Filosofía en español 
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[ Algunos escritores públicos, creyendo falsamente que el impulso... ]

Algunos escritores públicos, creyendo falsamente que el impulso industrial y político, comunicado por el Gobierno de S. M., es una revolución, han empezado ya a beneficiar los mineros infaustos de donde se han originado al mundo todas las calamidades que acompañan generalmente a las revoluciones. Uno de los más fecundos y perniciosos, porque tiene influencia hasta en la vida social y doméstica es la nomenclatura infernal de los partidos: porque estas palabras mágicas, símbolos del odio, no solo preparan la guerra civil, sino también la desmoralización universal. Donde existe el rencor, no puede quedar virtud alguna: esta pasión las excluye todas.

Ni la ley, ni el gobierno de S. M. reconocen mas que dos clases de hombres bajo el aspecto político: la primera, que abraza la casi totalidad de la nación, es la de todos los buenos españoles, que sometidos al yugo de la autoridad legítima, obedecen sus órdenes y esperan sus beneficios: la segunda, cortísima a la verdad, es la que hace guerra al trono de S. M., o pública u ocultamente. La primera tiene un nombre colmado de gloria en la historia, y con que se honrarán las generaciones futuras y es el de españoles: la segunda se ha hecho acreedora a las denominaciones con que se señala su crimen, y es la de facciosos y conspiradores. Estos nombres, indicando hechos positivos y notorios, son exactos y aplicables en todas circunstancias a los que los merecen. Ni se hace injuria, ni se causa ningún peligro a la sociedad, llamando ladrones y asesinos a los que han cometido los crímenes designados por estas palabras. Todo el que mueve armas contra S. M., todo el que conspira contra su gobierno, son delincuentes y deben caer bajo la espada de la ley. Los demás están bajo su protección.

Pero querer reducir estas dos clases al círculo de las opiniones políticas, y reconocerlas bajo las denominaciones de los partidos, es conmover en sus mismos cimientos las bases de la sociedad: porque es sustituir a hechos conocidos, indudables y fáciles de probar en juicio contradictorio, una cosa tan vaga y versátil como son las opiniones de los hombres. Estas son libres, y al santuario de la conciencia no alcanzan ni la espada ni el cetro. Cuando las que son perniciosas a la sociedad, se manifiestan por actos, entonces dejan de ser opiniones y se convierten en delitos: pero cuando se quedan ocultas en el alma del hombre, debe esperarse del tiempo, de los escarmientos, de nuevos raciocinios y de la calma de las pasiones la reforma de aquellos principios. Y aunque esta no se logre, las ideas no hacen daño ni provecho hasta que se manifiestan. Nadie llama ladrón al que no ha hecho mas que meditar el latrocinio: ni héroe al que se contenta imaginando hazañas.

Pero los nombres de los partidos se aplican siempre con la injusticia y necedad que hemos visto en otras ocasiones. Cada uno lo da al que no quiere bien: al que tiene empeño en derribar: al que se separa de su opinión, aunque solo sea en materias de poca importancia. Se exaspera, se injuria con ellos aun a las personas que menos lo merecen, y obligan a los ánimos apocados a que los merezcan. Madama Stael dice, que en tiempo de partidos, comúnmente acaba cada uno por abrazar aquel a que le dicen que pertenece. Se exaspera la muchedumbre, generalmente poco sufrida, contra los que se le designan bajo una denominación odiosa. Se introducen las sospechas: se aumentan con los dicterios, los sarcasmos necios y las malignas alusiones: y en fin, se introduce en los ánimos el fermento de la discordia, que estalla, como nos muestra la experiencia, por las persecuciones, las leyes de sospechosos, las proscripciones en masa y la guerra civil. Tanta es la fuerza de las palabras.

Todo esto se dijo a los que perseguían en 1823 y 1824: y a la verdad no se dijo inútilmente: pues se consiguió que desapareciesen de los escritos públicos las ridículas denominaciones de blancos y negros, bien que duraron por desgracia en el lenguaje del vulgo, a pesar de la ley, y en el de algunos de los que tenían parte en el gobierno. El hombre juicioso y moderado es el que sufre más en estas ocasiones: porque cada partido le persigue bajo la denominación del opuesto. Hemos visto a alguno de esta clase insultado en Abril de 1823 por servil, y en Junio del mismo año por liberal: denominaciones no menos ridículas, porque son igualmente funestas, que las que se introdujeron poco después.

La tolerancia de las opiniones, virtud siempre necesaria, es de estrechísima obligación en un orden de cosas como el actual, en que el gobierno propende a las sanas máximas de la libertad civil. Es un delirio creer que el trono de S. M. está apoyado en las fuerzas de un partido. Su basa es la ley, confirmada por la santidad del juramento: sus auxiliares, la justicia y la clemencia, la ilustración del siglo, el honor y la gloria de nuestros grandes y nobles, la restauración de los antiguos fueros de España. El trono de Isabel II es indestructible, porque es el representante en nuestro suelo de la civilización del mundo. Y a este trono, cuyas bases son solidísimas, ¿se le quiere dar el apoyo exclusivo de un partido, para someter después a sus exigencias el gobierno y el mismo trono? No será así: al contrario, las opiniones son las que deben venir a buscar en esta autoridad suprema la protección, la paz y la tolerancia.

Es necesario desterrar de los escritos, del lenguaje de los hombres, y si fuese posible, de la memoria, esas denominaciones ominosas que tantas veces han estado para sumergir, como vientos impetuosos y encontrados, la nave de la patria. En 1820 todos los corazones se abrieron a la esperanza, a pesar de que los hombres de juicio no aprobaban la mal combinada distribución del poder en el sistema que entonces regía: pero era posible y aun legal remediar aquellos defectos, y no se desesperó de conseguirlo, hasta que la discordia, producida por los nombres de injuria que prodigaba el partido dominante, por los dicterios de la prensa licenciosa y por los insultos multiplicados hicieron imposible la reconciliación de los ánimos. Los que ahora quieren renovar aquellas denominaciones, trabajan, quizá sin saberlo, en la prolongación de los males públicos.