Cristiandad. Al Reino de Cristo por la devoción
a los Sagrados Corazones de Jesús y María
año XIII, nº 287, páginas 68-69
Barcelona, 1 de marzo de 1956

Carlos Feliu de Travy

Inquietud en torno
a la Universidad

El tema de la Universidad está hoy sobre el tapete. La Universidad ha sido siempre –desde que existe conciencia de la repercusión de lo universitario en la vida social y política de los países– objeto de atención de los responsables. A menudo, lo que ocurre en la Universidad tiene valor de síntoma para enjuiciar el presente o el próximo futuro. Al cabo, la orientación de este último viene dado por las de las generaciones que llenan las aulas de la Universidad. Pero, aparte esa valoración estrictamente política de la Universidad, cabe otra que atiende a aspectos más amplios de la vida general del país. La Universidad –comprendiendo en ella, en general, a todos los centros de Enseñanza Superior y, mejor todavía, entiendo por ella la Enseñanza Superior– ha de darnos los cuadros directivos del país en todos los órdenes; ha de suministrar los técnicos, los graduados, que dirijan y fomenten la prosperidad económica y el enriquecimiento cultural de la patria. Es claro, pues, que la Universidad no ha de resultar nunca indiferente a cualquiera que se sienta responsable dentro del organismo social.

Santo Tomás de Aquino El estudio de la cuestión universitaria pide, ante todo, serenidad de juicio y rectitud de intención a toda prueba. A poco de penetrar en ella, se percata uno fácilmente de que la cuestión puede tornarse, por menos de nada, vidriosa. Con la Universidad ocurre algo parecido a lo que sucede con el Estado en la vida moderna. A fin de cuentas, el Estado existe por obra de todos y para el bien de todos. Ahora bien, en la práctica y para la generalidad de las gentes, el Estado es un huésped extraño e inoportuno y, consecuente con esa convicción que no se le escapa, el Estado considera extraños en abundosa medida a todos los que, de un modo u otro, no forman parte de sus escalafones administrativos. Decimos que con la Universidad ocurre otro tanto, porque, si bien son muchos los que han formado parte, en calidad de alumnos, de la Universidad, lo cierto es que, andando el tiempo, se sienten excluidos en el sentido de que se les niega voz y voto para opinar desde fuera. Claro está que el primer absurdo es aquí establecer esa distinción entre los de fuera y los de dentro. Porque en esta cuestión, como en todas, lo que califica para alzar la voz con dignidad es hallarse, respecto a la cosa, con aquella entrañable disposición de ánimo que mueve a desear el perfeccionamiento de lo que a todos nos interesa en grado sumo. Entendemos, pues, que nadie puede ser acusado válida y justamente de entrometido y aguafiestas, si va al tema con aquella serenidad y aquella rectitud de intención a que antes nos referíamos. Y parece indiscutible que, en principio, va al tema con ese talante quienquiera se decida a afrontarlo llevado de ese móvil de perfeccionamiento que acabamos de señalar.

En segundo término, nos parece que se halla al margen de toda posible discusión la necesidad de establecer otra premisa: el tema, en sí mismo, es complejo. Presenta distintos aspectos, que no es posible tratar a la vez. La adaptación de la Universidad, en cuanto centro formativo de técnicos, a las necesidades que presenta la evolución de la economía, puede ser una cuestión. Otra es la que existe, partiendo de una idea de la Universidad, como orientadora del pensamiento político y cultural. Y admitiendo dichas cuestiones –y acaso trascendiéndolas en no pequeño grado– nos queda el pensar en el tema de la descentralización de la Universidad, por no hablar de otros, que, al igual que éste, presuponen un enfoque que atañe de raíz a la misma concepción de la Universidad como tal.

No es posible, de consiguiente, abarcar en un solo trabajo, de reducidas dimensiones, todos los aspectos que nos ofrece la cuestión de la Universidad. Hoy queremos aludir a las ideas recientemente expuestas por Antonio Tovar, actual rector de Salamanca, en el periódico madrileño Arriba. Se trata de una serie de cuatro artículos aparecidos en dicho periódico los días 4, 5, 6 y 8 del pasado enero. Tovar sugiere ideas, partiendo de un enunciado concreto: la enseñanza –que de algún modo u otro es preparar hombres para el trabajo– debe acomodarse al perfil de nuestros tiempos. Tenemos que contar con técnicos, aquí, entre nosotros, que puedan poner al país a la altura de las necesidades que caracterizan a nuestra época. Desde la primera guerra mundial hasta ahora se ha operado una verdadera revolución en la economía mundial. Los españoles no podemos desconocer semejante realidad. El cambio aparece indudable, así en el fenómeno económico en sí mismo considerado, como en el ritmo del proceso que éste sigue y que cabe calificar realmente de vertiginoso, respecto al de tiempos anteriores, si se tiene en cuenta que viene caracterizado básicamente por una necesidad imperiosa y constante de producir. Todo eso supuesto, se nos plantea por modo necesario el interrogante: ¿la enseñanza superior se halla hoy a tono con semejantes y concretísimas exigencias?

Se desprende, con toda evidencia, de lo dicho que la cuestión que propone Antonio Tovar es una de las varias que antes decíamos reclaman estudio, a propósito de la Universidad. No todo acaba ahí, es cierto. La conciencia y la comprensión del momento económico no entorpece, sino antes pide una clara conciencia, a la vez, de otras cuestiones que asimismo afectan a la marcha general de la vida. El bienestar económico de un país debe procurarse en fuerza de la exigencia del bien común. Pero el bien común sólo tiene sentido en función del hombre, como persona. Eso nos dice que el bienestar económico ha de ir acompañado siempre de un bienestar espiritual, en el que junto a un criterio supremo de tipo religioso, juegan otros de tipo histórico, en su acepción más amplia, que postulan una determinada orientación en la vida general del país. Hace falta una unidad de pensamiento en torno a ideas fundamentales que afectan al ser histórico nacional. Unidad de pensamiento que tiene que forjarse, o, mejor dicho, asegurarse para cada generación en la Universidad. Y esa, unidad de pensamiento, conste con toda claridad, no puede ni debe substituirse entre nosotros, como sabemos opinan algunos –acaso los más tímidos–, con cuatro ideas baratas acerca de la necesidad de la «convivencia» y de la «coexistencia», según las cuales tendrá que posponerse al respeto de una libertad del individuo mal concebida y peor practicada, la permanencia del cristianismo, como norma de vida, consubstancial al ser y a la vida histórica del país.

Esa es, a nuestro entender, la primera y capital cuestión de cuantas deben tratarse en materia universitaria, hasta el punto de que soslayarla en un examen de conjunto del tema y mucho más en cualquier pesquisa sobre las causas de su posible crisis, denuncia forzosamente una ignorancia absoluta de la misión que está llamada a cumplir la Universidad. La Universidad, en suma, no puede limitarse a fabricar técnicos para la técnica. El técnico [69] es un hombre y como tal debe abrirse plena y coligadamente en la Universidad a la idea de su responsabilidad, en cuanto persona, y a la conciencia de su existir en el seno de una comunidad social e histórica, con arreglo a principios básicos y fundamentales, que en España son los del catolicismo. Nos parece todo eso tan evidente que, a nuestro juicio, las desilusiones que en muchos despierta la contemplación del estado espiritual específico de ciertos sectores universitarios, se explican por el desconocimiento de esa misión primordial de la Universidad, que desde los tiempos del liberalismo ha pesado en la formación de la juventud, con arranque ya desde la misma enseñanza media y la complicidad, por omisión, de la mayor parte de las instituciones de diverso tipo que con finalidades de signo religioso o cultural agrupan a las juventudes fuera de las aulas.

* * *

El universitario, al abandonar las aulas en posesión de su título facultativo, encuentra prácticamente cerradas las puertas de ingreso a la profesión. O sea, prácticamente, la Universidad no es una salida o, por lo menos, en la medida deseable. Eso produce una viva inquietud entre los jóvenes graduados, que se transmite a los estudiantes y pesa, en definitiva, en forma de cargada atmósfera, en el ámbito estudiantil. Y lo bueno del caso es que, objetivamente hablando, no puede afirmarse que sea excesivo el número de los que estudian, porque demasiado sabemos que en cualquier circunstancia el aprender es útil y para nadie resulta lastre ineficaz. Fuera de que no es un mal para el país, sino, al contrario, un bien positivo el que sus habitantes acrecienten el caudal de su cultura y de sus conocimientos. Pero la afluencia de estudiantes, de futuros graduados, que dudan de la eficacia –inmediata, por lo menos– de sus títulos, de cara a un rendimiento profesional, crea o puede crear un problema social indiscutible. Son bastantes los que dan hoy ese problema por existente. Si socialmente no es un mal el que sea considerable el número de los que estudian, y, a pesar de ello, puede el hecho constituir un problema en las actuales circunstancias –un problema que pone a prueba el entusiasmo de la juventud, con evidente riesgo de que muchos sucumban en el trance– los estorbos deben buscarse entonces en otra parte.

Examinado el caso, venimos a concluir que el número de los aspirantes excede en gran medida al de las plazas susceptibles de ocupación. El remedio, en tal supuesto, tendría que ser doble. Por una parte, acabar con un numerus clausus, cuyo mantenimiento en los mismos o casi iguales términos a los establecidos en épocas de necesidades inferiores a la actual, puede interpretarse privilegio intolerable de unos pocos en perjuicio del derecho de los demás. De otra, convendría aumentar las especializaciones, con salida práctica, en las distintas carreras, sobre todo las que miran a una actividad técnica dentro de la industria en general. Eso provocaría, sin duda, la rápida descongestión de algunas Facultades tradicionales, a las que, más que impelidos por una concreta vocación, acuden los estudiantes con la idea de obtener un título que, a la par que les eleve en el plano social, les dote de un medio eficaz –el título– para subsistir.

La falta de una necesaria y adecuada distribución de cupo escolar –distribución que se realiza espontáneamente cuando las salidas se hallan a tono con las reales necesidades– ha provocado hasta el momento, según está en la mano de cualquiera el comprobarlo, una verdadera inflación en los cuadros de determinadas profesiones liberales. Bueno será advertir, con todo, que el fenómeno no es exclusivo de nuestro país. Pero eso preocupa, más bien que consuela, y no puede por lo mismo convertirse en cómodo pretexto para hurtar el cuerpo a la reflexión. En concreto, cabe afirmar que en el ejercicio de la profesión libre, la lucha por la vida resulta superiormente difícil para la generalidad. Vivimos unos tiempos duros, es verdad. Pero hace falta separar en el examen de esa específica dureza lo que se nos aparece y es realmente duro por efecto de los tiempos, de lo que viene a ser tal en virtud de nuestra escasa diligencia en aprontar los remedios adecuados.

Un medio de evitar la lucha, o, mejor dicho, de luchar calladamente para asegurar al cabo, de un solo y certero golpe, la victoria, está en seguir el camino de la oposición. Mas emprender el camino no significa siempre llegar a término, y mucho menos aquí. En torno a la oposición, danza a todas horas un siniestro fantasma: el del número necesariamente reducido de plazas asequibles. Por la fuerza de ese número fatídico, las ilusiones de la mayoría van quedando, paso a paso, arrumbadas en la cuneta del camino, a veces cuando, después de un incesante jadeo, cree el aspirante estar pisando ya la misma cinta de llegada.

Todas éstas son cuestiones que afectan a la Universidad. Encauzarlas adecuadamente supone lograr hacer de aquélla un instrumento eficaz para la prosperidad material del país. Repetimos, empero, que no son, con todo, las cuestiones capitales. El arreglo de las primeras no depende, en última instancia, de la Universidad en sí misma, por lo mismo que no entrañan una toma de posición acerca de las razones constitutivas y de la orientación espiritual de la Universidad. Las segundas –las cuestiones capitales– deben y pueden solucionarse en la misma Universidad. Piden una conciencia clara sobre las razones y los fines de ésta. Fuerzan necesariamente a una toma de posición. Los hechos ocurridos últimamente en la Universidad Central hablan muy claro en pro de la urgente necesidad de contar con aquella clara conciencia.

Carlos Feliu de Travy


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