Filosofía en español 
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Nuestro Tiempo

[ Francisco Carmona Nenclares ]

La “arianización” de los iberos o la prehistoria del franquismo

1. El hecho. Sus circunstancias

El libro El hombre prehistórico y los orígenes de la humanidad, de Hugo Obermaier y Antonio García y Bellido, nos ofrece un síntoma de la España franquista, “una, católica e imperial”. Bien evidente y revelador, aunque inesperado. Damos a continuación los datos demostrativos. Impreso por la Revista de Occidente, –¿eh?–, en el Madrid de 1941, (hambre, terrorismo teocrático-germánico), es la segunda edición de la obra aparecida en 1932 con el título El hombre fósil, publicada por Obermaier en lengua alemana. Estos pormenores apuntan en parte su turbia biografía. El libro registra en el doble carácter germano-español los embates de las cambiantes circunstancias de la política de Alemania y España en los últimos diez o quince años. Está claro. Y las refleja de un modo previsor: tratando de adaptarse sucesivamente a ellas. Es el oportunismo puro.

La primera edición española trae un prólogo del mismo autor, Hugo Obermaier. Anuncia un “contenido rigurosamente científico” que servirá, promete, de introducción a la historia primitiva del hombre. Cumplió, desde luego, la promesa; tampoco era de esperar otra cosa. En la segunda vemos un prólogo de Obermaier y García Bellido. Indica que la tarea de la edición ha sido repartida, tomando Obermaier la Edad de Piedra y García Bellido la de los Metales. Menciona además “importantes adiciones”, sobre todo “en lo que se refiere a España”. Las hay, en efecto. ¡Y sorprendentes! Constituyen una lección. Podría formularse así: nada, ni siquiera un tratado de prehistoria, puede mantenerse neutral respecto del drama de un pueblo entero; digamos, por ejemplo, España. En este respecto culmina precisamente la significación del libro que nos ocupa. Demuestra que no hay ningún triunfo impune. Ninguno. No importa que se trate del triunfo en la invasión de la península ibérica por los moro-italo-germanos. Ni ése. Siempre habrá sabios bastante flexibles para pronunciarse fieramente neutrales frente al destino común del hombre, revelado por la política, y someterse al mismo tiempo, del modo más servil, al individuo o al principio que represente el poder.

2. La Historia, biografía de la soledad del hombre

Vale la pena proponer aquí una recomendación. Hemos de hacerlo, por mucho que roce la impertinencia. Conviene guardarse, –recomendamos–, del tremendo alcohol que destila la Historia. Es una medida de higiene. Será comprendida por quien haya gustado su sabor. Esta parece una vicisitud inevitable debido a que las cosas que componen la trama de la Historia no ofrecen término visible. En cada momento del presente confluye la Historia entera. ¿Acaso no es eso alucinante y fantástico? Embriaga de angustia y esperanza. Resultado: el individuo tiene siempre delante el problema total, interminable, de la construcción del hombre. Actúa movido por él. Exclusivamente.

Sigamos. Nuestra soledad humana es un hecho inmutable y absoluto; último, definitivo, irremediable. Se trata de la soledad del ser y su experiencia constituye una prueba radical. Una prueba que debe afrontarse. Pues bien: el enorme círculo vicioso que es la ciencia, la acción, el hombre mismo, se nos revela en la Historia, manifestación completa de la vida, biografía de la soledad humana. Consideramos que la Historia tiene más alcance y significación que los hechos que narra. Eso se manifiesta proyectándose hacia atrás y adelante, en dos direcciones, articuladas entre sí. La primera indica que el hombre trata de matar la muerte, creando algo más duradero que él mismo (cultura, Estado, &c.); la segunda apunta que el redescubrirse forma nuestra tarea permanente. Es el oficio del espíritu.

La entrada en un libro de Historia, aunque esté escrito con el modelo de la segunda edición de El hombre fósil, de Obermaier, cuyas adiciones respecto de la primera hacen de él una obra reaccionaria, y por lo tanto anti-histórica (pues sólo en la acción hay Historia), requiere siempre, para proceder con limpieza y exactitud, el replanteamiento del problema central de la Historia: la esencia de lo histórico. Eso es imprescindible. Condición mínima: las contradicciones deben ser pensadas hasta el final. Nosotros queríamos subrayar aquí dos de sus perspectivas principales; acabamos de tocarlas. Lo hacemos más por España y su drama que por la prehistoria pura. Adviértase. Pues España constituye –querámoslo o no, ahora que hemos perdido la visión maternal de su paisaje–, nuestra única razón de ser. España nos articula en lo eterno.

Esta constelación de ideas tiene su raíz en nuestra desesperación. Sí. En eso y nada más. En la desesperación, cuajada de sordas imprecaciones, que nos pertenece como ejemplar del homo sapiens. Pues hemos preguntado a la ciencia, en la medida ansiosa y atropellada que puede hacerlo un profano, por el enigma del ser, por el secreto de nuestro drama ibérico y del drama de nuestro tiempo, habiendo encontrado por toda respuesta que la ciencia actual está perturbada también por la misma desesperación. Tiene desconfianza del saber y progresa hacia el irracionalismo. En resumen: sólo nos queda entre las manos la Historia, esa otra forma de conocimiento.

3. El señor Obermaier, profesor prusiano-falangista

Recordamos de la Universidad de Madrid al Sr. Obermaier. Era un profesor sencillo, celoso y eficaz. Desde luego. Útil en cuanto a una rama de la ciencia, inútil en cuanto al árbol entero. Por el año de 1928 no había convertido su saber en simple rutina, a la manera de otros, pero la ciencia del Sr. Obermaier, carecía, empero, de hueso y nervio; estaba desangrada por haberse elaborado, en 1928, desde el punto de vista de la eternidad. Era, por lo tanto, estéril. Lo es hoy. Servirá, quizá, para el habitante de Marte o para el individuo contemporáneo del año 2000. ¡Quién sabe! Respecto del hombre de nuestra época resulta inservible; en cuanto al español de 1942 representa una irrisión o una afrenta. Pues vivimos en términos de tiempo y espacio. Nuestra angustia es ibérica y de ahora, en sangre viva, y no de siempre. Carece de eternidad.

La Prehistoria había absorbido, en Obermaier, al hombre. Positivamente. Hizo de él lo que era en aquella fecha; sin duda lo que es todavía: una especie de ojo ciclópeo, monstruoso, sensible a la visión de una sola cosa. Obermaier, hombre y profesor, no es un ente total; es un sector del homo sapiens crecido a expensas de la totalidad individual. Convirtió el conocimiento histórico en una fantástica masturbación. El hombre, –en cuanto el individuo humano comporta vísceras, corazón, deseos, angustia y esperanza, ímpetu creador–, le daba vergüenza. Padecía el filisteísmo del especialista, ya diagnosticado por Nietzsche. En virtud de ello sólo estimaba el cerebro y la eternidad. Lo inhumano, en una palabra.

Pero Obermaier, –naturalmente–, no era (no es, desde luego), sino la patente prueba particularizada de un fenómeno que constituye el verdadero tema de nuestro tiempo. La deshumanización del hombre emprendida por la ciencia, el arte y la religión contemporáneas. Equivale a la presencia del nazifascismo, producto de la ciencia y la barbarie conjuntas, en el orbe de la cultura. Eso permite, entre otras cosas, que ciertos sabios firmen medrosos manifiestos de adhesión a Hitler o Franco. Lo ha hecho Obermaier. Y no sólo él; otros también lo hicieron. Inscrito en tal constelación vemos asomar uno de los lados de la tragedia de la España moderna: el fracaso de la inteligencia. Excusábamos decirlo. Es parte de una época que ha hecho del arte y la ciencia sendos estupefacientes.

4. La “objetividad científica”

El libro es bastante conocido para que sea necesaria la presentación. Mencionaremos, con todo, sus puntos de vista cardinales. “Nosotros somos opuestos a la teoría evolucionista en el sentido de pequeñas, casi imperceptibles, transiciones” (pág. 40). Y más adelante: “Un abismo infranqueable separa los homínidos de los antropoides; entre ambos existen diferencias esenciales”. “Gracias a esta posición privilegiada con la que adviene el hombre a la vida, su conciencia activa condúcele a pensar, saber y expresar. Aparecen conjuntos de leyes y normas, con mandamientos y obligaciones de tipos religiosos y sociales” (pág. 40). Estos magros postulados forman la base teórica de la obra. Son corrientes en las investigaciones un poco anticuadas, pero todavía válidas, del género. Debe subrayarse, por lo tanto, algo que Obermaier deja velado, se nos ocurre que voluntariamente, y que reputamos esencial: el pensar, saber y expresar; las normas y leyes, &c., son fenómenos sociales. Pues “todo lo que no equivale a una simple reacción del organismo a las excitaciones que recibe es necesariamente de naturaleza social”. Lo ha escrito Levy-Bruhl. Obermaier preferiría, claro es, que fuera de índole metafísica. Lo piensa aunque no lo diga. Sólo lo inhumano gusta a esa gente.

En las épocas de crisis social, producidas por la contradicción entre el individuo y las instituciones creadas por él, al rebasar éstas los principios que les dieron vida, la política se revela como el lenguaje de todas las cosas relativas al orbe del hombre. Ya lo había previsto así el venerable Aristóteles, pero sólo nuestra época lo ha puesto en claro, definitivamente. El pensamiento está condicionado por la situación vital del pensador, y es esta situación la que sufre perturbaciones esenciales en las épocas de crisis. Llamamos perturbaciones esenciales a las revoluciones. Conviene añadirlo. Nuestra época es una revolución.

Ahora bien, ¿en qué forma expresa el libro que nos ocupa esta ecuación de motivos? Trata de adaptarse a los principios raciales del nazifascismo triunfante en la guerra civil de España, según los empresarios y vencedores del conflicto. Lo hace a propósito de los iberos y arios; nada menos. Así pone de manifiesto, de la manera más cínica, aquello que Obermaier y García Bellido jamás reconocerán de buena fe: que son las condiciones de la vida las que crean la conciencia de los hechos; que las ideas están movidas por intereses. Desearían ignorarlo siempre. Aunque no pueda, en general, ignorarse, ellos, particularmente, lo desconocen. Designan de objetividad científica a la estulta habilidad que convierte la ciencia –su ciencia, al menos–, en una palanqueta.

Fíjense. “Cabe concluir que en Europa septentrional, próximamente hacia el final de la edad neolítica (es decir, por el 2000 antes de J. C.), había cristalizado el pueblo de los germanos, perteneciente como se sabe a la gran familia racial de los indo-germanos o arios”. (pág. 187). ¡Qué coincidencia! Pues estos supuestos habían sido formulados antes, la primera vez, en la misma forma, confusa, filológica y étnicamente discutible, por los teóricos del nazismo. Son argumentos de tipo racial pro-nazi que resulta inesperado encontrar disimulados por una envoltura científica. Mal disimulados, por cierto. Es un hecho. Pero ahora viene algo mejor. “Tiempos después estos arios nórdicos fueron extendiéndose llenos de fuerza y en oleadas sucesivas: hacia el norte, por el interior de Escandinavia; hacia el sur, en dirección del Mediterráneo; por el territorio de los Sudetes y la zona alpina oriental, hasta los Balkanes; por el este y el sudeste, a través de Polonia, hasta Rusia y Ukrania y en dirección oeste, hacia Francia y Britania” (pág. 187). ¡Formidable! Es una enumeración preciosa. Cita todos aquellos países que el imperialismo del III Reich reclamó siempre como propiedad histórica germánica. ¡Las tierras de la Gran Alemania, según el programa nazi! Luego los resultados de la prehistoria coincidirían con las reclamaciones sobre el espacio vital hechas por Hitler. Trátase de una coincidencia excesiva para que sea espontánea. Francamente.

5. Conclusión

Está de más añadirlo, pero hay que añadirlo aunque sobre. La supervaloración de lo ario emprendida por los Sres. Obermaier y García Bellido va en detrimento de los iberos porque, según sostienen, el femento ario dió perfil étnico definitivo a la península ibérica. Ignoramos cómo haya ocurrido y ellos también. Nosotros llamamos a esta maniobra, pues de eso se trata, arianización de los iberos. Esperamos que los lectores tomen la expresión como lo que quiere ser –un juego de palabras bastante estólido–, y que el Sr. García Bellido, tránsfuga entre la Junta para Ampliación de Estudios, de Madrid, y la Falange, la encuentre a su gusto. Nos parece una broma a su altura. Tal para cual.

Antes de que los Sres. Obermaier y García Bellido imprimieran la segunda edición de El hombre fósil ya se conocía acerca de los iberos y arios lo que ellos conocen. Absolutamente todo; ésta es la verdad. ¿Cuál será, entonces, su aportación de investigadores? No lo sabemos, ciertamente. La hemos buscado sin encontrarla. Lo único nuevo que salta a la vista en su obra consiste en la manera habilidosa de preparar cuanto se conoce acerca de los iberos y arios con objeto de que los moros y falangistas, triunfantes del pueblo español, presuman ahora de genealogía aria.

Tales son, parafraseando a los autores del libro, las adiciones de la segunda edición, “adecuadas a las circunstancias tan difíciles y poco propicias en que vivimos”. (Perdón: es España quien atraviesa circunstancias difíciles, pues ha sido invadida y vencida por el fascismo. Los caballeros de industria, aunque sea de la industria prehistórica, viven mejor que nunca. Dictan la ciencia oficial). Algo particularmente repugnante y malsano se deriva de este equívoco. El drama de un pueblo ha servido a los Sres. Obermaier y García Bellido para los fines burocráticos de ganar puestos en el escalafón. Sí. Eso es todo. Ellos dirán que se trata de la ciencia pura. Lo dirán sin creerlo. Nosotros decimos que se trata del escalafón. Pues recordamos dónde estaban antes de la guerra civil y dónde están ahora; de ninguna manera queremos seguir el consejo hindú sobre el autoaniquilamiento de la memoria. Conservar ciertos recuerdos señala precisamente una de nuestras grandes preocupaciones del exilio. Recordando mantenemos vivo el dolor de España.

F. Carmona Nenclares.