. No lo tomes a convencional cumplido. Es justicia. Soy ajeno a la actitud –aunque la profesen algunos amigos míos entrañables– de subestimar tu producción literaria por parecerles anacrónica, blanda o superficial. Personalmente creo que tu obra es, en conjunto, digna de respeto y que muchas de tus poesías, de tus conferencias y, sobre todo, de tus artículos en la Prensa diaria o en revistas son sugestivos y valiosos, en el fondo y en la forma. Por lo menos, doy fe de que a mí me han hecho pasar momentos muy gratos desde que te leía por los años 30 en las páginas de «El Debate», y me han enseñado no pocas cosas. Entre ellas la gracia y la esperanza, profundamente humanas, que laten en lo mejor del alma andaluza.

No viene esto como escudo para atacarte luego, que ésa es táctica que me repugna. Si te escribo es para darte las gracias por el envío del libro y por la segunda sorpresa que me brindó tu prólogo.

Coincidirás conmigo en que no es leve impresión la que se siente al tropezar con los propios apellidos en letras de molde en un escrito de la significación o alcance al que el tuyo aspira. Por de pronto se corre el riesgo de caer en la tentación de quienes dicen que «lo importante es que se hable de uno…, aunque se hable mal». Felizmente aún puedo defenderme de esa vana consolación, máxime cuando, como ocurre en este caso, no es malo, sino bueno lo que amistosamente dices de mí.

Tal vez sea un poco frívolo, querido José María –o, si prefieres, un poco alegre y juguetón, como la manzanilla de tu tierra–, el repartir etiquetas de filiación política en una coyuntura como la nuestra de cambio histórico y con serias dificultades para que cada uno se defina con sinceridad.

Pero dejando aparte esta cuestión, y con similar ánimo deportivo, no puedo menos de decirte que el calificativo de «neoliberal», con el que tratas de caracterizarme, no es incómodo, sino agradable para quien como yo se siente radicalmente hombre, esto es, espiritualmente libre en un mundo de incomprensiones e injusticias.

Lo que sí te pido, a cambio de esta llana y no sé si comprometida aceptación de la partida de bautismo político que me ofreces, es que aceptes por tu parte dos enmiendas de diferente alcance para el supuesto de una nueva edición del libro donde figura tu prólogo (hipótesis no imposible si la fortuna es propicia a tus ilusiones y proyectos, de tan difícil navegación…).

El primer ruego se refiere al prefijo de dicha etiqueta, pues, aliviada del antiestético y equívoco neo se queda en liberal a secas, que suena mucho mejor.

Como no estoy escribiendo aquí un ensayo filosófico-político y, además, a buen entendedor medias palabras bastan, no es preciso que te aclare en qué sentido acepto ser liberal sin añadiduras, como sin añadiduras amo a la verdad y a la justicia.

Es posible que algunas gentes menos humanas que tú sientan la necesidad de abrumarme con citas condenatorias del «viejo liberalismo» (contra el cual –nobleza obliga– también yo escribí en otros tiempos algunas cosas displicentes). Pero ahora, desde una perspectiva más amplia y universal, y frente a la intolerancia de algunos y a la incomprensión y prepotencia de otros, me siento cada vez más impulsado a una actitud humana profundamente liberal que nada tiene que ver con escepticismos religiosos, indiferencias valorativas o desintegraciones anárquicas.

A fuerza de meditar los textos básicos de nuestra civilización occidental, las palabras del Divino Maestro, las de los primeros cristianos, las mejores páginas de los Santos Padres y de Santo Tomás, las de los grandes teólogos y juristas del Siglo de Oro y, sobre todo, a fuerza de sentir el latido interior de la Iglesia en el actual momento del mundo –el latido del corazón de Pío XII, de Juan XXIII, de Pablo VI– no me asusta nada que me llamen «liberal» si se hace honradamente. Al fin de cuentas es recordarle a uno que es hombre europeo y que está en la más esperanzadora e irrenunciable compañía. Después de la «Pacem in terris» parece imposible que quien sea de verdad cristiano se desentienda de las exigencias concretas –culturales, económicas, sociales y políticas– de la libertad humana.

Pero aquí viene mi segunda reserva, más grave y decisiva que la primera, y es que con similar o mayor fundamento quizás que el que tienes para llamarme «neoliberal», podrías haberme calificado de «neosocialista» (o socialista, sin más, para ser coherente con la animadversión a los prefijos). Pido a Dios que no se escandalicen otros, ya que tú no te has de escandalizar, pues adivinas a dónde apunto con esa declaración. Apunto a nuestro deber de luchar por la instauración de la justicia y de la igualdad entre todos los sectores de cada comunidad nacional y de la comunidad universal. Apunto a una lucha incansable por la solidaridad efectiva entre todos los hombres mediante el cambio radical de las estructuras económicosociales en todos los planos en que sea preciso para lograr niveles de vida auténticamente humana. Apunto a la «socialización», entendida como la entendió Su Santidad Juan XXIII, es decir, como proceso de densificación de las relaciones interhumanas, como auge de las formas de vida asociada, que hagan posible a todos los hombres y a todos los pueblos el disfrute de los avances de la civilización y de la técnica. Pero también, y en donde sea preciso, apunto a la «socialización» en un sentido más restringido, como transferencia al Estado, a sindicatos y a cooperativas o asociaciones de radio menor, del dominio o gestión de aquellas fuentes de producción de riqueza que, por entrañar un fuerte poder económico, llevan anejo un gran poder social y político que sólo puede estar en manos de los auténticos representantes de la comunidad nacional o internacional. Apunto, en suma, a que seamos de una vez no «anticomunistas» retóricos o farisaicos, sino comunitarios, creyentes y servidores de verdad, con el corazón, con la vida, de la hermandad real de todos los hombres.

Puede objetarse –y acepto desde ahora el diálogo sobre ello– que el «socialismo» ha sido reprobado por la Iglesia. Pero yo pediría a unos y a otros que revisen desapasionadamente algunos significativos textos de Pío XII y, sobre todo, las recomendaciones pastorales de Juan XXIII en la parte final de la «Pacem in terris», y verán hasta qué punto es necesario, distinguir entre la concepción materialista de la Historia con todas sus implicaciones antirreligiosas y con sus cercenamientos de las libertades humanas, de aquellos otros movimientos o tendencias que aceptan el calificativo de socialistas o socialdemócratas para recalcar su actitud reformadora en el plano económicosocial, pero rechazando –como es preciso rechazar– el transfondo ideológico del marxismo.

Para entendernos mejor cabría hablar de «socialismo cristiano» o más concisamente de movimientos «socialcristianos». Pero el apelativo cristiano es tan alto y universal que me resisto a vincularlo a cualquier empresa política, al fin y al cabo, contingente y opinable. Ya se han atribuido demasiadas veces a la Iglesia ligámenes históricos con instituciones autocráticas, por lo menos en las formas externas, como para uncirla ahora a movimientos democráticos por apetecibles que éstos sean.

Sin necesidad, pues, de etiquetas, siempre artificiales y que empequeñecen el vivir humano, quedémosnos en una actitud a la vez liberal o personalista y social o comunitaria, que no mire al pasado, sino al futuro; que supere añejos prejuicios y sectarismos y que sienta en su alma todo el dolor y todas las esperanzas de los hombres.

Con esto queda claro, querido José María, que no hay contradicción en aceptar ser liberal, del modo profundo y entrañable que antes dije, e impulsar simultáneamente la perspectiva de la socialización, sin la cual no se logra una efectiva libertad para todos los hombres.

La proyección de todo esto sobre nuestra España –la España real e ideal por la que luchamos– nos impone, por lo menos, tres ineludibles exigencias: impulsar un movimiento de radical reordenación de las estructuras socioeconómicas (desde la empresa industrial y agrícola al sistema sindical, crediticio y tributario); perfeccionar el ordenamiento jurídico-político mediante una representación auténtica de todos los grupos sociales intermedios y de todos los ciudadanos, y la promulgación de una ley de Prensa que haga viable el diálogo amplio y sincero entre gobernantes y gobernados; y, por último, una decidida democratización de la enseñanza en el doble sentido de hacerla accesible a todos los españoles y de educar con ella a las gentes jóvenes –y a las que no lo son tanto– en la comprensión y el respeto recíprocos, el ejercicio de la libertad responsable y el servicio al bien común y a la paz social. En suma: acercarse de modo efectivo a la igualdad sin renunciar a la libertad –a las libertades políticas formales para ser más concreto–, y hacer de la libertad el camino hacia la solidaridad, hacia un orden integralmente humano.

Tal vez sea ésta la doble, sugestiva y estremecedora empresa abierta a quienes no hayan renunciado a la fe, a la esperanza y al amor.

Y como creo que tú tienes todas estas cosas aún vivas en el alma, confío en que entenderás cordialmente y absolverás de la culpa de haberte hecho perder algún tiempo con esta carta sin importancia, a tu amigo que te abraza

Joaquín Ruiz-Giménez

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