La Alhambra
Granada, domingo 17 de enero de 1841
tomo 4, número 3
páginas 35-36

Manuel Cañete

De la duda y despreocupación

¿En dónde está el sabio? ¿En dónde el escriba?
¿En dónde el escudriñador de este siglo?
¿No hizo Dios loco el saber de este mundo?

(Epístola 1ª de S. Pablo a los Corintios.)

Hay unas horas tan tristes en la vida del hombre, que no es dable al que no las sufre explicarlas, ni al que las padece comprender la causa que las promueve. En estas horas todo cuanto viene a herir nuestra imaginación lleva un sello de desgracia, y va envuelto en una amargura que oprime el corazón. La duda es la primera que se presenta al hombre que sufre en estos momentos, y su razón se pierde en débiles conjeturas o en pruebas miserables que carecen las más veces de autenticidad. La fe, tan necesaria en estos casos, desaparece, y ya lanzado en un caos insondable, busca un objeto que ilumine, y le conduzca al término que anhela: mas nuestra razón, demasiado limitada, detiene el vuelo en la mitad de su carrera; y una oscura niebla envuelve los misterios que no le es dado alcanzar, y que tanto se afana por descubrir. En vano lucha con la duda y con las tinieblas, en vano pretende rasgar el espeso velo que envuelve tan sagrados misterios, para conocer cuál fue el origen del Creador que formó un mundo de la nada, y en vano en fin cuanto hace por investigar la verdad. ¿Pero cómo podrá comprender tan altos misterios el hombre que desconoce de todo punto la fe, agente primero de nuestras creencias. La causa que da impulso a este globo inmenso en que vivimos, y de cuyo movimiento no nos curamos, habrá de ser por fuerza superior a los míseros gusanos, que abrigando en su corazón la duda, y no contentos aún con los beneficios que es poder único y primitivo les ha dispensado, niegan su existencia, arrastrándose por el inmundo fango de la vida: pero este fanatismo conduce a los hombres al delirio, y como los que deliran son dementes, se atreven a llamar despreocupación a su incredulidad y a sus falsos juicios. La fe de nuestros mayores es considerada por un número crecido de personas como una quimera [36] o como una palabra sin significado, llegando la desmoralización hasta el punto de haberse dicho, que las preocupaciones tenían sumergido al hombre en un estado vergonzoso; pero este mismo hombre queriendo sacudir un yugo que su fanatismo le había impuesto, ha caído de un mal en otro mayor, de más trascendencia y de peores resultados. La moralidad es el alma de las sociedades; y esta moralidad tan sagrada, que constituye un elemento de verdadera dicha para el animal racional, está a pique de ser perdida por el capricho de cuatro imbéciles, que prevalidos del imperio mágico que ejerce la moda, la han llamado ridícula preocupación. De aquí ha nacido la duda en algunos corazones, demasiado dispuestos a recibir nuevas impresiones; y de aquí es que la base que sostiene la sociedad está a punto de desplomarse. Y sin embargo, ¿cuántos y cuán grandes esfuerzos no hace esta base por sostenerse, a pesar de la charla de los pedantes y de los dogmatizadores de nuevo cuño que infestan la sociedad presente, minando sus cimientos y devorando a la que los abrigó en su seno del mismo modo que la culebra de la fábula?

La locura de ciertos hombres ha llegado a un grado de exaltación imponderable, llevándolos al extremo de dudar de las cosas más santas, de las creencias de nuestros padres, cimentadas en una convicción sincera de la verdad de esa religión pura y sublime, que encierra en su seno tanto consuelo para el que sufre.

Y estos hombres, que llevados de una errada opinión han tratado de difundir doctrinas falsas; estos hombres que con la palabra despreocupación en los labios y con la duda en el alma niegan la existencia de un Dios, blasfemando de él y de los que le adoran, han logrado atraer a su partido a algunos pobres alucinados, que ni siquiera comprender pueden la grandeza que encierra en sí la religión divina que abandonan. Este hecho solo, esta falta que los hombres cometen, es bastante a mantenerlos en un continuo desasosiego, y en una incertidumbre, peor mil veces que muchos males efectivos, y que la duda ha sembrado en sus corazones, acibarando muchas horas, que sin ella hubieran sido tal vez placenteras: a este principio de padecimiento moral, síguese otro no menos cruel, y que es promovido por la despreocupación. Esta palabra, tan mal entendida por los que tanto la decantan, ha llegado a ser el símbolo de los desaciertos, y a convertirse en una cosa totalmente opuesta a su verdadero significado. El hombre que seduce a la esposa de otro, que convierte el lecho conyugal en un tálamo de crímenes, rompiendo un sacramento tan sagrado, se vale de ella para justificarse, y llama rancia costumbre y fanatismo mal entendido el honor y caballerosidad con que nuestros padres respetaban el exacto cumplimiento de sus deberes. Para estos seres, que a través de la creación ven tan solo un colorido siniestro, la despreocupación es un bien, porque salvando las barreras del pudor, arrollando todo sentimiento de bonor y generosidad, pueden cometer a su antojo toda clase de crímenes sin temor de ser castigados. Mas si estas ideas se extendiesen aún más de lo que lo están, ¡¡qué cuadro tan triste y lastimoso no presentaría la sociedad, convertida en un teatro de crímenes y atrocidades, entregada en manos del desorden y de una despreocupación, más fatal mil veces que la preocupación misma!! Tiempo es ya, pues, de abandonar esas quimeras, y de abrir los ojos a la razón, de conocer que la duda es siempre perjudicial a los mortales, y la despreocupación mal entendida origen de la desmoralización, que echa por tierra el edificio social; que el hombre, que llevado de su locura, predica falsas doctrinas, tan perjudiciales a todos, fabrica su desgracia, al mismo tiempo que hace infelices a los que prestan oídos a sus voces.

Manuel Cañete


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