Filosofía en español 
Filosofía en español


Pierre Emmanuel

Impresiones de España

En España se encuentran muchos espíritus libres; pero viven con una libertad disminuida. Como casi todos mantienen la misma actitud frente al régimen, al parecer se entienden bien entre sí; y es que no hablan más que para criticar, a falta de poder construir. Pero hablan: la idea de que entre ellos haya enemigos y espías no les preocupa. Esta complicidad general, que podría tomarse por amistad, engaña en lo que se refiere a la unidad y a la influencia verdadera de los medios intelectuales. Basta, no obstante, reflexionar que el régimen tiene más de veinte años de existencia y que conoce muy bien a los suyos y a los otros: puede darse el lujo de tener una «oposición a Su Majestad», oposición a la luz del día y fácil de vigilar.

Esta observación no disminuye el mérito de los medios intelectuales españoles. El solo hecho de haber sobrevivido durante veinte años de atonía espiritual debería granjearles el respeto; y por nuestra parte deberíamos preguntarnos si no somos en parte responsables de la debilidad de su influencia sobre el medio. Varias veces me invitaron a ir a España, y casi inmediatamente después de la guerra civil; siempre decliné las invitaciones a causa de mis sentimientos para con el régimen. Al explicarles esto a algunos escritores españoles, diez años más jóvenes que yo, me respondieron: «Pero si éramos nosotros los que le llamábamos», con un grito apasionado que traducía su resentimiento y su dolor de que los vencedores les hubieran mantenido aislados después de la guerra.

Ayer aislados del resto del mundo, estos escritores, estos intelectuales, estos estudiantes lo siguen estando aún hoy de su pueblo y de su medio social. De su pueblo: en España no hay opinión pública. En cuanto a la función de pensar, algunos la guardan cautelosamente, sin que ni siquiera se la reconozcan ni se la respeten. Esta ausencia de comunicación la sienten vivamente los mejores espíritus: ¡cuántos de ellos la expresan diciendo que la España de hoy les resulta un enigma… El escaso número de los que hacen política y se mantienen en contacto con los obreros y campesinos se quejan de la inercia de las grandes masas, entregadas a la inseguridad del mañana, fatalistas por naturaleza o por necesidad y que buscan en la pasión nacional, el fútbol, un derivativo a la miseria de su existencia.

Aislados del pueblo, estos grandes intelectuales lo están también de su medio ambiente. El exilio de muchos de ellos es una herida incurable, incluso entre los que se quedaron en el país. Esas dos mitades de España se comprenden mal: los exiliados creen representar las virtudes eternas de su pueblo; los que se quedaron creen vivirlas. Pero cuando el exiliado vuelve, se le hace un sitio y se le agradece su retorno. Por lo demás, todo lo que los escritores del exilio publican fuera de España lo conocen las gentes del interior. Desde este punto de vista la cultura española es una, y las diferencias [68] e intemperancias sólo se producen al juzgar la situación actual del país. Más que los puros escritores, son los publicistas del exilio los criticados: su imagen de España es una abstracción del futuro o del pasado, no una realidad presente.

La cultura es una, pero ¿a quién se dirige? A un pequeño mundo interior del mundo español y que se ha refugiado en las cosas del espíritu a falta de poder vivir a la luz del día de la realidad social. Se dice que los filósofos españoles y extranjeros (pues muchos de estos últimos se traducen en España) tienen un público numeroso fuera de los medios universitarios. En conjunto, la enseñanza de estos últimos está lejos de ser tan liberal como desearían ciertos maestros. El interés que los estudiantes aplican a la especulación es bastante restringido; la mayoría de ellos se resienten de una disciplina de la inteligencia que comenzó desde su infancia y que no es precisamente la más adecuada para ensanchar su horizonte espiritual. La influencia de los intelectuales y de los pensadores no se propaga, pues, en su medio ambiente: siendo como es asunto de contactos individuales, quizá gane en calidad lo que pierde en prestigio. A los españoles se les impone desde muy pequeños cierta ideología –si es que merece tal nombre.

Entre mis manos he tenido extraños libros, de gramática y de historia en particular, destinados a las clases elementales en ellos aparecía el Imprimatur y el Nihil Obstat. Página tras página, se escogían los ejemplos gramaticales con miras a glorificar el régimen o a exaltar a Dios y a sus santos. En cuanto al libro de historia, cada capítulo iba seguido de un resumen en el que toda la historia de España se enfocaba como un testimonio precursor y heraldo de la «Cruzada de Liberación». En cada resumen figuraba una frase por este estilo: «Las virtudes españolas brillaron con todo su esplendor ante nuestros ojos durante la guerra de liberación, ganada por nuestro invencible Caudillo, que nos ha librado de las crueles garras comunistas.» La Iglesia sigue apareciendo asociada al régimen en esta empresa libertadora, que la propaganda reviste de un carácter milagroso, como puede juzgarse por este otro extracto: «En nuestra Cruzada de Liberación, la Virgen, desde su sagrado Pilar, nos ha conducido a la victoria contra los hombres sin Dios ni patria.» Verdad es que tales libros no aparecen uniformemente repartidos por todas las escuelas españolas y que algunos editores reaccionan contra sus excesos; pero la tendencia de que son ejemplo característico es sin duda alguna la de la enseñanza en general.

La Iglesia desempeña un papel considerable en la preparación intelectual de la juventud; además, la política del poder consiste en crear un lazo místico entre la Iglesia y él. Aunque entre el clero joven surjan algunas reacciones contra una confusión tan sabiamente mantenida, la fuerza del interés tanto como la de la costumbre mantendrán todavía por largo tiempo este equívoco. Verdad es que la retórica del régimen sólo parece brillar en las palabras y que en España estamos muy lejos de las grandes exaltaciones fascistas o hitlerianas. También el régimen está cansado de sí mismo. Sin duda la enseñanza ideológica es obligatoria, pero es sólo puro verbalismo. Lo que me parece más grave es la estrechez de los límites dentro de los cuales se permite mover el espíritu del estudiante de Universidad. El tomismo más escolástico constituye el fundamento de la enseñanza oficial. Produce sorpresa encontrar una grande y justa libertad de pensamiento en un pequeño número de estudiantes: [69] ello se debe a que, por sus lecturas o por la influencia de un maestro, tales privilegiados pudieron entrar en contacto con un pensamiento filosófico más abierto. Pero han de saber pasar sin esfuerzo de un pensamiento oficial y escolar a su secreto y verdadero pensamiento, a la soledad fecunda del espíritu. Esto es difícil, pero no imposible. Mas ¿cuál es la virtud de las catacumbas? Es aún demasiado pronto para juzgarlo.

La censura esteriliza por adelantado todas o casi todas las publicaciones. Y no se limita a fiscalizar las audacias de la intelligentsia política, sino que anda a la caza de las de la inteligencia en general. Tras un cuarto de siglo de censura, resulta excusable que los mejores se hagan timoratos. Cada uno aplica por adelantado su propia censura. Resulta, pues, difícil saber hasta dónde se podría «ir demasiado lejos». No obstante, la lucha contra la censura adopta la forma de un juego notablemente complicado, en el que lo simbólico desempeña su papel (se publican muchos poemas en España) y en el que hablar de algo completamente distinto es el mejor medio de hacerse entender sobre aquello de que no se debe hablar. Los españoles han llegado a ser maestros en la materia. Merecen por ello elogio, pues este ejercicio de la astucia mantiene vigilante el espíritu de la libertad, aunque ello no sea más que para consuelo de la minoría.

Tal vez la juventud se interesa menos en estos juegos que sus mayores. De creer a los estudiantes mismos, muy pocos se interesan de una manera activa, bien por la política, bien por las cosas del espíritu. La vida es difícil en España; los empleos poco numerosos. No hay por que comprometer a las primeras de cambio la propia carrera. La mejor manera de licenciarse sin complicaciones es seguir dócilmente las exigencias de la enseñanza oficial –y, si preciso fuera, desembucharla de memoria en el examen. La culpa no es de los estudiantes, sino del sistema. Conocida es la inteligencia de los españoles; yo la he visto brillar en los seminarios a que fui invitado en la Universidad de Madrid. Es cosa sabida que los jóvenes españoles emigrados, que encuentran en el extranjero la posibilidad de desenvolver sus aptitudes aventajan frecuentemente a sus nuevos compatriotas y muestran un sorprendente poder de asimilación. (Estos éxitos, que son conocidos en España, crean entre los que se quedan, jóvenes y a veces menos jóvenes, una sed de emigración que sólo en Irlanda encuentra paralelo.) La proporción de analfabetos puros es en España de uno entre cinco; si a este pueblo se le diese una verdadera enseñanza –lo que supondría una reforma completa del sistema actual–, asistiríamos seguramente a fenómenos parecidos a los que produjo en Rusia la lucha victoriosa contra el analfabetismo. Y seguramente como en Rusia, los lectores se volverían hacia los clásicos, al no encontrar en las publicaciones contemporáneas un alimento adecuado a su gusto.

Pues a juzgar por los escaparates de las librerías, a la vida de las letras le falta en España aire. Los editores –algunos al menos– hacen grandes esfuerzos por mantener a la élite de su público al corriente de la vida literaria internacional. Hay incluso, en España como en otros países –en particular como en Yugoeslavia y Polonia–, un esnobismo de la pura novedad que en este caso se halla lejos de ser irritante. Pero todo ello se mantiene dentro de límites estrictos; no se sabe qué admirar más, si la sutileza de ciertos censores o la estrechez de algunos otros. Reunidos, esos dos tipos opuestos componen una excelente censura.

Una excelente censura que mantiene a los espíritus al borde mismo del hambre. Tuve varias discusiones intelectuales con algunos estudiantes: tenían hambre de pensamiento vivo, pero constituían una excepción; la mayoría de sus camaradas, se me aseguró, tienen sólo una idea muy vaga de la libertad intelectual. Encontré también a estudiantes –si bien con mucha frecuencia eran los mismos– deseosos de discutir de política; y aunque me dijeron en varias ocasiones –pues me lo hice repetir frecuentemente– que apenas una centésima parte de los estudiantes se preocupaban poco o mucho de la política, comprobé que al menos ellos, los que conmigo hablaban, estaban muy fuertemente politizados. Empleaban una terminología izquierdista que en Francia conocemos bien; [70] además, nuestro país les servía en política como sustitutivo de España. No pudiendo hacer la política de su país, hacían, a distancia, la del nuestro. Me ofrecieron brillantes análisis de la decadencia del socialismo en Francia. Nada parecía importarles tanto como las perspectivas de un reagrupamiento de las «fuerzas de izquierda»; de paso, señalaban como un hecho cierto la clásica maquinación policíaca en el asunto Mitterrand. Todo esto sonaba a ejercicio escolar, y pensaba yo para mis adentros que aquellos jóvenes llenos de energía, agrupados en torno a hombres que yo estimaba, permanecerían seguramente condenados por largo tiempo a vivir de esperanzas y de vocablos, y que el régimen sobreviviría con seguridad a su primer entusiasmo, como sobrevivió a la cólera o a la desesperación de sus mayores.

Pero esto es precisamente lo que oprime el corazón en España: un régimen que nadie ama, repudiado incluso por la mayoría, se ha convertido en un hábito, un viejo hábito al que casi todos acabaron por acomodarse. La culpa no es toda de los españoles. En el resentimiento de éstos para con el mundo exterior se manifiestan dos actitudes contradictorias. Ya he hablado de la primera: los españoles creen que, menos aislados después de la guerra, habrían podido transformar el régimen desde el interior. En cuanto a la segunda, se trata de una patente desconfianza hacia los occidentales en general y sobre todo hacia los Estados Unidos, a los que se acusa de mantener el régimen tal como es con miras al equilibrio mundial de las fuerzas. En cuanto al régimen, conserva viva la tradición maniquea surgida de la guerra civil: implícitamente, sigue habiendo los «buenos» y los «malos», el doloroso díptico de España. Toda la flor y nata de la energía española pereció durante la guerra, y España guarda de esto una huella atroz, que la hace aparecer más debilitada de lo que en realidad está. La inercia moral de muchos se explica por el temor de revivir los horrores de un pasado cuyas huellas pueden verse por todas partes, y sobre todo en los espíritus. Pero la división de España en dos no es lo más apropiado para exorcizar la amenaza. A la juventud, que no ha conocido ese horror, le toca hacer tabla rasa de un pasado que sus padres siguen viviendo aún hoy.

La historia está, pues, como parada, mientras el régimen se mantiene sorprendentemente estático. Esta formidable inercia produce en ciertos momentos la impresión de que no existe el régimen y sí sólo las numerosísimas francmasonerías de intereses que proliferan en España. Pero existe, sin duda alguna: con ocasión de la entrega de cartas credenciales del embajador de Francia a Franco, pude ver el coche de éste, rodeado por cuarenta motociclistas y una decena de automóviles, pasar por la carretera que une a Madrid con la residencia del Jefe del Estado. Zeus descendía del cielo para manifestarse a la vista de los hombres. Lo hace raramente, pero todo el mundo sabe que está allí y cada cual se pregunta qué será de España a la muerte del generalísimo –que no es para mañana.

Este suspenso tiene algo de mágico, igual que la impresión que España produce cuando se viene de un país del Mercado común (Pero ¿es esta magia propia de España? ¡Quién sabe! La despolitización merced al bienestar conducirá tal vez a un amodorramiento de un tipo nuevo, cuyos síntomas podemos comprobar aquí y allá. ¿Con qué derecho habremos de juzgar del amodorramiento político de los españoles cuando un fatalismo de irresponsabilidad se instala ya entre nosotros?). La verdadera lección de un viaje a España radica en que, tras de varios días vividos entre el pueblo español, acaba uno por preguntarse si ese pueblo no conserva el secreto de una virtud esencial, de un espíritu de pobreza que nosotros hemos perdido hace ya tiempo. Para ejercer plenamente esta virtud espiritual sería preciso que saliera de su anacrónico estado presente. Es de desear que las virtudes a que la necesidad le obliga las manifieste en plena libertad y que ese espíritu de pobreza de que hablo lo conserve dejando de ser pobre. Mas para eso sería menester que las conmociones que aún le quedan por experimentar a este pueblo para convertirse en el pueblo moderno que no puede dejar de ser algún día, no destruyan por segunda vez su sustancia, so pretexto de liberarle.

Pierre Emmanuel