Filosofía en español 
Filosofía en español


Ante la tumba del poeta

22 de febrero de 1939… Veinte años hace, pues, que la muerte se llevó al más grande poeta español contemporáneo. Antonio Machado, que nació –al igual que aquella gavilla de españoles egregios del 98, de cuya generación fué el poeta máximo– bajo el signo de la preocupación por España, murió precisamente en el tristísimo momento en que se consumó el tremendo desgarrón nacional, tras una sangrienta guerra civil que resultó para el país entero algo así como un cataclismo cósmico. Consignemos, para honor y dolor de la poesía y de los poetas, que la guerra se inició con el asesinato de Federico García Lorca y finalizó con la muerte de Antonio Machado, falleciendo también en el curso de la misma ese otro gran lírico que fué Miguel de Unamuno; luego, aún murieron otros, por ejemplo el cautivo Miguel Hernández y el peregrino Juan Ramón Jiménez…

Sabido es que aquella voz poética cargada de misterio, que fué la de Machado, representó uno de los más profundos decires humanos en lengua española, pues no en vano el poeta expresó corno nadie sus meditaciones acerca del sentido del vivir, de la temporalidad de la existencia y la significación de la muerte. En él, además, la poesía significó expresión auténtica del ser, por lo que su vida coincidió en todo momento con su conciencia. Tal vez sea esto lo que explica la pervivencia de la obra de Machado, el indestructible arraigo del pensamiento machadino. Replegado sobre sí mismo, hundido en una meditación sin fin («converso con el hombre que siempre va conmigo…»), el poeta sugirió igualmente la melancolía que nace de las aspiraciones insatisfechas, el dolor púdico, la infinita piedad humana, la fugacidad del tiempo y lo efímero de la vida.

22 de febrero de 1959… Veinte años más tarde, un nutrido grupo de españoles de buena voluntad, deseosos de reanudar el diálogo roto y de comenzar a colmar el abismo abierto por una lucha fratricida en la que, al fin y al cabo, todos hemos resultado vencidos, decidieron juntarse en torno a la tumba del poeta. Para lograr ese propósito, que surgió sencilla y espontáneamente, cual algo lógico y natural impuesto por las circunstancias mismas de la vida hispánica, no faltaron las buenas voluntades ni se escatimaron los esfuerzos. Y un domingo de febrero, en el diminuto cementerio de Collioure, pueblecito marino cercano a la frontera española, donde entre cipreses y bajo el azul del cielo mediterráneo está enterrado Machado, se reanudó el diálogo, al propio tiempo que se rendía homenaje al hombre bueno que en vida tanto soñara con una España de todos y para todos.

Estaban presentes numerosos jóvenes españoles llegados de Madrid y Barcelona, junto con otros no tan jóvenes ya, procedentes de distintos lugares de Francia; españoles de las dos Españas, obligados hasta entonces a permanecer separados. Y al lado de todos ellos, otros que también hubieran querido estar allí, pero que no pudieron, y que llenaron su ausencia con un hermoso mensaje firmado por casi un centenar de intelectuales, a cuya cabeza figuraba, cual se debe, el venerable don Ramón Menéndez Pidal. Tras amistoso diálogo de unas horas con aquellos jóvenes españoles, nos vinieron a las mientes las líneas escritas por Machado hace bastantes años: «Cierto que la guerra no ha creado ideas nuevas –no pueden las ideas brotar de los puños–; pero ¿quién duda de que el árbol humano comienza a renovarse por la raíz, y de que una nueva oleada de vida camina hacia la luz, hacia la conciencia?»

I. I.