Filosofía en español 
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Presencia del pasado

Saavedra Fajardo: un político economista

Por Javier Márquez

Saavedra Fajardo es sin duda uno de los grandes escritores políticos que España ha tenido y merece ser destacado como tal. Saavedra Fajardo es también un gran estilista, y en este concepto ocupa su debido lugar entre nuestros clásicos. Estos dos aspectos están magníficamente presentados en El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo, por Francisco Ayala. Pero el “político” español tiene, por lo menos, otro título de gloria que también merece ser considerado. Una gloria quizá pequeña, sin trascendencia universal, pero que no es en modo alguno despreciable, porque las ideas que vamos a subrayar han ejercido influencia considerable en un sector del pensamiento español. Las ideas económicas de Saavedra Fajardo no pasaron inadvertidas para sus contemporáneos, sino que, por el contrario, siempre que éstos, o quienes vinieron después, tuvieron ocasión de citarlas en apoyo de las suyas las aprovecharon como opiniones de mucho peso, y cuando disentían de ellas no se atrevían a expresar conceptos contradictorios sin antes aludir, lamentándose, a las ideas del maestro.

Por estos motivos creo que la obra de Ayala se podría completar examinando el pensamiento vivo de Fajardo en el campo económico, ese campo que tan importante parece a los economistas y tan irrisorio a quienes se ocupan de ideas más elevadas.

No quisiera que se interpretase lo anterior en el sentido de que lo económico es lo esencial en su obra; por el contrario, es un subproducto de sus ideas políticas. Pero no estoy seguro si al examinarlas y ponerlas sobre el fondo del pensamiento económico general de su época no se encontraría que hay en Fajardo más originalidad como economista que como político. Su obra se puede comparar con un núcleo muy importante de la doctrina que en economía se ha llamado cameralismo; un género que adquirió su máximo desarrollo en Alemania (y no se olvide que Saavedra Fajardo viajó por Alemania cuando ese género empezaba a adquirir auge), pero que tiene manifestaciones patentes en los demás países europeos.

Se ha dicho muchas veces, y no son bastantes, que en el mercantilismo no hay unidad. La ciencia económica está entonces en sus albores, quienes tratan de temas económicos no son profesionales de la economía, el lenguaje técnico es pobre, los autores persiguen finalidades interesadas, etc., etc., y es muy fácil encontrar que cada autor sostiene en sus obras dos o más opiniones diferentes y contradictorias sobre un mismo punto; una costumbre de la que los economistas no han conseguido aún desprenderse. Si nos apegamos al texto escueto de las obras económicas de los siglos XVI a XVIII, inclusives ambos, formaremos un mosaico disonante de ideas encontradas; pero siempre es posible encontrar una “tendencia” general, que es el único criterio aceptable cuando se examina el pensamiento económico primitivo. Muchas veces pueden citarse más lugares concretos en donde aparezca una idea que donde se encuentre la contraria, y sin embargo ser esta última la que mejor exprese el pensamiento “vivo” del autor. Un eminente economista norteamericano, el profesor Jacob Viner, ha dicho refiriéndose a los mercantilistas ingleses que aunque se hiciera una montaña de citas donde manifiestan su interés por la “eficiencia” de la producción, esto no nos diría nada respecto a su preocupación fundamental, y que la comparación numérica de las veces que se expresa una idea, a pesar de su aspecto de precisión matemática, puede muy bien llevarnos a conclusiones falsas. En la literatura mercantilista lo implícito tiene tanta o mayor importancia que lo explícito.

Saavedra Fajardo no es ninguna excepción. Después de haber papeleteado toda su obra en el aspecto económico he tenido con frecuencia que echar al cesto las papeletas para volver a leer las páginas de sus obras a fin de comprender cuál era su pensamiento central. La abundancia numérica de opiniones contradictorias me impedía en absoluto llegar a una conclusión cuando las frases y párrafos aparecían desligados del contexto general.

Desde luego, la fuente principal en lo que a economía se refiere –como en los demás aspectos– es la Idea de un príncipe cristiano, presentada en cien empresas (1640), pues en sus otras obras sólo se encuentran esporádicamente ideas que interesen para mi objeto.

A pesar de ello, la primera referencia que debo hacer está tomada de otra de sus obras, la Corona gótica, y es curioso advertir que se trata de un pasaje que Astrana Marín atribuye a Quevedo, apareciendo transcrito en las Sentencias de éste (edición de las obras en prosa de Quevedo, p. 765, de Aguilar, Madrid). En él dice Saavedra Fajardo que el Estado no debe multiplicar las leyes siendo mucho más felices aquellas repúblicas que se gobiernan más con la razón natural que con la escrita. Pero esto no quiere decir que exista un orden natural, pues los hombres no actúan siempre como mejor les estaría, sino guiados por sus pasiones y según su modo de entender. El hombre nació bueno pero, al envejecer el mundo, creció la malicia que hizo necesaria las leyes; el príncipe necesita domar a sus súbditos del mismo modo que se doma un potro: acariciándole y amenazándole con la misma mano. Parece que lo que le estorba a Saavedra Fajardo es la ley escrita, no la norma misma; la costumbre es preferible, según él, porque, dice, es una especie de libertad. En todo esto hay, por un lado, un concepto aristotélico (cita concretamente a Aristóteles) y además una doctrina que adquiere su máximo desarrollo en el siglo XVII con Colbert: el hombre no sabe utilizar su libertad sin perjudicar a sus semejantes. No hay contradicción entre el pensamiento mercantilista a este respecto y el de la economía clásica. Para ambos las leyes son un mal, pero para ésta los hombres al buscar su provecho fomentan el de los demás, para aquél los hombres al buscar el lucro perjudican a sus semejantes y, lo que es peor, perjudican al Estado.

Este es un punto de filosofía social que es menester destacar antes de que podamos adentrarnos en las ideas económicas de cualquier autor sobre temas concretos.

Es tradicional considerar que la preocupación esencial de los autores de la época mercantilista se centra en los metales preciosos y en el comercio. Así es sin duda, pero cuando nos las habernos con un escritor para quien la economía no es lo esencial, las cosas cambian. Hay otros asuntos que le interesan tanto o más. Pero por algún lado hemos de empezar y no será malo tirar del ovillo tomando el cabo de los metales preciosos y el dinero.

El dinero es útil porque sirve para la guerra. El valor no basta pues no hiere la espada que no tiene los filos de oro; es una locura lanzarse a una guerra si no se tiene dinero para sostenerla, pues si las armas son los brazos de la república el dinero es su sangre y su espíritu, necesarios para que los brazos tengan fuerza. Pero como es un arma y los súbditos no deben estar armados, pues tal cosa iría contra la seguridad del Estado, es mejor que esté en manos del soberano. Desde luego, hay en Saavedra Fajardo un moralista que de vez en cuando asoma tras la capa del político y que da consejos prácticos a su señor lanzando hermosas frases que más pertenecen a la edad media que el siglo XVII. Y por eso nos dice que es gran abuso emplear en privar de la vida (en la guerra) el oro y la plata que nos fueron concedidos para su adorno y sustento; la naturaleza los escondió precavidamente en las entrañas de la tierra como a metales perturbadores de nuestro sosiego, los retiró a regiones remotas y les puso por foso el inmenso mar océano y por muros altas y peñascosas montañas; a pesar de ello, los hombres emplean sus esfuerzos en buscar materias tan peligrosas, que tantos cuidados, guerras y muertes causan al mundo. Ideas parecidas y frases no menos sonoras se encuentran en otros autores de la misma época, como por ejemplo en el alemán Johann Joachim Becher, para quien el dinero es la fuente de la esclavitud, la causa de toda ociosidad y los males que la acompañan. Pero este es uno de los casos en que la frase aislada no debe impedirnos ver el fondo del pensamiento. En la época de la formación de los grandes imperios, cuando España luchaba contra su decadencia en el campo económico, y participaba en la guerra de los Treinta Años en el campo de las armas, Saavedra Fajardo había de tener muy presente la importancia del dinero.

Para los súbditos su abundancia es dañosa si excede a lo que se precisa para el comercio, donde es una unidad de cuenta que evita los inconvenientes y el engorro del trueque de unas mercancías por otras. Es decir, el dinero en manos del príncipe sirve para la grandeza del Estado y en manos de los súbditos para facilitar sus operaciones mercantiles. De todos modos, como las contradicciones son azar constante, no puede extrañarnos que en otro lugar nos diga que cuando mejor se logra la obediencia al soberano es cuando el reino está rico y abundante. Una de las ideas interesantes que aparecen en la obra de Saavedra Fajardo es la que citamos al principio de este párrafo: que haya una proporción entre la cantidad de dinero y el volumen de comercio. Viner nos dice, refiriéndose a los economistas ingleses, que a finales del siglo XVII apareció una nueva doctrina sobre la existencia de una proporción adecuada entre el dinero y las mercancías, surgiendo, en consecuencia, la posibilidad de un exceso de dinero; y los autores a quienes cita como representativos de esta teoría son Petty (en 1691), al anónimo autor de The Circumstances of Scotland consider’d (en 1705), a Vanderlint (en 1734) y a Harris (en 1765); Heckscher (cuya monumental obra aparecerá en breve traducida al español) tampoco encuentra ningún precedente anterior a Petty, y lo mismo puede decirse de Johnson. En resumidas cuentas, no puedo evitar la impresión de que (por ahora) Saavedra Fajardo es el primero que expone aquella teoría de la proporción entre la cantidad de dinero y el volumen del comercio. Además, la doctrina encaja perfectamente dentro de su sistema. Según Saavedra Fajardo puede haber, en España ha habido, un exceso de dinero en manos del pueblo. (Parece ocioso insistir en que el Estado es algo muy diferente de la suma de sus habitantes). Sin embargo –y vale la pena hacer la observación– la teoría cuantitativa del dinero, tan indicada aquí y que tan bien hubiera venido en apoyo de la tesis, máxime cuando Saavedra es partidario decidido de los precios bajos, no aparece expuesta nunca de manera explícita, a pesar de que ya se hallaba muy extendida desde que la expuso Bodino en sus Respuestas a Malestroit (Lope de Gómara la expuso antes que Bodino pero su obra no circuló hasta mucho después y todos la tomaron directamente de Bodino) y se encuentra en muchos autores españoles contemporáneos suyos y anteriores, entre ellos Mariana, que es una de las principales fuentes de erudición histórica de Fajardo.

Si alguna duda puede caber todavía sobre el interés o la importancia que nuestro autor atribuye a los metales preciosos, se disipará al leer las frases indignadas que escribe contra los extranjeros que se llevan de España el oro y la plata a cambio de lujo y, en general, de lo que sólo sirve para la vista, y parece aprobar los grandes esfuerzos que hacen los españoles por traer los metales nobles de las partes más remotas del globo. La única limitación, si es que hay alguna, consiste en que la adquisición del oro y la plata debe costar trabajo (por eso los encerró Dios en las entrañas de la tierra), y, aun aquí, no estoy seguro de que cuando Fajardo expone esas ideas haga algo más que bellas frases sin más trascendencia que la retórica.

Si los metales preciosos han de servir para facilitar las operaciones mercantiles ¿qué cualidades debe tener la moneda? El tema le infunde un gran respeto y un gran sentimiento de responsabilidad. Nos dice que no se atreve a entrar en los remedios de las monedas porque son niñas de los ojos de la república, que se ofenden si las toma la mano y es mejor dejarlas como están sin alterar su antiguo uso. Pero al decir esto ya ha perdido la prudencia que se impuso, y no contento con ello pasa a afirmar que ningún juicio puede prevenir los inconvenientes que nacen de cualquier novedad en ellas, y cuando se trastornan todo el mundo padece, queda perturbado el comercio y como fuera de sí la república. El soberano está sujeto al derecho de gentes y, como fiador de la fe pública, debe cuidar que no se altere la naturaleza de las monedas, llegando al extremo de decir que deben conservarse puras como la religión.

Estas opiniones son todas muy vulgares. Arrancan de Aristóteles, pasan por la Edad Media y se agudizan durante el mercantilismo como consecuencia de las continuas alteraciones a que los soberanos europeos sometieron la moneda para procurarse medios con que atender a los gastos del Estado, cuando no a los propios.

Antes de abandonar este tema quiero llamar la atención sobre dos puntos que tienen algún interés: al reducirse el valor de las monedas, los extranjeros se llevan los metales preciosos, con los que hacen más daño que si derramaran sobre la nación todas las serpientes y animales ponzoñosos de África, no se debe añadir al valor de los metales más que el coste de la acuñación, y la liga debe corresponder a la que pongan los demás príncipes. El segundo punto es que aboga por una especie de moneda internacional, pues pide que se labren monedas del mismo peso y valor que las de otros príncipes, permitiendo que circulen también las extranjeras, pues no va en contra de la soberanía servirse de los cuños y armas ajenas, que sólo testifican el peso y valor del metal. Son estos problemas sobre los que las opiniones (cualquiera que fuera la práctica) divergían mucho en aquella época y por eso me ha parecido conveniente señalarlos. El economista inglés, y gran pedante, Misselden, opinaba que debía procurarse que las monedas extranjeras estuvieran sobrevaluadas para que los extranjeros se sintieran inclinados a gastarlas en Inglaterra, lo cual no le impedía decir que el rey debería llegar a un acuerdo con los soberanos extranjeros para mantener constante el valor de la moneda inglesa; el mayor economista inglés, Thomas Mun, por el contrario, afirmaba que la sobrevaloración de los signos monetarios extranjeros no atraería dinero a Inglaterra.

Esto por lo que respecta al dinero en sus relaciones con los particulares. En lo que concierne al Estado, Saavedra Fajardo es mucho más consecuente que la mayoría de los economistas europeos, con excepción de algunos alemanes. No es raro querer justificar el afán de metales preciosos que manifiestan los escritores de la época alegando que los deseaban con vistas a la formación de tesoros de Estado, pero son ya varias las autoridades sobre la materia que han demostrado que esta idea es falsa y que se trata más bien de tendencias que se presentan en los filósofos-políticos alemanes que en los escritores netamente económicos. La formación de tesoros de Estado es común en la Edad Media y sólo en Alemania llega hasta muy avanzado el siglo XVIII. Viner no encuentra más ejemplo de partidario de esa institución que el de Thomas Mun, y aun aquí se trata de un tesoro formado más bien por material de guerra (sobre todo naves) que por metales preciosos; la misma conclusión se desprende de la cuidadosa investigación de Heckscher. Pero Saavedra Fajardo no era sólo economista y además había viajado por Alemania, donde, antes que él escribiera, el tesoro de Estado había tenido defensores eminentes en Jacob Bornitz y Christoph Besold. También puede haber influido en su actitud el hecho de que los reyes españoles de su época padecieron grandes necesidades. Felipe III se quejó ante las cortes de 1600 de que su patrimonio estaba acabado, de que no hallaba cosa de que poderse prevaler para el sustento de su persona y dignidad real, pues sólo había heredado el nombre de rey y sus cargas y obligaciones; y durante el reinado de Felipe IV la penuria del erario llegó al extremo de “faltar botica en palacio, estar las damas sin estado y haber habido noche en que la reina madre no tuvo que cenar más que un gigotte de carnero”. Además de esto ya hemos visto que para Fajardo las riquezas son seguridad en el príncipe y peligro en manos de los súbditos, por lo que no basta que los tesoros estén repartidos en el cuerpo de la república. Se da perfectamente cuenta de que la opinión no le acompaña; conoce los argumentos de que las riquezas de una nación despiertan la envidia de los vecinos y de que uno de los mayores males que puede padecer un país es un soberano avariento. Incluso acepta como válido este último, pero afirma que cuando los tesoros se conservan para los casos de necesidad se consigue con ellos el respeto de los enemigos, y no menos atemorizan los tesoros en los erarios que las municiones, las armas y pertrechos en las armerías, y las naves y galeras en los arsenales. Cuando se reúnen con este fin no hay avaricia, sino prudencia política. Pero como el temor a la codicia del príncipe parece ser un argumento demasiado fuerte para poderlo desechar, Fajardo recurre a un subterfugio: que en vez de ser el príncipe quien guarde el tesoro, éste esté depositado en la Iglesia. Así florecerá la religión, y cuando se necesite el dinero la Iglesia tendrá obligación de darlo para atender a las necesidades públicas. Esta idea se repite en dos de sus obras, y no es una frase escrita al correr de la pluma, sino la escapatoria a la objeción indicada.

¿Y cómo consigue el Estado sus ingresos? Desde luego mediante impuestos. Fajardo se adelanta a Hobbes en lo que concierne a la teoría de la tributación: los tributos son el precio de la paz, que no puede existir sin armas, ni éstas sin sueldos, ni los sueldos sin tributos. Además, los impuestos tienen otra gran ventaja: son un freno del pueblo (idea que saca de la Biblia), pues no hay quien baste a gobernar a vasallos exentos.

Sobre este punto Fajardo escribe en uno de los pasajes económicos más importantes de su obra, donde aparece también como precursor de ideas que habían de lograr difusión a través de autores que las expusieron después que él. “El príncipe natural considera la justificación de la causa, la cantidad y el tiempo que pide la necesidad y la proporción de las haciendas y de las personas en el repartimiento de los tributos” , no considera que el reino haya de desaparecer junto con él, los príncipes son mortales y el reino es eterno. En consecuencia debe conservarlo como seguro depósito de sus riquezas. En cambio el tirano (a quien compara aquí con el arrendatario) procura sacarle en poco tiempo todo el fruto posible. No se deben imponer grandes tributos sin haber hecho antes que el reino pueda soportarlos, y habla de una población insuficiente para los tributos. Fajardo ha evitado la inconsistencia en que cayó Hobbes, quien al sentar que los tributos son el precio de la paz, la defensa de la vida, saca la conclusión de que, siendo ésta igual de preciosa para todos, los impuestos deberían ser uniformes. La idea de Hobbes fue recogida por Petty, quien la corrigió en el mismo sentido que Fajardo, es decir, de la proporcionalidad. Además éste se adelanta en bastantes años a aquél al decir que el país se agota si se le quiere sacar mucho en poco tiempo. Johnson (Predecessors of Adam Smith, p. 100) al comentar el pasaje de Petty en donde éste afirma que si el soberano saca demasiado dinero a sus súbditos destruye futuras fuentes de ingresos públicos, dice que ésta es la primera referencia que hay al augmentative power del capital-dinero. En cuanto a la idea de una población insuficiente para los tributos, debe señalarse que ésta no aparece en la literatura inglesa, por lo menos, sino con Decker (en 1744, es decir, un siglo después de publicada la obra principal de Fajardo).

En términos generales, los tributos deben ser moderados, porque el pueblo suele sentir más los daños de la hacienda que los del cuerpo, siendo el exceso de los mismos la principal causa de la despoblación de España. Encontramos también otra idea importante: que no se deben imponer tributos sobre aquellas cosas que son precisamente necesarias a la vida, sino en las que sirven a las delicias, a la curiosidad, al ornato y a la pompa; así se grava más a los ricos y quedan aliviados los labradores y oficiales, que son la parte que más conviene mantener en la república. Aquí, de nuevo, Fajardo está muy por encima de los economistas ingleses, si bien de estas ideas se encuentran precedentes en dos escritores alemanes: George Obrecht (1547-1612) y Raspar Klock (1583-1655). Desde luego, las leyes suntuarias eran generales en su época y antes.

La Iglesia no debe estar exenta de tributos pues se beneficia igual que los demás de la protección que proporciona el Estado. Y la igualdad en el beneficio que los súbditos obtienen de los gastos hechos con el dinero recaudado mediante impuestos está expuesta en un pasaje típico de su estilo y que voy a permitirme transcribir para que sirva de ejemplo, ya que en otras ocasiones me limito a parafrasear sus palabras: “No usa mal el monte de la nieve de su cumbre producida de los vapores que contribuyen los campos y valles, antes la conserva para el estío y poco a poco la va repartiendo (suelta en arroyos) entre los mismos que la contribuyeron. Ni vierte de una vez el caudal de sus fuentes, porque faltaría a su obligación y le despreciarían después como a inútil; porque la liberalidad se consume con la liberalidad. No les confunde luego con los ríos, dejando secos a los valles y campos, como suele ser condición de los príncipes que dan a los poderosos lo que se debe a los pobres, dejándolas arenas secas y sedientas del agua, por darles a los lagos abundantes que no la han menester. Gran delito es granjear la gracia de los poderosos a costa de los pobres, o que suspire el Estado por lo que se da vanamente, siendo su ruina el fausto y pompa de pocos…” Es decir, que el soberano no debe premiar a los poderosos con el dinero de los pobres.

Fajardo es demasiado aristócrata para igualar al pueblo con la nobleza. Aquél es un cuerpo muerto sin ésta, debiéndose procurar su conservación y multiplicación. Pero su visión política le hace ver que oprimiendo a los pobres en beneficio de los poderosos se crea descontento, y por ello debe procurarse la igualdad común prohibiendo la pompa y la ostentación. Así se evitará la envidia; y aprueba las leyes romanas que gravaban los gastos superfluos y los esfuerzos por dividir la propiedad de manera que no hubiera diferencias en la facultad y poder de los ciudadanos. La desigualdad de riquezas es fuente de enemistades y sediciones. Nuestro autor insiste en diversas ocasiones sobre lo conveniente que es la igualdad de riqueza, adelantándose en un siglo al filósofo y economista inglés David Hume, quien también opinaba que toda tendencia en el sentido de la igualdad de ingresos fortalece al Estado y hace que cualquier impuesto extraordinario se pague de mejor voluntad. No se debe humillar a la nobleza, dice Fajardo, pero a veces puede convenir hacerlo porque la mucha grandeza cría soberbia. En resumen, parece que aboga por un punto medio, pues, como vimos, no es durable la monarquía que no está mezclada y consta de aristocracia y democracia; la diferencia que le atrae es de condición, no de riqueza.

Y lo que acabamos de decir nos lleva al tema de la población. En su número consiste la fuerza de los reinos; será mayor príncipe el que tenga más vasallos, no el que domine más territorio, siendo la escasez de súbditos causa de ignominia. España necesita del matrimonio, de la propagación, pues las expulsiones, las guerras y las colonias han reducido demasiado el número de sus habitantes; y a pesar de ello no se pone bastante cuidado en limitar el número de sacerdotes y religiosos, en prohibir los fideicomisos y mayorazgos, en permitir el matrimonio en algunos grados prohibidos, en limitar los tributos, fomentar el cultivo de los campos, proteger las artes y el comercio, reducir el número de días feriados, limitar la afluencia de gente en la corte y dificultar el acceso a los empleos públicos. Todos estos puntos deben cuidarse si se quiere aumentar la población. Cabría también pensar en la posibilidad de traer extranjeros a España y su posición a este respecto parece concordar de bastante cerca con la de otro economista español de principios del siglo XVII, Pedro Fernández Navarrete, que lucha entre el deseo de una población abundante y el miedo a los extranjeros, y no seria extraño que las opiniones de Fajardo estuvieran influidas por aquél. En tiempos de Felipe III el arzobispo de Valencia Juan de Rivera, a quien Roma ha canonizado, abogó por la expulsión de los moriscos basándose en que sus conocimientos agrícolas e industriales daban motivos para pensar que podrían perturbar la tranquilidad pública. Exabruptos de este calibre no faltan en todas partes y épocas y desde luego es raro encontrarlos en ninguna persona cuyo nombre haya pasado a la posteridad. Fajardo, igual que Navarrete, teme a los efectos que pueden provocar en España las diferencias de costumbres y religiones, tiene miedo de que propaguen sus vicios y opiniones implas, “y fácilmente maquinan contra los naturales”. Pero se decide por aceptarlos cuando se trata de agricultores o artesanos.

Pese a lo que diga Viner (quien, justo es señalarlo, se refiere sólo a los mercantilistas ingleses) la tesis de Johnson de que el trabajo productivo es una de las preocupaciones esenciales de los escritores de la época mercantilista tiene mucha fuerza, y aplicada a Fajardo estoy convencido de que, al insistir en el aumento de población, piensa en los habitantes como fuerza de trabajo tanto o más que como elemento de poder, y la prueba está en la importancia que concede a la agricultura y las artes, en su afirmación de que no está bien constituida la república en que no haya un equilibrio de clases, etc. Más aún, no todo el trabajo tiene para él la misma categoría: es bueno el trabajo útil y noble, pero no el delicioso y superfluo porque éste afemina los ánimos. Las ciencias no entran en las ocupaciones útiles, pues éstas no fomentan la abundancia y la popularidad de las provincias, sino la industria en las artes, en los tratos y comercio, como vemos en los Países Bajos (la alusión a los Países Bajos es típica de la literatura mercantilista, como también lo es el contraste entre éstos y España). “Mejor le estuviera al mundo una sincera y crédula ignorancia que la soberbia presunción del saber, expuesto a enormes errores” (aunque luego añade que sólo el exceso puede ser perjudicial).

La división del trabajo no es sólo entre personas, sino también entre naciones; y aunque en una ocasión nos dice que no ha de haber mucho comercio sino sólo el que fuese conveniente para la comodidad de la vida, se trata de una frase que no tiene trascendencia y además que tiene una relación más directa con su miedo a la perniciosa influencia de los extranjeros que con el comercio mismo. Recogiendo una idea que se encuentra en otros muchos escritores anteriores y contemporáneos suyos (Luis Vives y Acosta entre los españoles, Sully entre los franceses, Armstrong, Cholmeley y Hobbes entre los ingleses, por sólo citar unos cuantos) nos dice que la Divina Providencia igualó a las potencias, dando a las grandes fuerza, pero no industria, y al contrario a las menores; constituyó la diversidad de climas, de costumbres, de lenguas, de manera que cada provincia dé a las otras lo que les falta. “Y porque soberbia una provincia con sus bienes externos no despreciase la comunicación con las demás, los repartió en diversas: el trigo en Sicilia, el vino en Creta, la púrpura en Tyro, la seda en Calabria, los aromas en Arabia, el oro y la plata en España y en las Indias Occidentales; en las Orientales los diamantes y las especias, procurando así que la codicia y necesidad destas riquezas y regalos abriese el comercio y, comunicándose las naciones, fuese el mundo una casa familiar y común a todos”.

No parece, pues, que pueda ponerse en duda el interés que para Fajardo tenía el comercio internacional, que considera como una necesidad dictada por la naturaleza y como un deber, aunque no deja de ser extraño que al enumerar, en el párrafo transcrito, las mercancías que las naciones tienen la suerte de conseguir por medio del comercio, caiga precisamente en una serie de las que sería lógico considerar, de acuerdo con algunos conceptos suyos que ya he anotado, como de las que afeminan y despiertan la avaricia.

Nada nos dice de los derechos de importación, pero sí habla de que los tributos menos dañosos son los que se imponen en los puertos sobre las mercancías exportadas, porque la mayor parte de ellos la pagan los extranjeros, pasaje éste que despertó gran indignación y escándalo en el mercantilista español del siglo XVIII Uztariz, y mayor aún al autor de la “Aprobación” que va unida al libro de éste, Joaquín de Villarreal (1742).

Pero si bien Dios quiso que los países se ayudaran unos a otros, también dio muestras de su voluntad de que hubiera naciones independientes, y creó los mares, los ríos y los montes para que fuera más difícil a los ambiciosos atacar y dominar otros países. Saavedra Fajardo no desea la expansión territorial de España, aunque en una ocasión habla con cierta melancolía de que su patria hubiera podido, de no haberla agotado las guerras y las extravagancias de la paz, levantarse con el dominio universal. Es muy difícil saber hasta qué punto llega el imperialismo de los economistas españoles del siglo XVIII, mas no creo que pueda afirmarse que sea incondicional. El extendido imperio de España despierta en ellos cierto orgullo, pero al mismo tiempo existe una sensación evidente de que la extensión de los dominios españoles es desproporcionada, de que España atraviesa por una fase de excesiva decadencia para poder permitirse el lujo de un imperio tan dilatado. Si hubiera prevalecido la idea de que la población del país era lo bastante grande, es posible que la actitud fuera diferente; pero hay demasiadas pruebas de que los escritores de la época consideraban que España estaba subpoblada para no sacar la conclusión de que prefería más gente con que sostener el poderío español en Europa a las colonias, que representaban una sangría ininterrumpida de su potencial humano.

El dinero, el trabajo y el comercio, todos tienen gran importancia, pero ésta se esfuma cuando la comparamos con la de la agricultura. Más da el Vesubio en sus vertientes que el Potosí en sus entrañas, y Dios hizo patente su voluntad de que la agricultura fuera lo principal y los metales preciosos secundarios al poner los frutos de la tierra al alcance de todos y al esconder en las profundidades aquellas otras riquezas. España fue rica y poderosa antes de descubrirse América, pudo soportar prolongadas guerras sin esperar riquezas extranjeras, y para remediar los males acarreados por la abundancia de metales procedentes de las Indias hay que proteger la agricultura, conceder privilegios a los labradores y librarlos de los pesos de la guerra y otros.

Las citas podrían multiplicarse, pero no creo que haga falta. No he encontrado en toda su obra ningún pasaje en donde se conceda más importancia a alguna otra actividad. La idea que está detrás de todo ello es siempre la misma: la experiencia ha demostrado a España que sus inmensas posesiones y la afluencia ininterrumpida de metales preciosos no bastaron para mantener su gloria. Hay que buscarla en otro lado, en aquello que le dio fuerza en el pasado.

Y ahora volvemos a nuestro punto de partida.

Creo haber expuesto las ideas económicas que aparecen en la obra de Saavedra Fajardo con una extensión suficiente para que quienes conozcan el libro de Francisco Ayala tengan una visión más completa de la personalidad del político español. Pretendo que este artículo sirva de apéndice a El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo. Una selección de trozos, como la que ahí aparece, hubiera transcrito con fidelidad sus palabras, pero hubiera tenido dos inconvenientes: hubiera sido excesivamente larga para su publicación como artículo y no estoy seguro de que proporcionara una idea cabal de su pensamiento.