Filosofía en español 
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Presencia del Pasado

Paideia

La idea de cultura ha perdido su sabor. Lo culto se oponía a lo inculto, como lo cultivado a lo silvestre, lo maduro a lo agraz. No era una diferencia de grado sino de esencia. Culto era el hombre civil. La comunidad occidental se oponía, como civilización, al resto de las comunidades humanas… Por una serie de causas que no son del momento –la concepción positivista de la historia ha sido acaso la más fundamental– todo ha tendido a destituir a la cultura de su calidad única y preeminente. No se opone ya la cultura a la incultura. No se habla ya de cultura en singular. La civilización occidental ha pasado a ser una cultura entre las culturas. A su lado, y sin diferencia esencial de derecho ni de dignidad, se hallan la cultura china y la india, la maya y la azteca, la de los primitivos australianos y la de los hombres de las cavernas… La cultura se ha convertido en un hecho natural. Surgen las culturas como las plantas y los animales. Como ellos nacen, crecen, se desarrollan, decaen, mueren … “en una sublime carencia de fin”.

Fácil es darse cuenta de que la sublimidad no es precisamente una cosa natural. La naturaleza no es sublime ni mezquina. Es simplemente indiferente. No deja de ser notable el uso de esta palabra solemne en el mismo momento en que se trata de destituir a la cultura de toda dignidad. Y en que hay en todo el naturalismo una marcada carencia de rigor. Empieza por carecer de precisión en el uso mismo de la palabra cultura. No es fácil ver cómo sea posible aplicar la idea de cultura a comunidades humanas que carecen de esta palabra y de este concepto, afirma Jaeger. Y esto es lo que ocurre a todos los pueblos que se han desarrollado sin relación alguna con el espíritu griego. Es atribuirles algo que les es enteramente ajeno y que no tiene para ellos dignificación alguna. El concepto de cultura es originario y exclusivo de los pueblos helenos y de aquellos cuya historia se desenvuelve dentro del marco trazado por los fundadores de la comunidad griega.

El libro de Jaeger{1} no es una simple investigación histórica. Presupone una larga vida de minuciosas pesquisas, toda la vida del autor. Brota de ellas como manantial de agua limpia. Trata de determinar y articular las piezas esenciales de la estructura del hombre heleno. Y, puesto que en ella se halla preformada nuestra conciencia de hombres occidentales, hincar en ella es profundizar en los fundamentos mismos de nuestra propia conciencia. En su dimensión histórica es preciso hallar el hontanar de donde brotan y donde se precisan los elementos perennes de nuestra razón de ser. De ahí la apasionante actualidad de este libro. Nada más vivo y presente en la desazón radical que nos aflige. Es preciso tomar clara conciencia de lo que somos y de lo que no somos, de aquello que nos define y nos precisa en el caos informe que nos rodea. Y nuestra definición radical se halla en Grecia.

Pero el milagro griego no es una realidad intemporal y eterna. Posee un proceso de formación histórica. Perseguirlo en sus trazos fundamentales, a través de las obras fundamentales del ingenio heleno, es la tarea del libro que nos ocupa.

El milagro griego es la formación del Hombre. Tal es el sentido de la Paideia en el momento en que llega a la plenitud de su significación. En su idea se identifican, en lo alto, educación, cultura, formación, elevación del hombre a la culminación de su más depurada dignidad.

La idea de la Areté ha de ser hilo conductor que nos lleve, mediante el análisis de las obras más típicas del genio griego, a la progresiva formación del ideal del hombre que culmina en el siglo de Pericles y, en la formulación del pensamiento de Platón.

El espíritu griego es esencialmente educador. La educación –la Paideia– orienta la totalidad de su vida y de su obra. Grave error sería considerar al arte griego desde el punto de vista de la concepción moderna del arte por el arte. Toda la poesía helénica se halla impregnada de designios pedagógicos y políticos. La formación del hombre es la meta de todos los anhelos… Y la formación del hombre se halla constantemente orientada por la progresiva elaboración de la idea de Arete.

La hallamos ya en la raíz de la epopeya homérica. Es el ideal de la más alta nobleza. Sobre la cabeza de todo noble se aureola el modelo de su perfección ideal. Homero es para los griegos el educador por excelencia, el modelo de toda futura educación. El tipo de nobleza por él acuñada constituye el núcleo esencial de toda ulterior tarea de ennoblecimiento. Y ennoblecimiento es educación. Ya de la aristocracia homérica es posible decir que cada cual alcanza su perfección en la medida en que llega a ser lo que es. Es preciso ser digno de sí mismo y de la estirpe a que se pertenece. Será la fórmula del oráculo délfico y el imperativo de la nobleza agonal de Píndaro. Platón transfiere la nobleza al mundo. El cosmos platónico es un organismo aristocrático. El mundo entero aspira a la realización de su idea. El mundo de las ideas constituye la Areté del mundo. También el mundo –como el noble– tiene sobre sí la Idea de su más alta nobleza. Y es lo que es –como el héroe de la epopeya homérica– en la medida en que lo llega a ser.

Entre su raíz heroica y la plenitud de su dignidad ontológica, todo el proceso histórico de la cultura griega no consiste sino en el progresivo enriquecimiento de la aspiración ideal insita en el alma de la nobleza primitiva. A partir de ella el hombre –todo hombre– adquiere gradualmente conciencia de su alta estirpe aristocrática, de su parentesco con los dioses y con los héroes, y se presta a realizarla en el mundo mediante la consagración erótica.

Platón es, en el sentir de Jaeger, la más alta encarnación del genio griego. Todo llega en él a su plenitud. En él convergen y en él culminan todas las adquisiciones fragmentarias de lo historia. Este volumen nos deja en el umbral de aquella cima ideal. Con ritmo solemne vemos en sus páginas, emerger fragmentos perennes del alma griega –que son fragmentos de nuestra propia alma. Todos los aspectos de la vida humana, todas las perspectivas del universo se van incorporando orgánicamente al germen viviente que brota por primera vez en la epopeya homérica. El mundo se integra en el alma humana y el hombre en el edificio de la ciudad. Es un proceso de civilización, de urbanización, en el sentido más auténtico y originario de la palabra.

Mediante los poemas de Hesíodo ascienden a la Areté los más nobles anhelos de la vida de los campesinos y las exigencias implícitas en el trabajo de todos los días. El trabajo adquiere, por vez primera, la dignidad de una virtud. También en el trabajo hay Areté. Y con la dignificación del trabajo aparece la idea de justicia. Esta idea se perfecciona más tarde en la comunidad de la polis y surge en ella la aspiración a una ley idéntica para todos. Al lado de la vida privada la vida pública –el bios politicos– adquiere la más alta dignidad. Cada cual pertenece por esencia a dos órdenes de existencia. De ahí la necesidad de completar la destreza profesional –la primera norma de la Areté ciudadana– mediante la posesión de una Areté política, es decir, de una cultura general capaz de convertir el hombre en ciudadano. Ello va a constituir una de las preocupaciones de Sócrates frente a la educación de los sofistas.

La poesía jónico-eolia abre a la poesía un nuevo mundo antes insospechado de experiencias, cuyas profundidades explora ávidamente: es la esfera de la intimidad personal, alejada de la vida profesional y de la vida política. Aparece el primer gran monólogo de la literatura griega. Cada cual tiene su ritmo. El ritmo interior mantiene al hombre dentro de sus limites. No es el ritmo algo fugaz y fluyente. Es, por el contrario, lo que opone firmeza y limites al movimiento y al flujo de la vida personal. Cada cual halla su Areté en la rigurosa afirmación de su propio ritmo. Es la primera afirmación de la autonomía individual frente a la constricción social y a la legislación idéntica para todos.

Todo ello converge y halla su primera síntesis armónica en la formación política de Atenas, la más reciente de las organizaciones urbanas, simbolizada en la figura de Solón. Sobre el marco de su obra poética y política –íntimamente compenetradas en la unidad de una concepción unitaria y armónica– el descubrimiento del Cosmos por el pensamiento filosófico libre, que proyecta sobre la naturaleza el orden y la medida, en que se funda la ciudad humana y organiza el universo de acuerdo con las normas que presiden a la justa ordenación de la sociedad y la política de cultura de los tiranos, prepara la culminación del espíritu ático que llega a todo su esplendor en el siglo de Pericles. Desde entonces Atenas se convierte en la más alta escuela de la educación griega.

En su misma culminación halla sin embargo los fermentos de su crisis. Culminación y crisis, grandeza y miseria –vistos con maestría a través del más agudo y perspicaz análisis del desarrollo de la tragedia y de la comedia y de su íntima correlación con el movimiento sofista– dan lugar al examen de conciencia y a la doctrina política y pedagógica de Tucídides, suma y compendio de los ideales de la cultura ática, orientada en la más depurada estilización de la Paideia. “La idea griega de la educación, que adquiere, precisamente en la época de Pericles, su mayor altura y plenitud, se impregna de la más alta vitalidad y significación histórica. Llega a ser el compendio del vigor más sublime que irradia el espiritu del pueblo y del estado sobre los demás pueblos, trazándoles el camino de su propia vida. No hay justificación más alta de la ambición política de Atenas sobre el mundo griego, sobre todo después de su fracaso, que la idea de la Paideia. En ella halla el espiritu griego su compensación más alta, la conciencia de su propia eternidad”.

Con estas palabras termina el primer volumen de la obra de Jaeger. No es fácil dar idea de la rica vitalidad de su contenido. Con ritmo acompasado aparecen, se levantan y reverberan en ella estructuras arquitectónicas heterogéneas, que convergen, a través del tiempo, y se ensamblan en la construcción de un mundo que halla su modelo en la constitución del hombre y de la ciudad. Es un cosmos antropomórfico. No es fácil alcanzar a ver cómo hubiera podido llegado a ser Cosmos sin ser humano. Es la Politeia, la civilización, la cultura, la urbanidad. Fuera de sus límites se halla la selva. Paideia, educación. Toda nuestra raíz se halla en ellas. Nuestra raíz y nuestra dignidad. Nuestra nobleza. Nuestra Areté.

En el momento de su decadencia, cuando las claves de bóveda se quiebran en lo alto, nos va a ofrecer Platón, el pensamiento, la Idea, de la arquitectura perfecta de aquel templo. Algo parecido va a ocurrir al mundo medieval. El Dante ofrece a la posteridad su Idea en el momento en que la realidad amenaza hundirse. Jaeger apunta la idea de que acaso sea esta la energía compensatoria mediante la cual toda realidad insigne proyecta, al hundirse, su Idea a la eternidad. Al finalizar este volumen nos hallamos en los umbrales de la construcción socrático-platónica. La magistral exposición que nos ofrece, sólida, vivaz, abundante, sin andamiajes perturbadores, caudalosa, radiante, sólo es posible en un alma que haya hecho del mundo griego sustancia de su propia sustancia. Tal es el caso de Jaeger. Al leer este libro se tiene la impresión de que tras largos años de minuciosos estudios, sobre los más importantes problemas del pensamiento y de la historia del pueblo griego, de pronto, en el momento de su mayor plenitud, el autor, henchido de aquel espíritu, lo dejó brotar a chorro sobre las páginas del libro. Sólo así se explica su sorprendente vitalidad.

A pesar de todo, este volumen nos aparece sólo como una preparación. Esperamos que el segundo no tarde en satisfacer nuestra avidez.

Joaquín Xirau

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{1} Werner Jaeger, Paideia. Lo formación del hombre griego. México. Fondo de Cultura Económica. 1942