Filosofía en español 
Filosofía en español


Pedro Vicente Aja

La historicidad de la Filosofía

Sería prolijo examinar ahora cómo la absorbente preocupación por lo histórico ha derivado, en nuestros días, hacia ciertos extremismos que pretenden disolver la realidad en un devenir irrefrenable, en la pura sucesividad. Pero, sin duda, del tránsito de lo filosófico hacia la comprensión de lo histórico, ha quedado como saldo positivo una atención hacia la historia humana que luego, ahondando y ampliándose, ha devenido en un mejor conocimiento del tiempo propio del hombre, y, por lo tanto, en la tesis de la exclusiva historicidad de lo humano y de toda la realidad que le es aneja.

¿Qué contenido podemos reconocerle a esa tesis de la exclusividad histórica de lo humano? Porque lo interesante en todo esto es que la filosofía, al ir penetrando en la hondura de lo histórico, se ha encontrado precisamente con la vida humana. A tal extremo que ésta, la vida humana, se ha convertido en aquel objeto metafísico a que tiene que llegar la filosofía, forzosamente, necesariamente, so pena de no ser filosofía. Por eso la filosofía actual ha tenido que ir a parar inevitablemente a una metafísica de la existencia. Y las cabezas filosóficas que desde hace ya casi medio siglo vienen pugnando por esa metafísica plantean la necesidad de una razón vital, es decir, de una razón histórica capaz de forjar los conceptos aptos para apresar las peculiaridades ontológicas de la vida. Precisamente, en ese planteamiento los discípulos de Ortega se afanan en conquistarle una prioridad al maestro. Mas intentar esclarecer el contenido de esa tesis que reduce lo histórico a lo humano y que convierte al hombre en un ser que es historia, es tema que requiere una exploración propia.

La historicidad de la vida humana

Vale la pena examinar ahora el contenido de esa tesis que sostiene la existencia de un tiempo propio del hombre, y, a la par, la exclusiva historicidad de lo humano. La literatura sobre el asunto va siendo ya profusa. Según Ortega, la vida sólo se vuelve un poco transparente ante la razón histórica, pues está hecha de una sustancia peculiar que es su tiempo. Pero, ¿en qué consiste ese tiempo humano? Creo que fue Heidegger quien, por su parte, distingue dos clases de tiempo; el tiempo que está en la vida y el tiempo que la vida es. En efecto, el tiempo que está en la vida es el propio de las ciencias físicas, de las ciencias astronómicas. En este tiempo el pasado da de sí al presente, y dando de sí el pasado al presente va creándose el futuro. El futuro en el mismo es el resultado del pasado y del presente. Pero ése no es el tiempo que constituye la vida misma. Hay que imaginarse, dice García Morente –quien consigue una claridad cenital en estas honduras– un tiempo [16] que comience por el futuro y para quien el presente sea la realización del futuro. Nótese cómo aquí se atiende a ese rasgo de la vida humana según el cual ésta se nos presenta como anticipación de futuro, como afán de querer ser. Y al punto luce genial la frase de Heidegger cuando afirma que todo presente humano es un «futuro sido», pues nos hace la vida esencialmente como tiempo: en el cual la vida va consistiendo en una anticipación. A este tiempo que la vida es viene llamándose: temporalidad.

Desde luego, la temporalidad no es sólo anticipación de futuro, es también carga de pasado. Pues la referencia al pasado es un componente necesario de la proyección al futuro. La dependencia en que se encuentra el futuro respecto del pasado es fácil explicarla psicológicamente. Bastaría con aludir a la memoria. El problema consiste en fundamentar la temporalidad en terreno metafísico. El profesor Nicol, intenta en su Idea del hombre, explicamos la «historia óntica» del mismo, afirmándonos que la realidad de su ser presente incluye siempre el componente de la potencial real o posibilidad vital. Así, el presente es siempre «poder ser» y la solución metafísica del problema del ser en el tiempo la encuentra en la concepción del ser potencial del hombre. Parece que Jaspers se conforma con una fundamentación psicológica del pasado cuando nos dice textualmente en su libro Origen y Meta de la Historia, en el capítulo en que trata de la estructura fundamental de la historia: «lo esencial en la historia es únicamente que en ella puede el hombre recordar y, por tanto, conservar lo que fue como factor de lo que viene». Ya se sabe que Ortega lleva esa influencia del pasado hasta sus últimas consecuencias; hela aquí: «el hombre es lo que le ha pasado, lo que ha hecho, en suma, que el hombre no tiene naturaleza sino que tiene historia». Esta frase del maestro español le ha quitado el sueño a más de un esencialista. De todo esto queda que el hombre es lo que es porque tuvo un pasado y porque se está realizando desde un futuro.

Claro que la historicidad del hombre le viene de esa su peculiar temporalidad dada en un ser que es precisamente el único ser que toma conocimiento de sí mismo. Un ser que se preocupa por lo que es y por lo que quiere ser, que es ocuparse previamente con el futuro. Un ser que tiene que hacer de su vida un proyecto, pues la vida le es y no le es dada; y, por tanto, ha de estar haciéndosela constantemente. Y que para hacerse su vida cuenta, por lo menos, con una fundamental libertad, por supuesto limitada por su carga de pasado entre otras circunstancias. Esto de la libertad resulta de la mayor importancia, pues sólo el ser libre tiene historia. Es decir, sólo puede ser histórico el ente cuyo ser incluya el «poder ser».

Ese concepto de lo histórico como fundamento y raíz de la vida humana, hace de esta vida algo inconcluso, en perpetuo devenir, y hace del sujeto a quien le acontece esa peculiar forma de vida, un hecho histórico en sí propio, en el sentido de que cada hombre es un ser único, singular, incanjeable, e irrepetible, y asimismo toda actividad o acontecer de lo humano sale teñida de esa su radical historicidad. Cosa muy distinta es el problema de cuál hecho merece ingresar en el relato, es decir, en la exposición del pasado, pues es ese asunto concerniente más bien a la estructura y condiciones de la ciencia histórica.

Aunque esta comprensión de la historicidad humana es cosa bastante reciente, el hombre reconoció hace mucho que su vida es frágil, insuficiente y movediza y su mayor esfuerzo ha consistido en superar esas limitaciones asentándola sobre una base sólida y estable. El hombre es un ente temporal e histórico, pero por ello mismo tiende hacia algo intemporal e inmutable en que su ser encuentre apoyo de alguna suerte. De ahí la religión, el arte, la filosofía. Entre estos haceres brotados en la vida del hombre, se da en la filosofía –como en la vida misma– una radical historicidad.

La historicidad de la Filosofía

El hombre –con esta consecuencia concluíamos nuestro sucinto examen sobre la radical historicidad de la vida humana– [17] es un ente temporal e histórico, pero por ello mismo tiende hacia algo intemporal e inmutable en que su ser encuentre apoyo de alguna suerte. Precisamente, el filósofo es para el griego el que por el amor al saber aspira a la verdad de las cosas, esto es: a una certeza radical y universal. Desde este punto de vista, la filosofía ha sido entendida principalmente como una ciencia. Pero también desde ese amor al saber mismo pretende el filósofo vivir, y hasta salvarse. Entonces la filosofía se nos presenta como un modo de vida y un afán de salvación. Según Ortega –quien, como se sabe, conecta toda forma o manifestación cultural con una determinada situación humana– el hombre comenzó a hacer filosofía cuando al entrar en crisis el sistema de creencias en que se apoyaba, al perder las cosas la consistencia que tenían gracias a los dioses, el griego se ve forzado a atribuirle un ser que salve las apariencias. De modo que la filosofía nace para intentar responder a la pregunta por el ser, vale decir: como afán de salvarse develando la gran incógnita. Aparece, pues, para conocer lo que debe ser cognoscible por excelencia: los principios y causas, y, en última instancia, el principio de los principios, la causa última o Dios. Consistirá –vuelvo a Ortega– en creer que el hombre posee una facultad, la razón, que le permite descubrir la auténtica realidad e instalarse en ella.

Razones de espacio aconsejan no puntualizar ahora si el primer pueblo que de verdad filosofa es el pueblo griego. Me parece que la búsqueda metódica de la verdad por medio del ejercicio de la razón libre y sistemática, (condiciones del filosofar puro), es una actividad nativa en Grecia. En todo caso no se puede negar que la filosofía –como un afán de saber brotado en la vida de hombre, como un hecho que le acontece a éste en su existencia– constituye una actividad humana completamente nueva, distinta frente a las cosas y el mundo en general. Y esa actitud que se ha llamado teorética, en oposición, por ejemplo, a la actitud mítica que ve en las cosas poderes, reflejaría la estructura íntima de lo humano. Sobre todo aquella en que lo humano se nos caracteriza como historia. Por eso una interrogante por la historia de la filosofía, sostenida ésta desde la altura o la profundidad de la filosofía misma, no puede agotarse en un mero análisis concerniente a la estructura y condiciones del pasado filosófico y de su exposición, sino que ha de plantearse de un modo radical el núcleo mismo de la cuestión, esto es: la vinculación entrañable entre lo histórico y lo filosófico. A la luz de esta vinculación nos luce inobjetable el aserto de Ferrater: «La Filosofía no es meramente una disciplina que tiene una historia, sino un hecho que es histórico», vale decir: un quehacer humano que presenta como una de sus notas esenciales la historicidad. Trátase, pues, de una participación intrínseca y necesaria del saber racional que es la filosofía en la forma de historicidad que es la vida humana.

Por lo pronto, en la filosofía se advierte una indiscutible temporalidad. Se hace, como la vida misma, en el tiempo que «la vida es». Nótese que en éste, el único tiempo histórico (privativo de lo humano), el hombre es lo que es porque tuvo un pasado y porque se está realizando desde un futuro. Pues bien: en ese tiempo ningún hecho filosófico en verdad desaparece, sino que está contenido en la carga del pasado como un momento necesario para toda meditación de presente. Seguramente algo de eso reconoce. Julián Marías cuando afirma que en toda acción de filosofar va ya incluido todo el pasado filosófico. Además, creo que esto es lo que se quiere decir siempre que se sustenta que no se puede hacer filosofía sin Historia de la Filosofía. Dicho en otras palabras: la filosofía tiene que plantearse y realizarse íntegramente en cada filósofo, pues el filósofo tiene que hacerse cuestión de la totalidad del problema filosófico desde su primer tratamiento. En efecto, hoy por hoy nadie se plantearía el problema del ser sin rastrearlo hasta su raíz originaria. Sólo en ese rastrear el problema cobra un sentido pleno la cuestión que se analiza. El problema es «lo que le ha pasado».

Esa participación de lo filosófico en las notas de la historicidad nos coloca frente [18] a un nuevo aspecto, por donde si todo filosofar arranca inevitablemente del pasado, se proyecta hacia el futuro poniendo en marcha la historia de la filosofía. Mas, antes de abordarlo, conviene precisar que cada situación histórica del pensamiento no sólo toma conciencia de lo que arrastra, sino que implica una cierta libertad de creación, como algo irreductible en la vida misma del pensador. Esto alcanza soberana manifestación en el aporte siempre imprevisible del genio, donde la reflexión superior, vocada siempre hacia lo intemporal, consigue su más indiscutible autonomía. Tal autonomía del pensamiento filosófico ha sido sustentada con relación a los nexos del pensamiento y la situación histórica general. Pero lo que queremos reconocer ahora es algo más que la posesión de una continuidad histórica exclusiva de la filosofía, sino más bien que dentro de su propia continuidad cada filósofo constituye una posibilidad. Cuando examinamos la historicidad de la vida humana topamos con la siguiente realidad relativa al hombre: sólo el ser libre tiene historia. De la misma manera, la filosofía tiene historia propiamente, porque cada filósofo incluye «un poder ser filosófico».

Al sumergirnos de nuevo en esa participación de lo filosófico en los rasgos historicistas de lo humano, sorprendemos otro pliegue desde el cual la filosofía se nos descubre como «un quehacer historizante». Esto es: nos colocamos frente a un aspecto por donde si todo pensar arranca inevitablemente del pasado, se proyecta hacia el futuro, poniendo en marcha, por lo menos, la propia historia de la filosofía. Así como la vida humana resulta anticipación de futuro –proyecto, programa–, la filosofía en cierto sentido constituye predicción de una finalidad cuyas etapas se propone anunciar. Enseguida el pensar mayor se nos aparece como Filosofía de la Historia. ¿Hasta qué punto de la historia concreta responde después a esas visiones?, es decir, ¿de qué manera y con qué medida actúan las ideas sobre la realidad y consiguen eficacia histórica?: eso representa otra vertiente del problema. La que ahora transitamos sólo pretende hallar en todo filosofar una inevitable prefiguración del futuro.

Bien vista la cuestión, tal pretensión luce justificable. Sobre todo desde San Agustín hasta Heidegger. Puesto que, especialmente en todo ese trayecto, el hombre hace una vida crecientemente histórica, en el sentido de que de un modo u otro es cada vez más consciente de la radical historicidad de su vida. Adviértase que la filosofía en cualquier momento de su manifestación, lo hace en la forma de un conjunto de problemas que incluyen todas las cuestiones conexas de la cultura coetánea, y que por ello la filosofía es no sólo historia de sí misma, sino también de la circunstancia espacio-temporal a la cual pertenece. Pero a partir de San Agustín la meditación occidental va a ser, a la vez que reproducción de una época dada, la prefiguración de otras posteriores. Pues intenta siempre, enseguida que actúa como filosofía, preconfigurar el devenir existencial dentro del cual el hombre ha de desplegar su propia vida. Y es que el hombre, en la cultura cristiano-occidental, se siente parejamente como una imposibilidad y como una posibilidad, como una tensión constante entre dos naturalezas contrapuestas: la finita y la infinita. Por eso el sentido profético: consustancial a toda filosofía a partir del cristianismo. Y por ello mismo tal prefiguración del futuro, latente en toda filosofía, conlleva una finalidad impuesta por el sentido fatalista de un proceso cuyos tres tiempos, pasado, presente y futuro, encierran un sentido que se justifica, únicamente, por la finalidad misma a la cual se dirigen, o sea: que son para ser. Probablemente ese carácter historizante, esa prefiguración, explique el dictum de Hegel: «la filosofía es la historia al revés», importa decir: la historia que está por hacerse.

Vale la pena subrayar que la preocupación por la Filosofía de la Historia propiamente, o por medio de sus expresiones concomitantes, la Ética, la Política, las Utopías, &c., tienden a proliferar a partir del cristianismo; esto a diferencia de lo que ocurre en Grecia donde, si exceptuamos los casos culminantes y ejemplares de Platón y Aristóteles, no hay [19] elaboración sistemática –cerradas, conclusas–en tales órdenes, a no ser las aproximaciones que a este respecto representan los estoicos y epicúreos.

Lo dicho hasta aquí sobre la historicidad de la filosofía, nos coloca, al punto, frente a una cuestión de mucha cuantía. ¿Por qué esa participación intrínseca y necesaria del saber racional que es la filosofía, en la forma de historicidad que es la vida humana? Puntualicemos: indudablemente no puede darse una desvinculación absoluta entre ninguna forma de la cultura y su historia, ya que toda forma cultural es un producto humano y por lo tanto histórico. Pero resulta claro que hay sectores en que sus respectivas historias no constituyen una condición «sine qua non», en cada momento en que el hombre se ocupa con esos saberes, o sea: se puede hacer física sin historia de la física, o matemáticas sin historia de las matemáticas. ¿Por qué, pues, esa radical historicidad asignable a la filosofía, tan inevitable como la propia historicidad humana?

Tal vez esa última cuestión halle explicación satisfactoria en la problematicidad reiterante de la filosofía. Tal como es de siempre la misma y perenne problemática el ser propio del hombre. ¿No está acaso la filosofía, hermanada en destino al propio destino del espíritu humano? Ese carácter reiterativo consiste en la vigencia inalterable de los problemas básicos. Adviértase cómo siguen siendo exactamente los mismos, pues aunque cada época parece aportar y en efecto aporta nuevas cuestiones, éstas, si se las examina con el debido cuidado, son sólo eflorescencias de esos problemas fundamentales. Temas como el ser, la sustancia, la realidad, la verdad, la justicia, el bien, la felicidad, el destino del hombre, el alma, la inmortalidad, la muerte, ¿no son, al cabo, los mismos temas que la filosofía se viene planteando desde sus orígenes, y que, por vía de su interés esencial para el hombre, se remontan hasta la misma mitología?

Por otra parte, muy poca cosa quedaría de la filosofía si sólo pidiéramos a su historia el señalamiento de las soluciones, olvidándonos que lo importante en ella es precisamente eso: los problemas. En esa reiteración consiste, pues, el contenido de la «philosophia perennis».

Por último, conviene insistir en lo siguiente: el replanteo de cualquier problema, en cualquier momento, supone, exige el regreso, con el propósito de inspección, a los planteamientos anteriores del mismo. Y comporta, desde luego, «un poder ser».

La historia de la Filosofía como iniciación

Recapitulemos. La participación intrínseca y necesaria del saber racional que es la filosofía en la forma de historicidad que es la vida humana consiste, a mi modo de ver –entendida la filosofía como acción de filosofar en presente–, en un ser la filosofía «lo que le ha pasado», en un ser «una posibilidad», en un ser «una prefiguración del futuro». Enseguida la Filosofía se nos aparece como Historia.

Luce claro, pues, que ese modo de conectar lo filosófico y lo histórico nos presenta a la filosofía misma no como algo que es, si no como algo que deviene. Y lo que no deja de ser importantísimo: no sólo está muy distante de considerar la Historia de la Filosofía como un arbitrario montón de opiniones y sistemas enteramente aislados y contradictorios, sino que descubre la marcha de la filosofía como una verdadera prosecusión de los temas y hasta de los métodos, como una pervivencia en la nueva etapa de los elementos que contenía la anterior, esto es: como un proceso en el cual hay una continuidad sustantiva.

¿Qué eficacia didáctica podemos encontrar, entonces, en la Historia de la Filosofía? Este punto, sin duda, está dado por implicación en lo que llevo dicho hasta aquí. Empero conviene precisar algunos perfiles y establecer ciertos presupuestos. Me planteo esa eficacia (o si se quiere ese valor formativo de la Historia de la Filosofía), con vista única a la iniciación en la filosofía misma. Lo cual no me hace olvidar lo que importa para la formación cultural en general. Por otra parte, no subestimo el valor de las Introducciones, de los Diccionarios filosóficos, de los cursos de Seminario donde se estudie a fondo un gran filósofo, &c., &c. [20]

Pues bien; si hay una inseparable conexión, entre filosofía e historia de la filosofía, si la filosofía es historia y esta condición le pertenece esencialmente, ¿cómo iniciarse en la reflexión superior sin acudir a lo que Windelband llama el órgano de la filosofía: su Historia? En efecto, el que se asoma a la filosofía viene obligado a tomar una actitud que exige como una doble conciencia: una que llamaremos histórica, y otra que, con un poco de redundancia, denominaremos teórica. Trátase, ciertamente, cual si fuera menester ver los problemas con lentes bifocales. Dicho en cuanto a lo que hay que ver: en el momento en que se enfoca una cuestión en conexión a los momentos anteriores, por los cuales es preciso inspeccionar el problema; mientras que, por el otro enfoque, requiérese atender un costado imprescindible: el análisis de toda cuestión filosófica supone necesariamente una racionalización del problema. Ahora bien: esa conciencia histórica a que viene obligado el que se inicia en el pensar mayor, se cumple únicamente, por medio de la Historia de la Filosofía. Y aquí le encuentro la eficacia didáctica, ya que la Historia de la Filosofía nos proporciona, irremplazablemente, una primera toma de conciencia de la problemática en su totalidad.

Pero inclusive, ¿cómo puede el principiante formarse una idea de la filosofía misma sin rastrear en la evolución de la propia filosofía? Si la filosofía, por su historicidad, no es precisamente, sino que deviene: si se va formando en el curso de su propia historia, y se trata todavía de «un poder ser», ¿cómo entrar a formarnos un concepto de ella sin conocerla históricamente? Téngase en cuenta, además, lo siguiente: cada sistema filosófico vale como una respuesta a la pregunta por lo que la filosofía es y significa dentro de la vida humana, y esa respuesta será simultáneamente necesaria y parcial, pues la noción que cada filósofo ha dado de la filosofía equivale a la perspectiva desde la cual fue vista, ¿cómo puede el neófito, entonces, integrarse una idea de la filosofía sin analizar y apreciar en su conjunto tales respuestas? Traigo un testimonio eminente: José Gaos, en la introducción a su trabajo El concepto de la Filosofía, se plantea el problema de conocer lo que es filosofía sin historiarla y llega a una conclusión significativa: «El concepto de la Filosofía que voy a puntualizar –dice Gaos– es el resultado de una interpretación de la historia de la filosofía cuya clave es la experiencia personal». Esta interpretación como base de una tal experiencia me parece indispensable.

En lo que toca, por último, a la importancia de la Historia de la Filosofía en el presente, es cuestión ésta que no vacilaría en reconducir, si he de atenerme a lo establecido anteriormente, a una interrogación por la importancia de la filosofía misma. Haría otra cosa: precisar enseguida una connotación sobre lo que el presente significa. Vería, desde nuestro mirador, cómo esa connotación alude sin desvío a una actualidad que corresponde a determinada cultura: en este caso la de Occidente. Y un examen de tal actualidad revelaría sus contornos críticos y pediría, desde luego, las debidas caracterizaciones.

A fin de cuentas, hay que plantearse el papel que ha jugado y juega la filosofía en la estructura y el destino de la cultura occidental-cristiana. Lo que, por otra parte, nos permitiría advertir que al iniciarse hoy en la filosofía importa, sobre todo, replantear el tema de la meditación principal («philosophia perennis») como una de las bases en que se apoya esa cultura. Cultura que, sin duda, está transida y dominada por un riguroso carácter teorético, por una objetividad radical que es exclusivo patrimonio de Occidente: lo cual envuelve una aspiración hacia la perfección suprema –tanto en el orden del ser como del conocer– que ha sido su desiderátum. Pero además, advertiríamos que una toma de conciencia del presente mismo –esto es, de sus contornos críticos– sólo puede provenir de la propia filosofía. Ahora, como siempre, la filosofía es el vehículo a través del cual una época se clarifica a sí misma, la única actividad del espíritu que puede analizar los problemas del mundo en toda su dimensión y en toda su profundidad.

Pedro Vicente Aja