Filosofía en español 
Filosofía en español


José María Ruiz Gallardón

«El carlismo y las autonomías regionales» de Evaristo Olcina

Seminarios y Ediciones, 1974.

Un interesante estudio sobre el carlismo y las autonomías regionales. Y, quede dicho ya desde el principio, un estudio con el que discrepo en muchas de sus premisas y, por tanto, de sus conclusiones. La tesis de Oncina es ésta: el carlismo tiene su fundamento doctrinal y práctico en los fueros. No en otra cosa. Ni siquiera la institución monárquica, ni siquiera el comporte religioso, son fundamentales para el carlismo. Lo esencial, lo único explicatorio del movimiento carlista, es la defensa de sus fueros o de sus autonomías regionales. Digámoslo con las propias palabras del autor. Son terminantes: «El carlismo sería el revulsivo primero, máximo y continuado para despertar un paralelo sentimiento regionalista que alcanzaría las cotas del pleno autonomismo federalista y –ya en extremismos decepcionados ante las sucesivas estafas sufridas del Poder central– del separatismo periférico.» Más todavía: «al llegar al Poder, para el carlismo nunca se ha estimado imprescindible el mantenimiento del régimen monárquico, sometiéndose a la voluntad popular en cuanto a la forma de régimen». Y para terminar esta panorámica y hablando de la llamada «guerra dels martiners», una de las escasas etapas de autenticidad del carlismo para el autor, escribe: «lo religioso no aparece por parte alguna como elemento determinante».

No es de extrañar, pues, que con tales premisas llegue el autor a la conclusión de que «en términos generales cabe afirmar que el transfondo ideológico que impulsó al partido a defender los regímenes forales en el siglo pasado es el mismo que sirve de base a las formulaciones doctrinales que en el presente propugnan la instauración de una federación de «Repúblicas sociales» como solución a la realidad plural de nuestra Península».

En resumen, el lema carlista ya no será –no ha sido nunca, según el autor– Dios, Patria y Rey. El carlismo se reduce a algo mucho más simple, a afirmar sus partidarios que lo deseable es «que nadie nos gobierne, aunque sea bien». De ahí que carlismo y regionalismo –o si se quiere separatismo– vengan a ser una y la misma cosa.

Dos aspectos importantes hay que distinguir, a mi juicio, en orden al enfoque de este libro. De una parte, la veracidad de sus afirmaciones, lo cual sólo puede ser comprobado a través de un minucioso análisis histórico. Los hechos son los hechos, y aunque en ocasiones admitan interpretaciones diversas, es difícil, por no decir imposible, ignorar sus más claros significados. Pero, de otro lado, está la intencionalidad política actual del libro. Para mí ésta es evidente y cuando menos peligrosa: se trata de un intento de vaciar al carlismo de su sentido monárquico y de su dimensión religiosa para acercarlo, cuanto más mejor, a tesis claramente separatistas. Entiendo que esta tarea y esta finalidad son reprobables, precisamente en un momento en que lo verdaderamente necesario es vertebrar al país y a las corrientes ideológicas que de una forma tan operativa han venido influyendo en nuestra realidad político-constitucional actual, como ocurre con el carlismo.

En lo que respecta al primer aspecto, el propiamente histórico, el método de Olcina es muy simple: consiste en negar significación carlista a todo acontecimiento, a toda tendencia ideológica, a todo autor que esté en pugna con las premisas de que él parte. Así si un pensador tenido por carlista se manifiesta contrario a las tesis del escritor es que no lo es; si un político carlista antepone la defensa de la religión o su monarquismo a la implantación sin reservas del llamado «pase foral», es pura y simplemente un traidor. Y si en una determinada etapa la actuación carlista se centra en la defensa del orden monárquico o de la religión, es que «ha caído en una trampa». Por ejemplo, Olcina escribe: «la influencia de Balmes y Donoso sería nefasta para el carlismo y sus consecuencias han durado hacia la época posterior a la guerra civil del 36-39, es decir, prácticamente hasta nuestros días. Los dos pensadores representaban la corriente tradicionalista francesa trasplantada a España. Donoso, concretamente, gozaba de gran predicamento entre sus correligionarios del vecino país. Como es natural, con tales antecedentes su ideología tradicionalista prescindía por completo de la realidad regional e ignoraba la reivindicación autonómica de los pueblos peninsulares». Y Don Carlos –VII de la dinastía carlista– olvidaría en el Manifiesto de Morentín de 16 de julio de 1874, cuando sus armas tenían una mayor fuerza y cohesión, «los intereses y sentimientos de los territorios adscritos a la causa, a cambio de una aparente aceptación de los supuestos políticos de la oligarquía católica burguesa que aceleraba peligrosamente el trabajo para la restauración monárquica en la persona del que luego sería Alfonso XII». Por eso el Manifiesto es «uno de los más desgraciados errores del partido en su trayectoria ideológica», «expresión de un retroceso doctrinal hacia el moderantismo conservador que se propugnaba en tiempos de Montemolín».

Hasta el propio Mella expone: «una doctrina que posee aciertos de interpretación indiscutibles pero adolece en otros aspectos de nebulosidades, supeditaciones y miedos imperdonables». «Es superficial o siente un irreprimible miedo en cuanto a la plenitud política –autonomía– de las comunidades. Se ve condicionado en múltiples ocasiones por ese mismo miedo. La palabra autonomía le repugna.»

Con esta manera de pensar, ¿quién es el representante del «puro» pensamiento carlista para el autor? Hablando de Mella nos lo dice: «los demás». «Los demás son, para entendernos, los desconocidos, o casi, escritores y políticos regionales que abordaron el tema sin tanta erudición histórica ni tanta carga del antiguo Régimen, pero con mucha más realidad, efectividad y valentía.»

¿Qué quedaría del carlismo si esta concepción fuera válida? O mejor, ¿cuál hubiera sido su significado histórico y cuál el actual? ¿Un movimiento autónomo –separatista–? No puedo creer que el apasionamiento llegue a tanto. Y menos que plumas carlistas –la mía no lo es, pero sí respeto lo que significa el carlismo– den en muy breve plazo respuesta adecuada a Evaristo Olcina.

No pretendo negar en modo alguno el componente foralista de la doctrina de los partidarios de Don Carlos. Pero entiendo que sólo él ni explica ni justifica lo que fue y es aquel movimiento. Desgajar del carlismo su filiación monárquica o pretender ignorar la enorme influencia que en su gestación y desarrollo tuvo el elemento religioso, me parece sencillamente desvirtuar la realidad.

J. M. R. G.