Cristiandad
Revista quincenal
año II, nº 25, páginas 147-150
Barcelona, 1 de abril de 1945

Plura et unum

Luis Creus Vidal

Cristiandad cumple el primer año

Loado sea Dios. En esta fecha –número 25– cumple nuestra publicación un año de vida.

Ya en la editorial del número 18 –15 de diciembre, o sea, virtualmente, número de fin de año–, echábamos una ojeada retrospectiva sobre el camino recorrido. No estará de más el repetirla aquí.

Este camino, mejor que toda otra consideración, explica la razón de ser de Cristiandad: la exposición del único remedio que pueden hallar los males que aquejan a la Sociedad moderna. En aquella editorial establecíamos dicha exposición en dos escalones. La lección de los Papas: verdadero y profundo diagnóstico, verdadero y único remedio. Y las Esperanzas de la Iglesia: confortante iris que, en el sombrío horizonte actual, deja ver un lejano rayo de prometedora luz capaz otra vez de iluminar una Sociedad que está en tinieblas.

Tal es Cristiandad. Veinticuatro números son más elocuentes que la mejor de sus definiciones para que podamos juzgarla según sus aciertos y sus defectos.

Examen de conciencia

Cumplido el primer año, no parece sea fuera de lugar hagamos uno como examen de conciencia sobre nuestra labor modesta.

¿Cristiandad, responde a su misión cumplidamente? ¿Cristiandad, como efecto, corresponde a sus causas, es decir, al espíritu que la anima?

¿Causas y efectos, son los que deben ser? Conozcamos aquellas primero, examinándolas atentamente.

Miguel Angel esculpiendo su «Moisés»

—¡Pare usted el carro amigo! ¡Pues no pocas pretensiones tiene usted! ¡Acaba de hablar de la modestia de su labor, y ya sale usted refiriéndose al genio de Buonarrotti creando nada menos que su gran portento...

—¡Un poco de indulgencia hermano! ¡Y deje a la gente explicarse! Que aquí el príncipe del Arte y su obra maestra no han de salir a colación más que incidentalmente, como un ejemplo. Dicen los escolásticos...

—¿Filosofía tenemos? ¡Alabado, sea Dios!

—Sí, hermano. Hace un par de números, nuestro buen amigo Sanmartí nos justificaba por qué hablábamos tanto de Historia. Hoy se me excusará si invado el prado ajeno de la filosofía... Sobre todo si se trata de filosofía «barata»... mejor dicho, de nociones elementales, que pertenecen ya, más que a aquella disciplina, a una elemental cultura... Huyendo de pedanterías, no tenemos para qué tener rebozo, ni sentir humano respeto de acudir a términos científicos, tanto más si éstos son elementales, para exponer nuestras ideas, así, en amistosa tertulia. Ellos fijan las ideas, y dan seriedad a estas tertulias que, vindicadas por nosotros en nuestros primeros números, somos los primeros en aflorar. ¡Cuán distinta era la cultura de nuestros abuelos que no desdeñaban este medio de efusión de ideas, tan simpático y eficaz!

Volviendo a nuestros escolásticos, mejor dicho, volviendo a las citadas elementales nociones, diré que se distingue en los seres –digamos, más caseramente, en las cosas– cuatro causas principales. Dos de ellas, intrínsecas: la causa material y la causa formal. Otras dos, extrínsecas: la causa eficiente y la causa final. Usted y todos nuestros lectores, por su cultura, conocen sobradamente estas nociones, sobre las que el ejemplo del «Moisés» fija mejor las ideas que toda definición más o menos árida...

La causa material, o sea el substrato permanente... «in quo existit ens» es, en la estatua que nos ocupa, el mármol.

La causa formal, o sea, el acto que determina la causa material, es, en la misma, la propia forma de Moisés.

La causa eficiente es aquella que con su acción la produce. Es la causa que primero acude a la mente, y que vulgarmente, en producciones humanas, llamamos el autor. Aquí es Miguel Angel.

La causa final, es, hablando sencillamente; el fin que ha movido a la causa eficiente a obrar. Fin «cuius gratia». Aquí es el de honrar la figura de aquel Fundador de la antigua Ley que, en el Sinaí, miró a Dios cara a cara.

Y ahora, querido amigo, analicemos nuestra Revista, nuestra Cristiandad, en definitiva –salvando distancias– tan obra humana como aquella del grande hijo de Caprese. Que, según reza el P. Coloma, igual baña el sol con su luz la cumbre del Himalaya que el corral de los Chicharos. Veamos las causas de nuestra publicación. Y examinemos nuestra conciencia analizándolas a ellas y a sus efectos.

La causa material de Cristiandad. El papel

Verdaderamente, es el papel. Claro está que sobre el mismo no caben grandes disquisiciones. Pero, huyendo de un rigorismo científico que aquí estaría fuera de lugar, podemos extender esta causa a todo aquello que tiene, un poco, el carácter de material en nuestra Revista.

Cristiandad, ha salido, realmente, digna. Demos a Dios gracias por ello. Y sea ésta una ocasión para patentizar al lector el enorme sacrificio económico que tal empeño significa. Una razón de más para suplicarle su ayuda... Oraciones primero, ante todo y sobre todo. Esta súplica va, de un modo especial, dirigida a nuestros lectores y suscriptores eclesiásticos. Si cada uno de ellos nos beneficiase con la infinita y divina aportación de una Misa anual celebrada a intención nuestra, ¡qué grande apoyo no tendríamos...! Ayuda material, después. Propaganda entre los amigos. Dar a conocerla, recomendarla. Obtenernos algunas nuevas suscripciones... Nuestra empresa, como todas las obras humanas, tiene su parte material, y ésta no puede desdeñarse aun cuando sea secundaria.

En la dignidad material de Cristiandad tienen parte importante nuestros empleados, nuestros impresores, nuestros auxiliares de toda clase. A ellos nuestras rendidas gracias. Y, a trueque de herir su gran modestia, queremos señalar concretamente uno –uno de los escasos nombres propios que sonarán en nuestro artículo–. Nuestro abnegado y delicioso dibujante Serra Goday que tan [148] bien plasma nuestro espíritu en las ilustraciones que animan nuestras páginas...

La Causa formal de Cristiandad. La Cristiandad

—¡Es usted, don Pero Grullo!

—Sí, amigo, lo soy. Propiamente hablando, en rigor, no será este epígrafe absolutamente exacto. Mas, prácticamente, sí. ¿No hemos dicho, en pocas palabras, que la causa formal del «Moisés» de Miguel Angel era la forma de Moisés, digamos, por tanto, vulgarmente hablando, Moisés? ¡Pues, marchando al bulto, la causa formal de Cristiandad es la Cristiandad!

Mas, al decir que la causa formal de Cristiandad es la Cristiandad, ¡cuántas cosas, qué infinito contenido no tiene esta afirmación!

Mas, ¿qué Cristiandad? ¿La Medieval? ¿La de San Luis? ¿La del Concilio de Trento? ¿La que han trastornado las Revoluciones? ¿La actual? ¿La futura?

Un autor de talento, no siempre bien empleado por desgracia, y al que nuestras páginas por ello han debido vapulear, Maritain, en una obra de verdadera densidad «Problemas espirituales y temporales de una nueva Cristiandad» (Universidad española de verano de Santander 1935), establece, trasladando conceptos de la Escuela, la distinción entre los tres conceptos –unívoco, equívoco, analógico– en la Historia. Presentándonos la visión de una futura Cristiandad, tras los grandes males presentes, huye del concepto unívoco –la afirmación de que la Historia se repite–, pues nos dice que los tiempos que se anuncian han de superar muchísimos prejuicios sociales, incluso algunos fuertemente enraizados, en la mente de muchas gentes de buena voluntad. En esto coincidimos: por ello no somos, propiamente, tradicionalistas. También huye –más aún– del concepto equívoco, según el cual la futura Historia no tendría nada que ver con la pasada. Y cree en el analógico, es decir, que los siglos futuros, sin dejar de tener su base y su raíz en los pasados –por lo cual su conocimiento y su estudio son tan esenciales–, han de ofrecer elementos nuevos y de contenido vastísimo. Volveremos sobre este particular en el último epígrafe.

La causa formal de Cristiandad no es solamente la pasada, ni la actual, ni la futura. Es la Cristiandad eterna. Ahora bien: la futura no nos puede ser suficientemente conocida para servir de causa formal a nuestra Revista. Ya veremos que, por ello, mejor es apropiada causa final. En cambio, la Cristiandad pasada y la presente y su esencia, sí podemos conocerlas. La Historia y la Filosofía (especialmente la filosofía social) son las dos grandes fuentes de este conocimiento. Por lo tanto, la Historia y la Filosofía son los dos grandes campos en que espiga nuestra modesta labor.

Ello explica el carácter de muchos de nuestros números. Historia. Números como el 3, el 7, el 8, el 9, el 14, el 21 y el 22.

Filosofía social. Sociología. Mejor: los grandes males presentes. Mejor aún: sus grandes y únicos médicos. Los Papas. Números como el 2, el 4, el 10, el 11, el 15 y el 16.

Y, en fin, la misma Cristiandad. Su aroma, su perfume alterna con la aparente aridez de algunas de las cuestiones anteriores: nuestros números 1, 12, 18, 19 y 20.

Dios nos ayude y su Espíritu nos conceda sus dones para que nuestra Revista sea, verdaderamente informada, por la Cristiandad auténtica. Por aquella Cristiandad que canta el gran poeta de la liturgia al invocar al Divino Espíritu en su «Pentecostés» (número 5):

... Nova franchigia annunziano
I cieli, e genti nove;
Nove conquiste, e gloria
Vinta in più bello prove;
Nova, si terrori immobile
E alle lusinghe infide,
Pace, che il mondo irride,
Ma che rapir non può.

La causa eficiente de Cristiandad. Nosotros... y los demás

—Ab omni malo... Liberanos Domine! ¡Aquí si que hay motivo para santiguarse, amigo lector! Porque la causa eficiente de Cristiandad somos los pobres escritores. Entre ellos, nosotros, los salidos de la vieja «Schola».

En dos artículos anteriores («Prehistoria de Cristiandad» y «Más prehistoria de Cristiandad», respectivamente en los números 5 y 22) hemos hablado, por obediencia, de los orígenes y de la gestación de nuestra Revista. Ella es conocida del lector.

Lanzados a la palestra sin la preparación que nos sería necesaria, ante imperativos de obediencia, aquéllos –permítame mi amigo «Fraxinus Excelsior» que repita una vez más su donosa y exacta frase– que cuando fundamos la vieja «Schola» éramos muy jóvenes, resultamos una causa eficiente... bien poco eficiente.

«Nemo dat quod non habet.» ¿Cómo, con nuestra falta de preparación, podemos osar cumplir la misión a que nos vemos asignados?

Dos maneras hay. Y de ambas son ya testigo los veinticuatro primeros números de Cristiandad.

Nuestra incapacidad nos hace elementos más potenciales que actuales de la Revista de la que deberíamos ser el motor. Mas la Providencia nos reserva un sustitutivo infalible.

Primera manera. El elemento de actuación, el verdadero elemento motor de nuestra Revista no somos nosotros. Es el eco. El mil veces bendito eco.

—«Habláis demasiado por boca de ganso» –se nos podría achacar–. Entendámonos. Según en que sentido se diga, ello es exacto. No lo es, si se tiene en cuenta de qué, y de Quién somos eco: si se atiende de Quién lo somos, la acusación sonaría a irreverencia. Y a injusticia.

Cristiandad, baste ver todos y cada uno de sus números, reproduce, constantemente, en sus páginas, y en relación con el tema central de cada número, documentos. Ellos constituyen, muy por encima de nuestros artículos, el meollo, el cuerpo central de cada número.

Documentos, en su mayor parte, directamente pontificios, o provenientes de Doctores de la Iglesia. Los que no derivan de tan inspirada autoridad, son, cuando menos y nada menos, que fragmentos de un Balmes, de un Donoso Cortés, de un De Maistre, de un Ramière, de un Menéndez y Pelayo... Documentos escogidos, es verdad, administrados en pequeñas dosis, mas, por ello mismo, más fácilmente asimilables por nuestros lectores en estas épocas de ajetreo y de preocupaciones que tan poco tiempo dejan para leer y para meditar... por más que, como decía una de nuestras últimas editoriales, Cristiandad «no es para ser leída en el estribo del tranvía».

Toda nuestra función –todos nuestros artículos de más a más–, por lo tanto, no es ni puede ser otra que la de un modesto comentario... No para añadir nada, sino, quizá, en algún momento –fruto de nuestra buena intención– [149] para hacer descollar mejor la eterna actualidad de todos estos documentos inmortales, y patentizar como son, eternamente también, apropiados a la realidad y a la necesidad de todos los tiempos y todas las épocas...

Esta es una manera. Queda la otra. La que desde estas líneas pedimos, y, si es menester, mendigamos.

La colaboración de tantas plumas eximias como, gracias a Dios, quedan en nuestra Patria, aún. Que nuestro genio no se ha eclipsado. Nuestra gratitud a las que ya han venido en socorro de nuestra indigencia...

A todos pedimos... Una gracia de caridad. ¡De la caridad de su ingenio, de sus luces!

La causa final de Cristiandad. El reinado social de Jesucristo

Séanos excusada la audacia. Digámoslo así, de una vez, en toda su concreción, y también en toda su extensión.

El Reinado Social de Jesucristo, ideal de la nueva Cristiandad. Ideal de nuestra Revista, ya que aquí la voz «ideal» tomada en su sentido vulgar, coincide con la «causa final».

Antes nos hemos referido a los tres conceptos –unívoco, equívoco, analógico– de la Historia, según Maritain. Aquí es necesario acudir al concepto tercero, esto es, al analógico, como base de estudio para la Teología de la Historia, y para las consecuencias a que ella nos arrastra.

Y este concepto analógico pertenece, por derecho propio, a estos grandes autores que en el epígrafe anterior hemos citado, y que, por su carácter, son para nosotros bandera e inspiración. Son los autores que, siguiendo modernamente, en definitiva, el surco abierto por San Agustín y otros Padres y renovado después por Bossuet, con justo título tienen derecho a figurar entre los teólogos de la Historia. Donoso Cortés y De Maistre son, hoy, sus figuras más reconocidas: el pensamiento contemporáneo les ha hecho, por fin, justicia, y durante estos últimos años, sus figuras, que durante ocho décadas habían quedado en la penumbra, han sido de nuevo vindicadas, y, es más, –menester es felicitarse por ello– incluso popularizada. No siempre logran la popularidad los hijos de las Tinieblas: a veces, también, la Luz se impone por sí sola. Y nosotros, los alumnos de «Schola», hoy «Schola Cordis Jesu», situamos, al mismo nivel que aquellas dos grandes figuras señeras, esta otra, que nuestra Revista honra frecuentemente: la del Padre Enrique Ramière.

De estos grandes videntes de lo porvenir arranca la inspiración mejor de Cristiandad. Al lado de sus números históricos y sociales, figuran ya algunos que son hijos del ideal audaz. En ellos verá el lector algo distinto, algo que no corresponde al concepto unívoco de la Historia que aqueja frecuentemente a los escritores clásicos, y menos al concepto equívoco de estos escritores modernos –un Spengler, por ejemplo– que dejan en el espíritu la sensación de la desorientación, cuando no del caos. En el número 5 se ensayó algo de ello, y en el 17 se repitió. Tímidos ensayos solamente, como nos corresponde: simplemente eco de textos de los Maestros. Nosotros no somos más que discípulos.

Todos estos números, sin embargo, tienen su ensayo de coronación en el 6, que resume la causa final de Cristiandad, que no es otro que el objeto que busca, en medio de sus grandezas, la Teología de la Historia. Porque es el objeto más grande de todos: el Reinado de Jesucristo.

La Historia de la Humanidad es, asimismo, y de otro modo, grande, porque el hombre, aun en medio de sus miserias, es imagen de Dios, y, sobre todo, porque en ella interviene decisivamente un Hombre, que también es Dios, y que al descender a esta mísera Tierra ha convertido en divina una pugna que de no ser así hubiera podido acabar, en el fondo, en poco más que la de unas hormigas contra otras, aun cuando dichas hormigas fuesen capaces de accionar acorazados y «fortalezas volantes». El liberalismo, como muy bien dice la editorial del número 12 «si ha minimizado el concepto del bien, ha minimizado también el concepto del mal. De esta manera ha suprimido de la Historia humana todo elemento de grandeza».

El citado número 6 inicia una reivindicación de esta grandeza de la Historia como escenario de las misericordias del mayor corazón que se haya apiadado de nuestras miserias y amarguras.

Era en 1674. Como ahora, la guerra devastaba las bellas regiones de Flandes y del Rhin, y también el enemigo del nombre cristiano ascendía por el Danubio. Europa se hallaba conmovida. Pero, muy distinto de ahora, el choque de «nación contra nación y raza contra raza» (de que nos previene el Señor y transmiten los Evangelistas) no tenía las proporciones apocalípticas de la actualidad. El veneno depositado por la Reforma y por el Jansenismo, sin embargo, había ya minado el viejo y sano tronco de la Cristiandad medieval: la cizaña había sido ya ampliamente sembrada en la Heredad. No a un poderoso del siglo, ni siquiera a un capitán cristiano de su tiempo –que aún los había en las épocas de Sobieski y de Eugenio de Saboya– sino a una pobre e ignorada religiosa en un rincón de Borgoña, aquel Corazón declaraba su suprema promesa: «¡Reinaré a pesar de mis enemigos y de todos aquellos que a ello querrán oponerse!»

No ha mucho, en estas mismas páginas comentábamos que esta promesa era eco de aquella otra primera, aquella expresada a sus apóstoles en la misma noche en que había de ser entregado: «... Mas tened confianza, que Yo he vencido al Mundo.» (Joh. XVI, 33). Y ponderábamos allí que decía: «he vencido.» Jesús, en la noche en que había de ser entregado, cuando «su divinidad se esconde», cuando sus discípulos en Él, casi no pueden ver más que al hombre de dolores, no duda en hablar como Dios. Y, como está sobre el tiempo, puede decir con todo derecho que lo ha vencido ya.

En cambio, cuando aparece, necesariamente como Dios, a su sierva de Paray-le-Monial, habla –admirable paradoja– humanamente. El que ya está sentado a la diestra del Padre, y es igual a Él no dice: «Reino.» Sino: «Reinaré.» Y habla, como hombre, de las asechanzas de los enemigos que a su Reinado intentarán oponerse. Les hace la merced de concederles beligerancia –última de sus misericordias, para dar tiempo a que se conviertan– cuando tan fácil sería a un soplo de su omnipotencia el aniquilarlos. Y, al conceder esta beligerancia a los que no le aman, nos la concede también a nosotros, sus partidarios, sus soldados, para que podamos «ayudarle» con nuestra colaboración que Él se digna, con tanto afán, buscar, para que tengamos nuestra parte en la futura heroica victoria. Es el Rey Temporal de Ignacio de Loyola, que a todos nos honra llamándonos a las armas. ¿Qué será lo que busca en nuestra tan innecesaria «ayuda»? ¿Qué será nuestra «ayuda» para Dios?

El Padre Ramière, que como águila otea los abismos de la Historia, con mayor aún, con casi infinita visión sabe sumergir su mirada amante en los abismos sin límite del Corazón de Cristo. En una de sus obras, reservada, no a los capacitados estudiosos del siglo, sino a los sencillos devotos, en sus «meditaciones» nos confirma una verdad que ha sido bien poco gustada. Nos recuerda que aquel Corazón de Hombre –el más exquisito de todos, pues que en Él agotó Dios los tesoros de su omnipotencia al crearlo, destinado como estaba para formar una Persona con su Unigénito– sigue vibrando por sus amigos, [150] a la diestra del Padre, exactamente igual como lo hacía acá en la tierra durante su vida mortal. Dice (II P., 2º consid. 2º): «Crearse cooperadores tal fue, durante su vida mortal, el objeto de sus pensamientos y el blanco de todas sus ambiciones. No podemos creer que hayan cambiado sus sentimientos después de subir al Cielo. ¿No fue precisamente, con el fin de acabar esta misma obra por lo que instituyó ese Sacramento que le permite permanecer como peregrino entre nosotros, al mismo tiempo que descansa con los Santos en las delicias de la Patria?...» ¿No es ésta la mejor explicación de que Jesús, en sus confidencias a su sierva, haya querido emplear, expresamente, un lenguaje humano, para asegurarnos que su Corazón sin dejar de ser el de un Dios –que podría anonadarnos– es el de un amigo, que no puede menos que atraernos, casi nos atreveríamos a decir, que no puede menos que llevar a «enrolarnos»? ¡No es éste el lenguaje del amigo, que a la vez es nuestro adorado jefe y Capitán?

Lenguaje del Amigo más fiel, que ante su Padre, otra vez como Dios, en el divino coloquio –de Hijo a Padre– de su Pontifical Oración en la despedida del Cenáculo, no desdeña exclamar: «¡Padre, quiero que aquellos que me diste, estén conmigo donde Yo estoy, para que vean mi gloria, la gloria que Tú me diste!» (Joh. XVII, 24). Este grito de aquel Corazón infinitamente noble y generoso que se entrega a sus amigos como Hombre y como Dios indistintamente, perdura a través de la Historia como prenda de fidelidad, también infinita, hacia los suyos. Perdura a través de las Persecuciones contra estos «suyos» en los primeros tiempos, perdura a través del estrépito de la invasión de los bárbaros, perdura a través de la Cristiandad medieval, perdura en los tiempos en que los navegantes descubren nuevos Continentes, perdura cuando las Revoluciones modernas trastornan Europa, perdura hoy, cuando se hunde la Civilización a sangre y fuego... Perdura constantemente. En aquel grito el Hijo del Eterno, filialmente, manifiesta a su Padre su voluntad de que aquellos que son sus compañeros en las horas de las tinieblas, lo sean igualmente después, en las horas de las batallas triunfales y del Triunfo definitivo. Y es esta misma voluntad, expresada a su Padre en aquella hora augusta y en términos divinos, y transmitida a nosotros por el testimonio de Juan, el Aguila, en el Evangelio, la que últimamente se nos ha repetido, en términos divinamente humanos, por el conducto privado y humilde de la sierva de Paray, en 1674, cuando también la guerra –la de ahora, en el fondo, puede considerarse continuación lejana de aquélla– asolaba las llanuras de Flandes y del Rhin y cuando, también como ahora –siquiera muy distinto de ahora– el Danubio bajaba no azul sino rojo de sangre...

«Schola» humildemente, durante varios años aprendió a conocer aquella fidelidad divina, y la gustó de un modo especial, proyectada sobre el telón de la Historia, que, para ella, es el escenario del plan de la Providencia. Por esto extendió su primitivo nombre, tan corto, hacia horizontes infinitos: «Schola Cordis Jesu», inspiradora de esta Revista que cumple hoy el brevísimo período de su primer año de existencia.

* * *

El ideal del Reinado del Corazón de Jesús, es, pues, el fin supremo de Cristiandad, por cuanto es la meta y superación de todos los ideales de la Cristiandad histórica, actual y futura. Tal ideal, con la ayuda de Dios, seguirá, sin cesar, informando todos y cada uno de nuestros futuros números.

Antes hemos hablado, quizá incidentalmente, del Liberalismo. Por razón de aquel mismo ideal, será, éste, nuestro enemigo máximo. Y al afirmarlo, quisiéramos que el lector no creyese en una especie de regresión: relativa al viejo sabor ochocentista de esta palabra. No es, propiamente, nuestro enemigo aquel Liberalismo trompetero del pasado siglo romántico: tampoco se trata, ahora, de echarnos al monte, trabuco al hombro, y menos aún al grito de «Vivan las cadenas». El liberalismo enemigo nuestro es el Liberalismo eterno: aquel que tanto se «oculta» que incluso llega a «camuflar» su nombre. Hoy, es, sencillamente, nada menos que lo que se considera, ordinariamente, concepto moderno de la vida y de la sociedad, patrimonio, sin duda, de muchos hombres y pueblos inteligentes, y que viste con severa elegancia. Como su padre Satanás –según la admirable y nunca bastante repetida frase de Sertillanges– su obra maestra es llegar a hacer creer a los hombres que ya no existe. (¿Quién se acuerda de hablar de la Revolución Francesa ni menos de recordar que sus principios son los mismos de hoy?) Flexible y sutil como la serpiente, maestra del «camuflaje», al tocar los más bajos fondos de nuestro orgullo, no se atreve a decirnos altamente, sino, por el contrario, bajo, muy bajo: «seréis como Dios.»

Es aquel Liberalismo admirablemente descrito por Garrigou-Lagrange. Algún día quizá nuestra Revista se honre reproduciendo sus páginas. En la coronación de su admirable obra sobre Dios, habla de aquel sentimiento que igualmente conduce a confundir en un mismo aborrecimiento la extrema virtud con el extremo vicio, y que considera la «zona templada» que los separa como el mejor invernadero para la felicidad de la criatura que para nada necesita de su Dios. Y este sentimiento, que en lo social podrá odiar las formas revolucionarias extremistas por lo tiránicas, incómodas y pestilentes, no aborrecerá menos al Reinado Social de Nuestro Redentor por cuanto éste exige de nosotros el homenaje rendido, y a menudo sacrificado, siquiera moralmente, de nuestra humildad y de nuestro amor.

Cristiandad aspira a este Reinado, y, dentro de su insignificancia, se siente beligerante contra aquellos que a él quieran oponerse. Reafirmar este principio, «causa final» de la Revista, es propio de esta fecha en que nuestra publicación, por la Providencia de Dios, cumple su primer año.

Luis Creus Vidal


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