Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Enrique Tierno Galván ]

Julián Andía

España y Estados Unidos

I

Desde el fin de nuestra guerra civil estamos los españoles acostumbrados a que nuestra política interior sea consecuencia de la situación internacional. Mientras los demás países europeos decidían, en mayor o menor proporción la política internacional, nosotros nos limitábamos a secundarla. A veces la relación entre el efecto y la causa ha estado oculta, pero los españoles nunca hemos perdido la conciencia de que las reacciones e incluso los ideales de nuestro Gobierno han sido mera consecuencia de la situación exterior. Hemos sido sucesivamente germanófilos e imperialistas, anglófilos y totalitarios, antifranceses y aislacionistas, filoamericanos y antidemócratas, africanistas y antiafricanistas. En resumen, y para concretarlo en una frase: nuestra política internacional ha sido un oportunismo sin más fundamento que el deseo de supervivir del equipo gubernamental dominante. Pero los oportunismos de esta clase acaban siendo gravosos e innecesarios para los países que los toleran. A medida que la situación internacional se ajusta y define, el oportunismo pierde sentido. Esto es exactamente lo que está ocurriendo con la política internacional española. El complejo occidental suscita hoy la concurrencia del esfuerzo de países auténticamente libres y democráticos. Al nivel actual de las relaciones internacionales, la guerra fría requiere:

a) conciencia de que se defiende la libertad y los intereses básicos de un país y no el capricho de un gobierno sin apoyo popular;

b) coincidencia en unos ideales comunes libremente expresados;

c) seguridad, sobre los dos supuestos anteriores, en la lealtad y buena fe de los países que tienen ideales y estrategia comunes.

Es incuestionable que las dictaduras, de cualquier signo que sean, ofrecen el mínimo de lealtad, principalmente por dos razones: de una parte, el gobierno dictatorial, que persigue sus exclusivos intereses, está siempre dispuesto a pactar, dar facilidades y entenderse subrepticiamente con el enemigo. De otra aquí, sin duda, el actual ocaso de las dictaduras tiende a culpar de su situación a las potencias que toleran o protegen al dictador. En una situación que tiende a normalizar resulta sumamente incómodo un gobierno de lealtades dudosas u obligadas que oprime a un pueblo hostil y cuyas ideologías e instituciones totalitarias desprestigian los ideales comunes. De aquí, sin duda, el actual ocaso de las dictaduras en el complejo occidental y la ineficacia de la política del oportunismo sin fundamento.

Con relación a España, se induce de lo anterior la necesidad apremiante de que abandone el oportunismo sin fundamento para integrarse en la política de coincidencia de lealtades formuladas desde las libertades ejercidas y garantizadas por estructuras políticas y económicas democráticas.

II

Los últimos acontecimientos, de alcance internacional, en Corea, Turquía y últimamente en Japón, dan una lección que bien entendida [41] exige una rectificación a fondo de la política internacional norteamericana. Parece que los supuestos fundamentales de esta política han sido los siguientes:

1.º «La estructura política de un país es asunto propio del país de que se trate, siempre que no amenace la paz o la seguridad internacional.»

2.º «Las estructuras económicas deben permanecer dentro del capitalismo liberal, ampliando cada vez los espacios económicos.» En este sentido, la política norteamericana ha coincidido con la angloeuropea, y en los últimos años hemos asistido a la liberalización de los mercados y a la formación de mercados y de espacios económicos comunes, que en sus fórmulas actuales se extiende a los hemisferios. Esta última situación, previsible desde hace unos años, sobre todo a través del G.A.T.T., permitió a los políticos norteamericanos, y en parte a los ingleses, formular una nueva tesis.

3.º «Promoviendo el desarrollo económico en los países subdesarrollados se logra la liberalización de las instituciones políticas.»

Tesis que equivale a decir que, de suyo, las instituciones políticas siguen siendo asunto interno de cada país, pero que una mecánica inexorable –la mecánica de los intereses– conduce en el mundo occidental y en ciertas zonas del oriental a estructuras políticas democráticas.

Admitiendo que esto sea cierto, no lo es menos que la desincronización entre el proceso económico y el proceso político lleva inevitablemente a situaciones de tensión que desprestigian la política occidental y comprometen el supuesto de la independencia en los «domestic Affairs». Parece incuestionable que el desarrollo económico provoca reacciones fuertes contra las dictaduras. Aún más: que la mentalidad que hoy rige en Occidente es tan antagónica a los sistemas dictatoriales, que pequeños estímulos de orden económico provocan reacciones muy violentas en el orden político contra los gobiernos dictatoriales. El signo político bajo el cual vive hoy el mundo occidental es el conservadurismo democrático, y esta es quizás de todas las actitudes políticas la más incompatible con las dictaduras totalitarias, en cuanto sus sistemas profundos, para proteger sus intereses, son antagónicos. Los conservadores democráticos quieren libertad económica, orden, libertades políticas en la medida compatible con la libertad económica y el orden, seguridad social, bienestar para los más, si es posible para todos, y exclusión absoluta de la idea política de revolución o de los programas revolucionarios. Las dictaduras totalitarias quieren un sistema político rígido, con economías dirigidas y, de un modo u otro, con autenticidad o sin ella, apelan a principios revolucionarios o a la demagogia revolucionaria.

Así ocurre que la liberación económica provoca la ruptura de la política, tanto interna como externa en dos planos contradictorios. En el orden interno, el desarrollo y el cambio de mentalidad aíslan a los gobiernos dictatoriales, que gobiernan incurriendo cada vez más en dislates y fórmulas quiméricas e indiferencias cínicas, para compensar el aislamiento, a veces tan grave que se llega a gobernar sobre el pueblo pero sin el pueblo.

En el orden externo, el equipo dictatorial gobernante procura, de acuerdo con la tesis del oportunismo sin fundamento, aprovechar toda tensión que le pueda ayudar a subsistir, reduciendo su política exterior a una simple –y en el fondo pueril– estrategia de actitudes. Las potencias exteriores están, pues, en una situación dilemática: o bien aceptan el oportunismo sin fundamento y continúan erosionando económicamente la base estructural del gobierno totalitario, o bien no le aceptan y adoptan una actitud de intransigencia que contradice sus intereses y que obliga, en el juego de la estrategia de las actitudes, a los países de dictaduras totalitarias a cambios bruscos y amenazas de orden internacional. Se ve, de un modo u otro, que la disociación en dos planos contradictorios a la cual la política norteamericana lleva a las dictaduras de los países subdesarrollados, es incómoda y de difícil solución. Como decíamos al principio, el oportunismo sin fundamento no tiene hoy justificación ninguna: más entorpece y dificulta que ayuda.

III

Decíamos al principio que la política internacional se estaba ajustando, y esto es obvio, pues no hay que dejarse engañar por el sentido polivalente de los síntomas. En situaciones como las de hoy, en las que la guerra tiene sentido como posibilidad, pero no como oportunidad, las máximas tensiones están [42] siempre muy próximas a los mayores acuerdos. El hecho mismo de que se rompan conferencias de alto nivel es un hecho positivo, no sólo porque acostumbra al control de situaciones en apariencia límites –es de suponer que en la próxima «bronca» no se dé la orden de «¡alerta!»–, sino también por el desgaste que va implícito en las actitudes exageradas y que lleva a la serenidad al cabo de cierto tiempo. Por otra parte, el proceso interno en la U.R.S.S., concretamente el aumento de nivel de vida y la descentralización administrativa, unidos a la inevitable convergencia en un fin común de los progresos técnicos, son tranquilizadores. La política internacional se está ajustando. En el proceso de este ajuste, los totalitarismos sobran dentro del complejo occidental y es necesario eliminarlos. En noviembre de 1959, el subcomité de Asuntos Exteriores del Senado norteamericano se felicitaba en su informe de que, en términos generales, el proceso político en América Latina después de la segunda guerra mundial se caracterizase por el hecho de que el poder político había pasado al pueblo, de tal modo que las oligarquías rurales y sus aliados en la Iglesia y en el Ejército, habían sido substituidos, en relativamente poco tiempo, por los trabajadores rurales y urbanos, por las clases medias y por jóvenes militares{1}.

No parece que tenga hoy mucho sentido, progresando el mercado común sudamericano y estando incluidos Norteamérica y Canadá en la O. E. C. E. transformada, que no se tienda a lograr una salida semejante respecto de los escasísimos países totalitarios dentro del mundo conservador democrático europeo.

Es evidente que los problemas concretos no son los mismos en Europa que en América; los americanos, por ejemplo, no tienen bases en México. Pero no es menos cierto que los problemas profundos son análogos, pues se trata en resumen:

—de encontrar una cooperación occidental segura;

—de evitar tensiones y hostilidades dentro del complejo;

—de que la concurrencia de intereses sea paralela a la coincidencia de ideales.

De este modo, siendo cierto que cada país subdesarrollado, sobre todo los totalitarios, tiene sus propios problemas{2}, también lo es que hay unos fines comunes, que abarcan los problemas parciales, y que uno de estos fines comunes, quizás el básico, sea la democratización de los gobiernos totalitarios que aún subsisten. Como hemos visto, no se trata de un problema meramente ideológico, sino de una cuestión que concierne a la propia seguridad del complejo occidental. Se podrá decir que hasta ahora hemos planteado el problema en términos que no ofrecen salida. El planteamiento ha sido dilemático y, de una u otra forma, la solución mala. No obstante, a mi juicio, hay solución.

El supuesto fundamental para que la solución sea posible es éste: Poseer el convencimiento de que una política económica exterior que no va acompañada de una política internacional del mismo sentido produce, antes o después, situaciones sumamente difíciles en cuanto son contradictorias. Quiere esto decir que ha llegado el momento en que las potencias, preferentemente U. S. A. por su condición de país piloto, tomen respecto de los países totalitarios que aún subsisten en Occidente una actitud de severidad política, para transformar las instituciones de poder y las estructuras sociales en el sentido democrático que las ideas y las economías occidentales exigen.

Severidad política no quiere decir hostilidad, ni siquiera dureza. Quiere decir, simplemente, testimoniar de modo explícito la inexcusable conveniencia de adecuar los dos planos hasta ahora divergentes o contradictorios, para que las estructuras políticas y sociales y las ideologías de un determinado grupo humano vayan de acuerdo con las intenciones y la lógica de los intereses económicos internacionales.

Severidad política quiere decir:

—actuar de un modo constante y activo en [43] los grupos de presión económicos interiores del país de que se trate, haciéndoles ver la inexcusable necesidad del cambio;

—contribuir a buscar e imponer una solución de futuro que satisfaga los ideales democráticos impuestos por la actual estructura económica del mundo occidental;

—esforzarse para que esta solución de futuro se asimile por los diversos grupos de la oposición, a fin de que adquieran homogeneidad de intenciones e intereses;

—manejar los intereses económicos y políticos e internacionales de tal modo que el país totalitario de que se trate perciba un antagonismo velado, una obstaculización creciente y una censura moral explícita, siempre en función de un mismo supuesto: que se niega a admitir o facilitar sinceramente un cambio a todas luces necesario.

Se trata, pues, de una guerra tibia, ni fría, ni caliente. No proponemos siquiera que Estados Unidos tomen parte activa, como en Corea, lo vean con simpatía y lo estimulen, como en Turquía. Proponemos simplemente un camino suave para evitar un nuevo error. Si Batista hubiera estado menos tiempo, Castro tendría menos autoridad. En el caso del tirano Batista hubo también una irremediable contradicción. Un país democrático, paladín de la democracia como Estados Unidos, sostenía económicamente, a través del monocultivo del azúcar, a una dictadura feroz. Semejante es el caso del «Generalísimo» Trujillo.

El camino que proponemos tiene especial aplicación a España, pero es extensible a los demás países totalitarios y daría particular firmeza y dignidad a la política exterior anglonorteamericana.

Un caso próximo puede ejemplificar con claridad lo que quiere decir: el proyecto de transformación de la O. E. C. E., dando entrada a Estados Unidos y Canadá, prevé una asamblea en la que entrarían representantes del Consejo de Europa, más los del grupo de los 21, más algún país asociado y otros organismos. Era la hora de haber indicado al gobierno español que en cuanto sus Cortes no son un órgano representativo auténtico, había llegado el momento de transformarlas para que pudieran sus representantes sentarse con legitimidad junto a las demás representaciones de los países democráticos. Sin embargo, lejos de hacer esto, se han iniciado gestiones para que el gobierno español preparase su representación. Existen, pues, medios muy concretos de coacción para esto que hemos llamado la guerra tibia:

Primero, eludir la presencia de España en los organismos internacionales, siempre que esto no suponga una clara limitación del sistema totalitario.

Segundo, eludir visitas e intercambios de cortesía que, aunque sea formalmente, contribuyan a dar la impresión de que las relaciones internacionales del Estado español son normales y equiparables a las de cualquier país democrático.

Tercero, influir por vía diplomática u oficiosa, haciendo ver al equipo dominante el sentido del proceso internacional y cuán perjudicial e incluso injustificado es no dejar paso a un nuevo sistema político o iniciar una activa transformación del actual.

Cuarto, mantener un personal diplomático inteligente que no confunda el halago descarado del equipo dominante con la amistad entre los pueblos.

Quinto, conocer la situación real del país, particularmente la corrupción administrativa y las arbitrariedades jurídicas, para presionar desde los organismos internacionales –particularmente los económicos–, evidenciando la necesidad de cumplir los compromisos y cumplirlos honradamente.

Sexto, estimular a la prensa libre para que informe sobre la situación real del país y exigir el paso libre de la información exterior cuando esta información no sea delictiva.

Séptimo, contribuir a crear un centro polarizado de poder que garantice el futuro político del país.

Octavo, percatarse del peligro que supone para el complejo occidental sostener, e incluso defender, sistemas totalitarios tales como el español.

En resumen, si la política de las potencias, particularmente de los Estados Unidos, no cambia respecto del oportunismo sin fundamento y empieza a exigir comportamientos cuya sinceridad esté garantizada por la participación efectiva y auténtica en los ideales democráticos, serán bastante los países subdesarrollados que se inclinen a admitir que el barco occidental lleva un pésimo piloto. Ojalá no sea España el primer país que lo testimonie.

julián andía.

——

{1} V. United States-Latin American Relations. Post World War I. Political Developments in Latin America. A study prepared at the request of the subcommittee on American Republics Affairs, by the University of New Mexico School of Inter-American Affairs. Noviembre 1959, Washington.

{2} Esta es la tesis sostenida en Economic, Social and Political change in the undeveloped countries and its implication for United States policy. A study prepared at the request of the Committee on Foreign Relations United States Senate, by Center for International Studies Massachusetts Institute of Technology, Washington, 1960.

julián andía es –lo señalábamos ya en nuestro nº 35– el seudónimo de un conocido profesor y escritor español, que por residir en Madrid prefiere no firmar sus colaboraciones en Cuadernos.