Cristiandad. Al Reino de Cristo por la devoción
a los Sagrados Corazones de Jesús y María
año XIII, nº 286, páginas 61-62
Barcelona, 15 de febrero de 1956

Pedro Darnell Gascou

Propaganda, censura
y calificación moral de las películas

No seas vencido por el mal; sino vence con el bien al mal.
(De la carta al Apóstol San Pablo a los Romanos, 12, 16-21.)

I. Propaganda

Con un éxito indiscutido y seguido con creciente interés día a día por los asistentes, tuvo lugar, entre el 1 y el 7 de enero, la Semana Cinematográfica Católica, bajo la dirección del Reverendo Padre Tomás L. Pujadas, C. M. F., en el Convento de los RE. PP. Claretianos.

El Papa Pío XII se había dirigido a la Industria Cinematográfica Italiana en junio pasado, y en dos magníficos y densos discursos sobre «El film ideal» puntualizaba lo que debía ser una película. Los católicos tenían que recoger sus enseñanzas y llevarlas a la práctica: de ahí la Semana Cinematográfica.

Una de las ponencias versó sobre la propaganda cinematográfica, y en este breve artículo deseamos analizar lo que a ella atañe, sus causas, sus efectos, sus medios de expansión, buscando, a través de la complicada máquina propagandística, un alivio a las osadías de quienes a toda costa defienden unos intereses no siempre respetables.

No pretendemos un estudio exhaustivo del tema; ni nuestros conocimientos ni el espacio lo permiten. Pero, aun tratando someramente este asunto tan actual y que tanto nos afecta a los católicos, su interés obliga a dedicarle un espacio, espacio que Cristiandad nos cede amablemente, atenta siempre a hacerse eco del pensamiento y la voz que desde Roma señala el camino seguro, la conducta inequívoca, el deber imprescriptible.

Si el cine ha pasado a ser espectáculo universal, mucho debe a la propaganda; y si ésta fue al principio tímida y torpe, ha logrado colocarle hoy en la cima de un negocio fabuloso, quizá el más productivo de todas las épocas.

Un negocio prospera dándole a conocer, y si una película ha de rendir dividendos que sobrepasen los que puede ofrecer otra inversión cualquiera, es necesario llegar hasta los últimos rincones del país menos civilizado, cubriendo todos los mercados, interesando a todos los públicos, a todas las razas. He ahí el porqué del estudio profundo y de la puesta en práctica del sistema amplísimo de propaganda en cadena, que da comienzo en los estudios para esparcirse después a los cinco continentes.

La propaganda cinematográfica no va toda ella dirigida al mismo público, pero cada uno encuentra su propaganda, aquella a la que se entrega con facilidad debido al temperamento, cultura, preferencias, estado emocional.

Para la gente sencilla se desvela la vida privada de los artistas: sus aficiones, sus idilios sentimentales, sus transgresiones al Sacramento del Matrimonio ingeniosamente excusadas, las fastuosas fiestas o los estrenos en el propio Hollywood. Para el hombre medio son los datos del costo de una película, el tiempo invertido en filmarla, las anécdotas más o menos ingeniosas. Para el hombre culto las noticias sobre adaptaciones literarias o históricas, adelantos técnicos, nuevas orientaciones en cuanto al armazón artístico.

Ésta es, en síntesis, la propaganda primera, la que podríamos denominar de choque, la que crea un ambiente e interesa a todos, la que prepara el terreno para el objetivo único que se persigue: colocar toda la mercancía, hallar público para todas las cintas, en todos los países y en cantidad suficiente para que permita el desarrollo de la industria a gran escala. Propaganda lenta, diaria, machacona, entremezclada en los periódicos con noticias políticas y artículos heterogéneos. A ella coadyuvan las productoras, las distribuidoras y las revistas especializadas en cine, que aprovechan el interés demostrado por el público para lucrarse a su vez, y que sin estar directamente interesadas en el negocio, son las mejores aliadas de los Estudios Cinematográficos.

La segunda parte, es decir: la propaganda dirigida directamente al público en cuanto a interesarle en la asistencia a una determinada proyección, se basa en procedimientos totalmente inversos, ya que ha de actuar en forma rápida, obrando como medicina de urgencia, por cuanto una película durará, a lo sumo, unas semanas en la misma sala, y ello obliga a buscar en la fuerza de sugestión lo que debe restarse al tiempo posible de anuncio. De ahí los «slogans» los adjetivos cada vez más atrevidos, el mayor tamaño de los anuncios y en lo posible reforzados por algún dibujo representando un actor, una actriz o un episodio palpitante de la película.

Si la primera buscaba crear un clima, ésta obra sobre un público ya anteriormente influenciado y le promete noventa minutos de pura ilusión, de evasión a cualquier otra preocupación, de vida distinta a la propia, entre suntuosos decorados, sentimentales escenas de pasión –no de amor, divina palabra convertida en basura por la literatura y el cine–, o un mundo repleto de bondad y de belleza, o sea de irrealidad. El inconformismo es el mejor aliado del cine; también lo es el dolor. La joven que ve transcurrir los años sin recibir la menor muestra de amor, la esposa cuyo marido se torna cada vez más indiferente a sus perdidos encantos, el pobrecito obrero cuyo hogar sólo le ofrece incomodidad y amargura, el hombre maduro para quien se agotan las ilusiones de una vida irregular: todos los que buscan saciar este deseo inexplicado de felicidad, que no es otro que un sentimiento que nos guía a Dios por los caminos más insospechados. ¡Cuántos viven en el cine deseos frustrados que no pudieron o supieron vivir en la realidad!

Pudiera creerse que la multiplicidad de anuncios, su difusión desorbitada, deberían crear un autocontrol en el lector, quien avisado por anteriores experiencias debería estar acorazado contra posibles engaños. Pero téngase en cuenta, que ni siempre quedó defraudado –en España es posible ver muy buen cine, moral y técnicamente hablando–, ni la propaganda múltiple resulta negativa. Por el contrario, ésta tiene mayor fuerza a medida que sus elementos simples forman un como archivo en la memoria, ya que por ilación de ideas, bastará sugerir una para que las anteriores surjan espontáneamente y aumenten como cristal óptico la fuerza de sus lacónicas alusiones.

Los peligros a que aboca esta propaganda son múltiples, pero sólo mencionaremos dos. El más temible será sin duda el convencimiento que obre sobre la persona, llevándola a asistir a una proyección inadecuada para su edad o formación. El segundo, más visible, la forma que adquiere el anuncio. Si para anunciar un artículo cualquiera se echa mano a menudo del dibujo o la fotografía insinuante, cuando no pornográfica, ¿qué no será para el cine si la lujuria es –por desgracia demasiado a menudo– su «leiv-motif»? No es menester hacer hincapié en lo brutal que resultará para una sensibilidad todavía no maleada la visión de una página dedicada a [62] grandes carteleras de anuncio de películas. Y pensemos que en España, por fortuna, la censura ha evitado que nuestros rotativos se conviertan en campo experimental de las más degradantes pasiones; pero no así en el resto del mundo, y esta lección, esta verdad, hay que tenerlas muy presentes.

Lo que es cierto para el mal lo es también para el bien. Cuando se trata de anunciar una película religiosa o simplemente limpia, la propaganda encuentra el lenguaje adecuado, la frase penetrante, el dibujo enternecedor. Y con facilidad suma, ya que si el mal fascina cuando llama a las bajas pasiones, el bien que en potencia late en el corazón de todos los hombres, se siente irresistiblemente atraído hacia la bondad, los sentimientos generosos; y la heroicidad de un sacerdote, los desvelos de una monja, la candidez de un niño, captan al espectador menos sensible y bañan a veces sus ojos con lágrimas que dicen bien que el corazón humano está siempre dispuesto a dejarse vencer por la presencia de las virtudes, que es en definitiva la presencia de Dios.

¡Si quisiéramos! ¡Si nos empeñáramos de corazón en comprender la ponzoña que contiene la propaganda cinematográfica y en buscar un antídoto! No hallaremos solución en la simple exposición de los hechos o en el sólo conocimiento de la perversidad del enemigo, sino a través de la regeneración de su espíritu. Hay que restaurar el concepto de la moral, de la vida de familia, el retorno de la humanidad a Dios. Si Dios está con nosotros, ¿a quién temeremos?

II. Censura estatal y calificación moral

Es muy importante que los católicos sepan diferenciar la censura estatal de la calificación moral de las películas.

Existe un amplísimo desconocimiento, una confusión entre ambas, lo que suele dar lugar a los lamentables errores en que incurren tanto los educadores como los padres de familia cuidadosos en vigilar los espectáculos a que concurren niños o jóvenes. Anotamos con alborozo que cada día es más amplio el círculo de quienes adoptan una postura obediente ante el problema del cine, problema muy complejo y de suma delicadeza.

El Estado español ejerce una censura gracias a la cual son rechazadas anualmente centenares de películas ofrecidas al mercado español y consideradas totalmente improyectables. En cuanto a las que se aceptan en principio, quedan sujetas a su vez a una censura que servirá para desglosarlas en películas para mayores y en películas para todos los públicos. Sabido es que los menores no pueden asistir a las representaciones de películas aptas para mayores hasta tanto no han cumplido los dieciséis años de edad.

Fácil es comprender las dificultades de todo género que surgen. En primer lugar, el Estado no puede censurar con un sentido excesivamente rigorista, y en segundo lugar, difícil será asegurar el estricto cumplimiento de unas normas que indiscutiblemente lesionan los intereses de los propietarios de salas dedicadas al cine, pese a la fiscalización que ejerce el Estado a través de los inspectores designados a este efecto y a las numerosas multas de que son objeto por incumplimiento de las citadas normas, sin olvidar la facilidad de encontrar un resquicio por donde incumplir el mandato en la dificultad de comprobar la edad justa de cada espectador.

La Iglesia estableció hace años una calificación moral, distinta en todos los países en cuanto a su forma, pero idéntica en cuanto a su objetivo, y por la que se establecen matices que diferencian lo que puede o no perjudicar a una persona de determinada edad o formación.

Esta calificación, actualmente vigente, es la siguiente:

1.– Niños hasta catorce años.
2.– Jóvenes, de catorce a veintiún años.
3.– Mayores, de veintiún años cumplidos en adelante.
3R.– Mayores; con reparos, la misma edad, pero con «sólida» formación moral.
4.– Gravemente peligrosa (léase rechazable).

La ejecución se confía a la Junta Nacional de Acción Católica, quien facilita estos servicios por medio de su Secretariado Central de Espectáculos y Asociaciones adheridas a Acción católica, como Filmor, Confederación Católica Nacional de Padres de Familia, SIPE de las Congregaciones Marianas, el periódico Signo, la revista Ecclesia, &c.

Los censores deben atenerse a unas normas, y por tanto no obran según su criterio, aunque éste intervenga, en la parte subjetiva de la película, sino que consultan esas normas y procuran interpretarlas rectamente y aplicarlas sin error. ¡Difícil misión, repleta de peligros! Hay que calificar para un público vastísimo, heterogéneo. Hay que calificar teniendo en cuenta que existen salas céntricas y salas de extrarradio; salas en zonas marítimas y en alta montaña; salas a las que acude público en su mayoría formado y otras que son refugio de gentes sencillas, sin preparación.

Esta censura será, pues, orientadora, en términos generales, vagos, pero nunca podrá utilizarse sin un previo examen del público. Los colegios, parroquias, catequesis, &c., no encontrarán garantías suficientes en la simple numeración calificadora. Es fácil informarse a través de SIPE, quien dispone, no sólo de la calificación escueta, sino también de fichas en las cuales se extracta el valor moral y técnico de cada película.

Faltan también números de calificación, y este defecto acusado por la práctica ha motivado el que en la Semana Cinematográfica Católica se llegara a la conclusión de solicitar una ampliación. Una película, 2, según las actuales normas, establece la edad de asistencia entre 14 y 21 años. Muchas cintas no presentan inconvenientes para un joven de 18 y sí para otro de 15: he aquí otro problema que motiva serias preocupaciones para el censor y que da lugar muchas veces a duras críticas de quienes no conocen a fondo la censura. En vista de ello ha sido solicitada una ampliación en la que el número 2 R cortaría la edad, dejando el número 2 entre los 14 y 19 años y utilizando el 2 R entre los 18 y 21.

Sepa, sin embargo, el lector que estas calificaciones sirven sólo de orientación para un público «habituado» al cine. No significan en ningún caso aprobación, y menos aún recomendación.

Por tanto, se desprende que la censura estatal, por otra parte de suma importancia, no es suficiente para el católico que desee vivir el espíritu del catolicismo. Seguir la calificación moral, aplicándola sabiamente, para lo cual el mejor procedimiento será la ciega obediencia a los padres y educadores, garantizará en cuanto cabe una diversión que no sólo puede ser honesta, sino que debe ser aleccionadora. Y aun en el caso de que la calificación contenga error, éste será mínimo, teniendo en cuenta las personas que intervienen en la calificación moral: sólo cuando se trata de menores es conveniente ser sumamente cautos e informarse a fondo antes de exponer a la vista de los pequeños una cinta cualquiera.

A Dios gracias, y contra la general opinión, contamos con suficiente material para no tener que recurrir al corte, y cuando una verdadera unión consiga la Distribuidora católica que necesitamos, entonces el problema habrá dejado de existir.

Pedro Darnell Gascou


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