Cristiandad
Revista quincenal
año II, nº 24, páginas 127-128
Barcelona-Madrid, 15 de marzo de 1945

Plura et unum

Jorge Galbany

Aparición y desarrollo
del socialismo

Como una derivación lógica del sistema liberal tanto Político como económico, surgió el socialismo. ¿Reacción, resultado? es lo de menos: Consecuencia indeclinable de unas doctrinas sentadas. El amplio paso dado a la libertad, el rompimiento de todos los cauces naturales marcados al pensamiento y a la voluntad humanos, el libre juego de los intereses y los apetitos, sin otra ley, que los regulara que el propio querer de los hombres, forzosamente debía de desembocar en un sistema social en que todo quedara fiado a la fuerza del número y al afán de transformar la organización de la Sociedad bajo el imperio de una clase. Liberalismo y socialismo se sirvieron con finalidades distintas de un mismo medio: la revolución. De ahí, que al medio siglo de la revolución francesa, que, políticamente y bajo signos variados se propagó por todo el mundo, surgiera el socialismo revolucionario, para sustituir el régimen económico burgués que aquélla creara.

El sistema económico liberal al destruir enteramente el régimen social histórico, que, gremialmente, había encuadrado los diferentes elementos de la producción en una gran familia, hizo nacer el proletario, ente inorgánico del trabajo, propicio como tal a todos los abusos y miserias de la clase económicamente dominadora. La inhibición estatal en las relaciones de trabajo, sometidas a la ley de la oferta y de la demanda, sin tutela alguna, añadido al cambio operado en el mundo por la aparición de los nuevos métodos industriales debidos al maquinismo, acentuó la crisis proletaria.

Era el momento adecuado para que el fermento revolucionario que, en la época anterior, encontrara ambiente en la pequeña burguesía, prendiera ahora entre la clase proletaria. Si en un régimen liberal debe prevalecer el primero, quien lo posee en grado predominante es la clase trabajadora. Si conquista el poder logrará transformar la sociedad conforme a sus principios de que sólo el trabajo es susceptible de crear derechos y de que únicamente el trabajo y el trabajador deben ser respetados. A ello se lanza el socialismo con una doble finalidad política y económica. Mas como por los cauces de la legalidad el triunfo sería largo e incierto, fácil siempre a la mixtificación y de difícil eliminar los intereses creados, recurre al medio más expedito de la revolución. Y así, en la segunda mitad del siglo XIX, el socialismo incipiente y teórico hasta aquel entonces, deviene francamente revolucionario y adopta la táctica internacionalista y de elemento de resistencia y agitación permanentes en el serio de la vida social.

Largo ha sido el proceso expansivo del socialismo, con doctrinas y actuaciones de matiz distinto, de mayor extremismo a veces, de táctica oportunista otras, acomodado al clima políticosocial en que el fenómeno se producía.

Ideológicamente, de antiguo se han proyectado sistemas comunistas –Platón, San Tomás Mortis, Campanella– e incluso sociedades privadas –comunidades religiosas– han funcionado con sujeción a normas de estricto comunismo, sin que tales doctrinas u organizaciones nada tengan que ver con el socialismo moderno.

Juan Jacobo Rousseau, sienta las bases del socialismo revolucionario al negar la propiedad, considerándola como producto del abuso del mas fuerte sobre sus débiles semejantes. Otros contemporáneos y políticos de la Revolución, todavía bajo un formalismo comunista, sostienen doctrinas análogas. Pero cuando el socialismo cobra especial vigor, si bien dentro de un estilo puramente teórico, inaccesible a las masas, es a través de Saint Simon y Fourier en Francia, Roberto Owen en Inglaterra y Fichte en Alemania.

Todos ellos buscan el medio de encauzar la economía y la vida social en forma que produzcan una mayor felicidad a las clases trabajadoras y tratan de buscar organizaciones económico-sociales que conduzcan a dicha finalidad, desde luego con ausencia absoluta de toda idea de verdadera religión. Mas, en los expresados escritores, su concepción es esencialmente utopista, a manera de intento de mejora económica de la sociedad, sin atreverse a la conquista del Estado como medio eficaz para transformar aquélla.

Esto fue propio del socialismo revolucionario, en el que suelen distinguirse tres fases, caracterizadas cada una de ellas por una mayor acentuación de la tendencia extremista: la francesa, la alemana y la rusa.

* * *

Luis Blanc y Proudhon –derivado este último hacia el anarquismo–, polarizan la fase francesa, cuyo epicentro lo constituye la revolución de 1848, que trajo la segunda república, de marcado sabor socialista. Pródigo fue en movimientos revolucionarios el año indicado, que puso fin al sistema defensivo europeo creado al término de las grandes luchas napoleónicas, último baluarte del régimen absolutista histórico. En Viena era derrumbado Metternich; Mazzini proclamaba la república romana, con matices del más puro anarquismo; en París, el rey ciudadano debía ceder el paso a la revolución socialista.

Blanc, dirigente de la segunda república, proclama el derecho al trabajo, instaura los «talleres nacionales», abre las puertas de la capital a las masas proletarias, que, sin lograrlo, acuden en busca de trabajo fácil y remunerador, preside la «Comisión para la organización del trabajo»; y no consigue otra cosa que el fracaso económico y el desorden social, que termina con el advenimiento de Luis Napoleón Bonaparte.

Con todo, el intento de dominación estatal ha sido iniciado, que en la práctica consistió en una intervención del Estado en la cuestión social, en un sentido tutelar para la clase trabajadora. Un nuevo episodio surgirá todavía en Francia a la caída del segundo imperio, cuya válvula de escape será el hundimiento nacional ante la derrota militar; pero su génesis no pertenece ya a la fase francesa de la expansión socialista, aun cuando se desarrollara la tragedia sobre el suelo parisino.

El socialismo francés pudo parecer moderado y su fracaso proporcionar pequeño aliciente a las masas proletarias. Ya con anterioridad a la propia revolución de 1848 se incubaba otro movimiento más profundo, de más hondas raíces revolucionarias, llamado a repercutir seriamente en la marcha de la vida social europea. Un nuevo fermento se produjo: la lucha de clases; el apoderamiento totalitario del poder para instaurar la dictadura del proletariado, sin patria, sin fronteras, con el solo objeto de destruir la organización presente de la sociedad: la cristiana y la liberal. Su arma es la agitación continua, cuando no revolucionaria, a través de un permanente malestar de huelgas y disturbios.

Fue su exponente máximo el «manifiesto comunista» lanzado en 1847 por Carlos Marx y Federico Engels, completado por la circular redactada por el primero en marzo de 1850 en nombre del Comité Central de la Liga Comunista. Aunque se titulen comunistas, trátase en realidad de una escuela netamente socialista, en que todo se confía a la omnipotencia del Estado obrerista, que rige la vida social, si se quiere dentro de una economía comunista.

«El propósito de los comunistas –se afirma en el Manifiesto– es el mismo que el de todos los partidos obreros: constitución de los proletarios en clase, destrucción de la supremacía burguesa, la conquista del poder político por el proletariado»; «los comunistas pueden resumir su teoría en esta fórmula única: abolición de la propiedad privada»; «los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen»; «la primera etapa de la revolución obrera es la constitución del proletariado en clase directora, la [128] conquista de la democracia». Y su grito final «proletarios de todos los países: uníos».

Renunciamos a transcribir, para no dar una extensión desmesurada a este comentario, y sin perjuicio de insistir en otro momento sobre el tema, el programa mínimo del socialismo marxista para ser aplicado a los que denomina países más avanzados y que comprende la abolición de cuanto de fundamental tiene la familia y la propiedad. Excusado es decir, que en sistema de esa naturaleza, los principios religiosos debían padecer hondo menoscabo, con agravio musitado para la Iglesia Católica y sus instituciones fundamentales.

Esa fase germana del socialismo, ambientada por otros autores de concepción más científica, como Rodbertus, trasciende en la organización internacional del movimiento societario y en la creación dentro de Alemania, en 1867, de la Social–Democracia, producto netamente germano de la conjunción de los principios marxistas con los de Fernando Lassalle, fundador en 1863 de la «Unión General de Trabajadores Alemanes»; partido que en convivencia con el régimen imperial de los Hohenzollem, pretendió la conquista del poder por la aplicación del principio de la fuerza por el número, a través del sufragio universal, y que hubo de ser el que recogiera la herencia de aquella real dinastía, ocurrido el cataclismo de 1918.

Marx, con Mazzini y Tolain, funda en 1864 la primera internacional socialista (Asociación Internacional del Trabajo), que en el Congreso de Ginebra de 1866, queda organizada en secciones, federaciones y Congreso, que se reúne anualmente en diversas ciudades europeas. En 1868, se celebra en Londres otra Asamblea obrera, bajo el signo de las Trade-Unions. Aunque Marx residiera largamente en la capital británica, donde escribe su obra fundamental El Capital, su influencia es prácticamente escasa en el movimiento laborista, de una trayectoria más moderada, encuadrado en fórmulas peculiares, acordes con la psicología y temperamento del pueblo inglés, cuyo estudio y proceso histórico requeriría un capítulo aparte.

Dentro de la A.I.T. figuraba el grupo anarquista, con Miguel Alejandro Bakunin a la cabeza. Pronto se hicieron patentes las discrepancias entre ambos grupos, que culminaron en el Congreso de La Haya de 1872, en que abiertamente se produjo la escisión, separándose la fracción anarquista, que constituyó una internacional aparte, quedando virtualmente terminada la primitiva internacional marxista, que revivió aun cuando los hechos sucedidos en uno y otro grupo, de graves consecuencias, pertenecen a un período posterior.

Para los anarquistas –seguidores de las doctrinas de Proudhon, Max Stirner, Bakunin y con posterioridad Kropotkin– subsiste el sistema económico comunista, pero no impuesto o regido autoritariamente por el Estado, sino por un principio de coexistencia social, que determina que los hombres libres vivan asociados para dominar a la naturaleza, que de otro modo les avasallaría.

Las doctrinas anarquistas, más que escuela ideológica originaron una estela terrorista, conocida con el nombre de «nihilismo», que ensangrentó Europa, con víctimas coronadas y entre gobernantes preeminentes, de cuyos sinsabores se vio intensamente afectada nuestra patria.

* * *

Hasta aquí alcanza el proceso evolutivo, trazado a grandes rasgos, del socialismo revolucionario en el período que comentamos, coronado por la exaltación al solio pontificio de la gran figura de León XIII, en el año 1878. Mentalidad tan poderosa no podía permanecer ausente del problema social, en momentos en que se presentaba con realidades apremiantes. Y tanto para fijar la doctrina de la Iglesia y la conducta a seguir por los católicos ante las actividades de los partidos societarios, como para señalar las normas de justicia que han de imperar en las relaciones de trabajo, publicó dos Encíclicas conocidas con los nombres de «Quod Apostolici Muneris», en 27 de diciembre de 1878, contra las sectas socialistas, y la famosa «Rerum Novarum», de 15 de mayo del año 1891, sobre la condición de los obreros.

Quede para otro número de nuestra Revista, la glosa reverente de la Encíclica «Rerum Novarum» y limitémonos hoy aquí a un breve y modesto comentario o resumen de la «Quod Apostolici Muneris». A su elevación al Pontificado, el Papa contempló el panorama social que en la Europa de aquel entonces se divisaba, recién salida de las agitaciones que el término de la guerra franco-prusiana, la «Comunne» de París y la usurpación de los Estados Pontificios produjeron. Y como deber apremiante estimó, seguramente, que debía dedicar una de sus primeras Encíclicas a la condenación de las doctrinas socialistas comunistas y nihilistas, como dice el documento pontificio, reiterando otras anteriores sobre errores modernos publicadas por sus augustos antecesores.

Como mal primordial del socialismo, hace resaltar sus ataques contra la sociedad, la propiedad y la autoridad, considerados como elementos fundamentales de la civilización cristiana. El origen de tales doctrinas lo busca el Pontífice en el racionalismo que «desechando toda revelación y todo orden sobrenatural» abrió «las puertas a los inventos, o más bien delirios de la sola razón». Y como fruto de ellas destaca el Estado cuya autoridad pública «no toma el principio, ni la majestad, ni la fuerza del mando, de Dios, sino más bien de la multitud popular, que, juzgándose libre de toda sanción divina, sólo ha permitido someterse a aquellas leyes que ella misma se diese a su antojo». Diseminadas por todas partes estas doctrinas, «entregados al olvido los premios y penas de la vida futura y eterna», surge la que se llama rebelión de los necesitados, de la ínfima clase social, «cansada de la pobreza de su casa u oficina.»

El Papa contrapone las doctrinas evangélicas con las del socialismo, refutando el falso concepto de los que abusan del misino Evangelio «para engañar más fácilmente a los poco cautos», y destaca cómo el igualitarismo, que propugna el socialismo es falso, en tanto que la igualdad evangélica mantiene la de los hombres ante Dios y la ley divina, reconociendo la desigualdad de derecho y de potestad, que dimana del mismo Autor de la naturaleza. Toda autoridad de Él procede, y así como «en el mismo reino de los cielos quiso que los coros de los ángeles fuesen distintos y unos sometidos a otros; así como también en la Iglesia instituyó varios grados de órdenes y diversidad de oficios, para que no todos fuesen Apóstoles, no todos Doctores, no todos Pastores, así también determinó que en la sociedad civil hubiese varios órdenes, diversos en dignidad, derechos y potestad; es a saber: para que los ciudadanos, así como la Iglesia, fuesen un solo cuerpo, compuesto de muchos miembros, unos más nobles que otros, pero todos necesarios entre sí y solícitos del bien común».

La Iglesia Católica, por boca de su supremo Pastor, de nuevo señaló las doctrinas de justicia y caridad en frente a los desmanes sectarios. El mundo, empero, siguió su alborotada carrera en pos de un ideal redentorista que ha llenado a la humanidad de dolor y de rencores.

Jorge Galbany


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