El Católico
Madrid, martes 2 de abril de 1844
 
tomo XVII, número 1479
páginas 9-11

Academia española de ciencias eclesiasticas

Sesión del sábado 30 de marzo.

Después de un intervalo de veinte y cuatro días, continuó el suspendido debate sobre cuáles serán las bases para formar un concordato con la Santa Sede, atendido el estado de nuestra Iglesia. El académico Mendieta probando perfectamente la necesidad que toda la nación conoce de entendernos con el Padre común de los fieles, sostenía que lo primero debiera ser el nombramiento de una corta comisión por ambas partes, atendida a las complicaciones que se suscitan cuando muchas personas entienden en estos asuntos, complicaciones que ha mostrado la experiencia y que obligaron en los años 1752 y 53 a la santidad de Benedicto XIV y a S. M. C D. Fernando el VI a conferir su plenipotencia a dos solos personajes, uno de cada lado. Discurrió también sobre la conducta de Bonaparte en Tolentino y Faenza, de ese que aun cuando vencedor conociendo el valor de la Silla apostólica procuró dejarla ilesa y a salvo, y de ella recibió sus condiciones. Con tanta o más razón aconsejaba igual conducta al gobierno español. Sánchez Ugarte, insistiendo casi en las mismas ideas, no dejó de tocar algunos puntos en que ha sido lastimada nuestra Iglesia, y creyendo que, si algunas de las instituciones que la revolución ha destruido volvían a ser, podía mirarse como una reacción, sostenía que lo que podía hacerse era marchar con el siglo notando que tan funestas son para los pueblos las reacciones como la parálisis.

Guerra (D. Juan) nos leyó un discurso que no queremos calificar (reservándonos para luego hacernos cargo de los de todos apoderándonos del debate, según nuestro corto saber), en el que partiendo del escandaloso divorcio en que se encontraba nuestra España con la cabeza visible de la Iglesia como dijera el vice-presidente primero en su discurso de apertura, no presentaba lejos de la comunión del sucesor de san Pedro, fuera del seno de la Iglesia católica, no católicos. De aquí pasó a lamentar los precedentes que ya desde el año 1824 se iban sentando contra las inmunidades de la Iglesia y sus ministros, los pasos que después se han dado y el abismo a que la revolución nos ha traído poniéndonos cada vez más en desacuerdo con S. S. y trayéndonos al estado insubsistente y triste en que nos hallamos, estado del que cree difícil salir y del que no confiaba actualmente hallar la solución que otros se figuraban. Hizo una verídica pintura de los deseos santos y paternales que abriga el pecho generoso del venerable pastor que hoy ocupa la silla de san Pedro, de los medios que benigno y piadoso ha usado con nosotros, pudiendo haberse valido de otros terribles que en su mano tenía, y comprobándolo con la encíclica de S. S. a la que tan groseramente contestó el Regente único en un manifiesto lleno de ira y falto de razones. Señalaba como la base primera para un concordato, que el gobierno diese un manifiesto en el que condenando la anterior conducta, retractando tantos errores, pidiese el perdón e indulgencia. No tenía en mucho que el gobierno diese decretos como los que llevaban dados, y aun juzgaba que el en que se levanta el destierro a los señores obispos con la cláusula de que hayan de prestar juramento de fidelidad a S. M. y la Constitución, los perjudicaba poniéndolos en la dura alternativa, según decía, o de desdecirse de otro juramento, o prestar el que no querían. Indicó que nada ha hecho el gobierno respecto de los vicarios capitulares y gobernadores eclesiásticos nombrados por los cabildos o por quien hayan sido nombrados, y veía en esto y otras muchas cosas motivos mas bien de desvío que de avenencia. El discurso de este señor fue varias veces interrumpido por los murmullos y voces que en diferentes sentidos hubo mientras le pronunció.

El vice-presidente Muñoz Maldonado, dejando su asiento, impugnó al anterior y sosteniendo que la primera base para la celebración de un concordato habría de ser por parte de la Santa Sede el reconocimiento de Isabel II como reina legítima de las Españas, sin cuyo requisito, dijo, mal podrían encontrarse términos hábiles para negociar, como ha sucedido en el vecino reino, y como es probable suceda en el nuestro reconocido ya por la corte de Nápoles, reconocimiento tras el que cree vendrá el del Austria, y de consiguiente el de Roma. Que teniendo el derecho de patronato la corona de España, y la acción que como a tal compele a S. M., su reconocimiento era indispensable. Como católico ansiaba el momento de que se aunasen las interrumpidas relaciones; pero que como español rechazaba el manifiesto indicado por el anterior, ya porque los males no eran obra del actual gobierno, ya también porque los gobiernos tienen deberes que cumplir y dignidad que sostener: que si hubo un tiempo en que Roma manejaba las armas que pusiera en su mano el Salvador, hoy no las emplea porque sabe la altura y necesidades de los tiempos: que había tenido el placer de besar el pie de Su Santidad el Papa Gregorio XVI, y de tratar notables personajes de aquella corte, y había observado el deseo que allí reina para unir nuestras relaciones, y la caridad y amor paternal de nuestro común Padre, añadiendo otras consideraciones relativas al juramento que se exige hoy a los señores obispos, juramento que creía debían prestar como ciudadanos españoles y al aseguramiento de las distinciones que su elevado carácter demanda.

Prida, en un breve discurso quiso significarnos que las reformas adoptadas, si bien unas deben regularizarse, otras las entendía no conformes con la civilización del siglo tal como los institutos regulares de varones. Moreno (don Juan Ignacio), sosteniendo la justicia de la reparación, la necesidad de regularizar muchas de las mal llamadas reformas, hizo ver que siempre tales o cuales instituciones estaban al nivel de la época cualquiera que ella fuese, y que si en las sociedades se permiten y fundan asilos para la indigencia y la enfermedad corporales, con más razón debían permitirse y subsistir otros donde la necesidad espiritual, de mucha más monta que aquellas, tuviese su remedio, y más aún cuando de estos asilos tantas utilidades sociales sacan los pueblos presentando como una muestra las hijas de Paul y los esclarecidos de José Calasanz.

Aguirre se limitó a rechazar algunas de las especies vertidas por Guerra, a manifestar la necesidad de los concordatos, sin los que no era posible hubiera todo el acuerdo indispensable entre el sacerdocio y el imperio para quienes llegan conflictos no pequeños, que por tales tratados diplomáticos de poder a poder quedan dirimidos, que la falta en el cumplimiento del que regía partió primero de Roma, y esta fue la agresora; que si el gobierno ha adoptado ciertas y determinadas medidas sobre lo temporal fue sin tocar a lo esencial de la Iglesia, o séase al dogma, y que si bien él no aprobaba el modo en el fondo, había diversos pareceres entre los canonistas así con respecto a ellas como a otras, y que por tanto el poder ha podido creer que por sí podría proceder y llevarlas a cabo. Reseñó desde cuándo data el patronato de nuestros reyes y en este así como en los derechos mayestáticos le parecía ver cierta autoridad para legislar en la materia, declarándose partidario de varias reformas aunque condenando el modo con que se han efectuado.

Arauz reprodujo las ideas que ya conocen nuestros lectores, y las amplió con el calor que infunde una convicción profunda, unos sentimientos puros, y cerró el debate García Ruiz impugnando lo que se había dicho acerca de la agresión de Roma con datos y noticias de que nos valdremos después rechazando con las palabras de la Encíclica de S. S. el que se asegurase que la España no era católica, vindicando la conducta de nuestros señores obispos acerca de su sumisión al gobierno, y augurando bien de su regreso a sus respectivas sillas, y aconsejando por último el decoro y tolerancia en las discusiones.

El vice-presidente anunció que todos los segundos y cuartos miércoles de cada mes habría sesión.

Como es de observar pocas veces han tomado parte en los debates académicos tantos socios, y menos aún se ha visto repetida tan uniformemente una verdad: todos paladinamente han confesado que nuestra revolución ha producido males y males inmensos a la Iglesia española, hasta llegar al sensible caso de ponerse en abierta lucha el sacerdocio y el imperio, poniendo aquel su benéfico veto a los desacertados pasos de este, resultando de aquí el caos en que nos hallamos, y excitando en el corazón de todos los buenos, de cuantos de veras amamos la Religión santa de nuestros mayores, y la patria que nos vio nacer, un deseo ardiente de que cese esa lucha, ese desacuerdo entre las potestades destinadas por Dios para regir el mundo. Los pueblos sin esa concordia ni pueden ser felices ni aun existir. ¿Pero qué bases podrán señalarse para conseguirlo, para formar ese concordato cuya necesidad se siente cada vez más y por todos? He aquí un problema que nosotros no nos atrevemos a resolver, porque su resolución no la creemos tan sencilla como algunos la miran, y para la que son indispensables infinitos datos que no tenemos. Atendido el estado a que han llegado las cosas, era preciso tener un tal cual conocimiento de las relaciones, notas, escritos y contestaciones que han mediado entre el gobierno y la Santa Sede, pues aun cuando tenemos dos alocuciones de S. S. y su Encíclica, no bastan, nos parece necesario el conocimiento de aquellas que han mediado, como se infiere de la simple lectura de estas últimas, y como terminantemente se asegura en ellas: aserto que con grande impudencia dejó desapercibido el célebre manifiesto de la regencia única en 1841, manifiesto que deshonrará siempre a sus desatentados autores, y que a los ojos de toda la Europa patentizó más y más la justicia que asistía a nuestro Santísimo Padre. La justicia que le asistía, pues; como habemos dicho ya en mil ocasiones, no fue el agresor. La agresión la vemos nosotros en aquella junta que se creó con el título de comisión eclesiástica, tan mal aconsejada a la reina viuda, en algunos de los nombres que en ella sonaban y la exclusión de otros a quienes el mérito y la justicia llamaban para componerla; en la poca atención que se prestó a las reverentes, a la par que enérgicas observaciones de monseñor nuncio, arzobispo de Tiberi. No era necesario el don de profecía para conocer que vendría un rompimiento; nosotros lo lamentábamos entonces, y lo manifestábamos así a nuestros amigos, a algunos entre ellos que pensaban ver una reforma saludable, que a no dudarlo reclamaba el estado de las cosas; ellos han visto con dolor realizados nuestros tristes pronósticos y llevados aun mas allá de lo que imaginábamos de hombres que en la desgracia debieron aprender algo… Aquella junta, a pesar de todo, conoció que era preciso contar con Roma, y así lo significó terminantemente en el escrito con que pasaba al gobierno las reformas que se la exigieron; pero este se encontraba ya en la pendiente, y no paró hasta el precipicio que tocamos. La agresión no fue de Roma, porque no mandase formar los expedientes a los que fueran presentados para las mitras. Ofendida ya y desairada, ¿era esto posible? ¿en qué se hubiera estimado entonces si continuaba reconociendo el patronato español, cuando el gobierno de este negaba la influencia que para emprender reformas en puntos eclesiásticos se le aseguraba en el concordato vigente? Y con todo es de admirar el espíritu de caridad de Roma. No se negó a confirmar los presentados como a tales, y nosotros desafiamos a quien quiera, que nos pruebe lo contrario; no solo no se negó, sino que propuso al ministerio Martínez de la Rosa medios de que en otras ocasiones se había prudentemente valido para remediar la orfandad de las iglesias. Pasma el notar la prudencia y el tino con que quiso proceder en este negocio, sin prejuzgar la cuestión dinástica, sin añadir su peso en el platillo de la balanza, en una guerra sostenida por hermanos, pero que a todos los miraba como a hijos. Y ¿se dirá todavía que de allí vino la acometida? No lo alcanzamos. Después no ha dejado por eso de reclamar amorosamente a nuestro gobierno; ahí están esos memorables documentos que lo aseguran y que no han sido desmentidos.

Queremos consignar aquí que no por eso la España no ha sido, no es católica; lo ha sido, lo es y lo será, aunque se nos diga que en 22 de mayo de 1834, si no nos equivocamos, se tomó una medida que no mencionaremos ha sido y es católica, apostólica y romana. Véase si no lo que el anciano venerable rey de la ciudad eterna decía en su Encíclica de 22 de febrero de 1842: «Equidem ille populus, quin ab sanctissimis patrum suorum documentis desciverit, ortodoxae fidei est summopere addictus, et clerus máxima ex parte strenue praeliatur proelia Domini, sacrique antistites fere omnes, licet miserandum in modum vexati, vel etiam expulsi, et gravissimis aerumnis affecti, in propii gregis salutem curandam pro viribus incumbunt. Altamen perditionis homines nec numero pauci ibidem reperiuntur, qui nefaria inter se societate conjuncti tanquam fluctus feri maris despumantes confusiones suas, teterrimum adversus Cristum et Santos ejus bellum gerunt, et maximis jam Catholicae Religionis damnis illatis, eam, si fieri posset evertere impie commoliuntur.» Aquí está terminantemente expresado el catolicismo de la nación española, y la diferencia de esta y de los individuos; catorce millones de almas no deben confundirse con quinientos, ni con seiscientos, ni con un millón de individuos. S. S. hace justicia a todos, coloca a cada uno en el lugar que le corresponde.

Volvamos a nuestro propósito. El problema que nos ocupa no puede resolverse tocando una por una las injusticias o reformas, o como llamarse quieran, llevadas a cima por la revolución: nosotros las atacábamos en su tiempo, y hoy nos encontramos parados, sobrecogidos de asombro y espanto a do quiera que dirijamos nuestra vista. Vemos que nuestros señores obispos tornan a sus sillas alegres porque han sido hallados dignos de padecer contumelia por el nombre de Jesús y no por otra causa menos noble: contemplamos los inconvenientes con que van a tropezar, inconvenientes puramente religiosos, eclesiásticos, y nada, absolutamente nada políticos, y que podrán tal vez salvar usando de la investidura de legados apostólicos con que en algunos casos los decora el santo concilio de Trento, y aun así no bastará. Nuestra vista está fija en ellos, y confiamos que sus primeros pasos serán dirigirse a S. S. para recibir sus instrucciones y el camino que han de adoptar. Las bases, ¿quién pregunta por ellas con tanta vaguedad? Acuérdelas quien vela por la independencia de la Iglesia, por que ni esta ni su libertad se menoscaben en lo mas mínimo, sino que antes bien recobren su verdadera posición, digámoslo así; hágase así y sean las que se quieran. Nosotros descansamos en quien descansar debemos, seguros de que iluminado de lo alto hará lo más conveniente, y de que la nación toda y el clero español cualquiera que por otra parte sea su suerte, por la que sabrá velar sin duda su supremo jefe, dirá lo que el último de los académicos que habló, inde rescripta venerunt, causa finita est, utinam finiatur et error.= A. Z.

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