El Católico
Madrid, miércoles 3 de abril de 1844
 
tomo XVII, número 1480
páginas 17-18

[ Impugnación al Sr. D. José Muñoz Maldonado ]

Aunque ayer se dijo ya lo bastante en nuestro periódico acerca de la sesión del sábado en la academia de ciencias eclesiásticas, parécenos sin embargo no será inoportuno añadir dos palabras sobre algunas que se permitió el Sr. vice-presidente Muñoz Maldonado. En los extractos que acostumbramos dar no es posible hacernos cargo de todo, como ya hemos dicho alguna otra vez, y nos tenemos que limitar a tocar ligeramente algunos puntos, pues de lo contrario, si hubiéramos de detenernos a combatir o apoyar lo que en los discursos de cada uno creamos digno de censura o de elogio, nos sería necesario dedicar a este objeto más espacio del que nos es dado disponer en las columnas de nuestro periódico. Pero el discurso que el señor Muñoz Maldonado pronunció el sábado nos llamó demasiado la atención, tanto mas cuanto que se atrevió a decir cosas que no esperábamos oír del autor del discurso inaugural de que dimos en su día un extracto a nuestros lectores.

El señor vice-presidente se acaloró sin duda demasiado al oír al señor Guerra y tal vez no reflexionó sobre los errores en que incurría. Y decimos errores, porque error es decir que ni los Papas ni la Iglesia tuvieron poder ni formas exteriores, y aun parecía dar a entender que ni gobierno ni nada de lo que constituye una sociedad, hasta los tiempos del emperador Constantino. Error es decir que la potestad civil tiene derecho a intervenir en las cosas eclesiásticas, siquiera lo explicase luego con que solo hablaba de la disciplina externa; explicación que era otro nuevo error, porque errónea es esa distinción de disciplina interna y externa en el sentido que la tomaba S. S., y error es también atribuir al poder civil la facultad de intervenir y arreglar esta. Es también error decir que ante todo y sobre todo, para formar un concordato, era absolutamente preciso que Su Santidad reconociese como reina legítima de las Españas a doña Isabel II, sin lo cual añadía era enteramente imposible dar ningún paso; y es también por último un error asegurar con la generalidad que lo hizo S. S. que cuando se haya de arreglar un concordato, haya de tratarse como de potencia a potencia.

Mucho podríamos decir sobre cada uno de estos puntos; pero sobre no tener bastante espacio para tratarlos con la debida detención, sería también repetir lo que mil veces habemos dicho. Nos limitaremos pues a tocar ligeramente cada uno de ellos.

Y en primer lugar no creemos que pueda decirse tan absolutamente como lo hizo S. S. que al tratar de un concordato debe procederse como de potencia a potencia. Así sería en efecto cuando el poder espiritual quisiera obtener del temporal alguna cosa que fuera ajena de aquel y de la competencia de este. Entonces los dos poderes deberían entenderse, y como cada cual estaba en su línea, como ninguno había traspasado los límites de su autoridad, estaban ambos en su derecho, y podían o no podían avenirse sin que por eso so faltasen mutuamente. Pero en el caso en que nos hallamos en España, y en que por lo general se hallan las naciones cuyos jefes concuerdan con el Santo Padre, no sucede esto. Aquí en España no se ha presentado el jefe de la Iglesia a pedir al gobierno español estas o aquellas concesiones en lo que sola y exclusivamente fuere de la competencia de este; no, no ha habido nada de esto. El gobierno español ha sido el que atropelló y conculcó los derechos de la Iglesia y de su supremo jefe, y por lo mismo si el gobierno es católico no puede obrar como de potencia a potencia al acudir a la Santa Sede para pedirle perdón de lo hecho, y un arreglo para en adelante. Bien sabe S. S. que los reyes y potentados por mucho que sea su poder, con tal que blasonen de católicos, no son más que hijos, si bien calificados de la Iglesia , y que por lo tanto no les pertenece obrar con el vicario de Jesús en lo que es de las atribuciones de este, como poder, sino como súbditos, sino como hijos sumisos de la Iglesia, como obró el hijo pródigo echándose en los brazos de su padre e implorando su clemencia. Asegurar lo contrario, sostener que en todos los puntos sobre que haya de ponerse de acuerdo el gobierno español con el Santo Padre ha de procederse como de potencia a potencia, es un error que puede producir lamentables consecuencias; que acaso contribuya demasiado a retardar los momentos en que los hijos se reconcilien con su padre, persuadiéndose el gobierno de que se rebaja en dar al jefe de la Iglesia las satisfacciones que crea necesarias por los agravios que ha recibido. Bien sabemos que no ha sido el gobierno actual quien ha cometido todos esos desafueros, si bien no deja de haber alguno de los ministros que prefiere la observancia de un acuerdo de las cortes a lo que mandan los cánones a cuya violación estimula; pero sabemos también que el gobierno es un ente moral que no varía; sabemos que el gobierno de Isabel II, o que ejercía a su nombre el poder, fue el que los cometió, y que por lo tanto al gobierno de Isabel II toca repararlos, toca pedir antes perdón de ellos y detestarlos; sin que en esto se rebaje en lo más mínimo la dignidad y decoro de un gobierno que blasona de católico; que no es rebajar su dignidad y decoro reprobar lo malo y proponerse obrar el bien, reparando lo mal hecho. Así pues no puede obrarse como de potencia a potencia cuando se trate de las cosas que según la doctrina de la Iglesia son de la atribución del poder espiritual y han sido atropelladas por el temporal. Entonces debe procederse como procede un hijo extraviado que conoce su yerro y se arroja en [18] los brazos de su padre conociendo su extravío y exponiéndole el lamentable estado a que éste le ha reducido y rogándole le trate con indulgencia y aligere, si es posible, sus cargas, atendida su actual situación y los destrozos que en él han causado los pasados extravíos. Y esto nos parece indica esa palabra concordato que se usa en los arreglos que se efectúan con el jefe de la Iglesia, a diferencia de los que se hacen con las demás potencias, los cuales se llaman tratados. Una familia que se desaviene, unos hijos que se han separado de su padre, que le han ofendido gravemente, cuando quieren reconciliarse no pactan con su padre, pero se reconcilian, concuerdan; no es un tratado, es una concordia, es una reconciliación lo que se efectúa. Nosotros así lo entendemos, así creemos deba entenderse sin que pueda obrarse con el Santo Padre como de potencia a potencia, sino en el caso que arriba indicamos y cuando hayan de ventilarse puntos por lo menos de un interés mixto, digámoslo así.

Tampoco es por consiguiente absolutamente preciso que ante todo reconozca el Santo Padre a Isabel II como reina legítima de las Españas; y el empeñarse en esto es retardar indefinidamente el momento suspirado de la reconciliación e involucrar las cuestiones políticas con las religiosas. El Santo Padre sabe muy bien los dos caracteres de que se halla revestido, y ha dado bien claras muestras de que lo sabe y de que cuando obra como vicario de Jesús, prescinde de las cuestiones políticas sin quererse meter a prejuzgarlas. Y es muy extraño que cuando tanto se nos pondera la separación de ambas potestades, cuando uno y otro día se nos repite que pasaron aquellos días en que los Papas juzgaban de la legitimidad o ilegitimidad de los reyes, se quiera obligar a Gregorio XVI a que en la lucha de dos que aspiran a una corona y que alegan cada cual sus razones, decida de la legitimidad del uno y de la intrusión del otro, venciendo con su peso el platillo de balanza, donde ponga su voto, y exponiéndose a las murmuraciones y malos tratamientos de los que se creyeren ofendidos. El Santo Padre ha obrado en este punto, no solo siguiendo el ejemplo que en casos análogos le dieron sus predecesores, sino con arreglo a lo que le aconsejaba la prudencia y su difícil posición; y ha procurado separar lo temporal de lo espiritual, los intereses de la tierra de los intereses del cielo, atendiendo en cuanto le era posible al bien de los fieles encomendados a su solicitud pastoral. Y tanto es así, que personas instruidas y nada sospechosas que han ejercido altos cargos, han desaprobado la conducta de los pasados gobernantes que se negaron con la mayor obstinación a aceptar los medios que presentaba el Santo Padre para poner término a la viudedad de las iglesias y a las ansiedades de conciencia, porque el Santo Padre no se atrevía a dar ese paso del reconocimiento, no obstante que procuraba salvar el derecho de patronato que sus antecesores concedieron a la corona de España. Sensible será que el gabinete actual siga la misma marcha y persista en en un error de tan fatales consecuencias; pues a ser cierto que, mientras no se reconozca a Isabel II como reina legítima, no puede efectuarse el concordato ni el arreglo de los negocios eclesiásticos en nuestra patria, como asegura el señor Muñoz Maldonado, vendría a resultar que los españoles no podrían estar en relaciones con el jefe de la Iglesia, en todas las relaciones en que deben estar si han de ser católicos; que habrían de dejar de serlo (porque no hay catolicismo donde se desconoce la obediencia y sumisión al Romano Pontífice) ínterin no se efectuase el reconocimiento: mas aun que ni Isabel II podría serlo, mientras el Santo Padre no la reconociese como reina, no ya solo de hecho, sino legítima. Lo cual, que a nuestro juicio se infiere legítimamente del aserto del señor Muñoz Maldonado, estremece solo el pensarlo.

Nos hemos detenido ya más de lo que habíamos pensado; por lo tanto y respecto de los otros puntos que tocó el señor vice-presidente, nos limitaremos a decir que está condenado por la Iglesia atribuir al poder temporal facultades sobre la disciplina externa de la Iglesia, pues nada hay en esta que sea meramente interno, y sería hacer al poder civil hasta juez y árbitro de los sacramentos que son signos sensibles como dice su misma definición. En buenhora que el poder civil cuando se trate de asuntos que puedan afectar el orden público exponga a la Iglesia lo que juzgue conveniente; bien sabe el señor Muñoz Maldonado que cuando sus peticiones han sido razonadas y justas, jamás han sido desoídas, y él mismo nos asegura haber oído de los labios de nuestro común Padre el Romano Pontífice los vivos deseos que le animan de nuestra reconciliación, y visto en sus consejeros las más benévolas disposiciones.

Por último, el señor Muñoz Maldonado, sin duda en el calor de la improvisación, se dejó llevar mas allá de donde tal vez le pese ahora haber pasado, cuando dijo que hasta Constantino no había ejercido poder la Iglesia ni tenido formas exteriores &c. S. S. sabe muy bien que la Iglesia desde sus principios, desde que Jesús la fundó, desde que el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, fue una sociedad completa con todo cuanto necesitaba para serlo, y por consiguiente con su jerarquía, su gobierno, &c.; S. S. sabe muy bien que antes de Constantino tenía bienes la Iglesia, tenía sus congregaciones, imponía sus castigos, intimaba sus preceptos, ejercía en fin todo el lleno de su autoridad, si bien en secreto, si bien ocultándose a la vista de los perseguidores; S. S. sabe que lo que hizo Constantino fue dejarla de perseguir, dejarla ostentar públicamente sus galas y todo el aparato exterior y majestuoso de sus ceremonias, que hasta entonces tenían que quedar escondidas en las catacumbas; lo que hizo fue devolver los bienes que sus antecesores habían arrebatado a la Iglesia; lo que hizo fue llamarla en su auxilio y pedirla sus luces para gobernar bien el imperio; lo que hizo fue dar la sanción de leyes del imperio a las que ya eran leyes de la Iglesia, a fin de que no solo por esta sino también por el poder civil fuese castigado el transgresor, lo que hizo fue ofrecer su espada y su autoridad a la Iglesia para que esta pudiera llevar a cabo todas sus resoluciones.

Concluimos pues sintiendo que por las palabras más o menos imprudentes de algunos y el acento más o menos fuerte con que se pronunciaron, se diese a la discusión el giro que se le dio, y que se divague tanto en los discursos que se pronuncian; divagación que hace recordar y preferir el laconismo de la escuela, y aquella forma silogística que tanto se critica ahora, pero que al menos presentaba desde luego con limpieza la cuestión y la fijaba, mostrando con claridad y concisión las razones de una y otra parte para resolverla con acierto.

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