Filosofía en español 
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Aventura del Pensamiento

¿A dónde va la ciencia?

Joaquín Xirau

Un libro de Planck, prologado por Einstein, es algo que impone respeto.{1} La teoría de los quantos y la doctrina de la relatividad han dado a sus figuras un relieve legendario. A partir de ellas, las doctrinas más abstrusas, han merecido los honores de la más amplia popularidad. Y a compás de ella, deformados sus designios, al contacto con los tópicos más banales, la divulgación ha tendido a trocar la reverencia debida a la severidad de las tareas científicas, en éxtasis filisteo o en maravilla mágica. Nada más impresionante que ver a dos hombres de ciencia renunciar a la investidura de hierofantes, preocupados con honrada ingenuidad por el peligro que resulta para la ciencia misma de las precipitadas consecuencias y los fáciles filosofemas que, espíritus superficiales, han pretendido deducir de los principios por ellos formulados. Tal es la significación ejemplar de este libro.

Nada más peligroso para la ciencia que la divulgación y la popularidad. Como dice Planck, en el diálogo final de este libro para entrar en el templo de la ciencia es preciso también tener fe. La ciencia exige espíritus creyentes. No basta, sin embargo, una fe cualquiera. Si no quiere descansar simplemente en el espíritu del tiempo, es decir, en la banalidad convertida en tópico, es preciso que se convierta en una fe fundada. Y puesto que la ciencia necesita de la fe no es posible que ésta reciba de ella su fundamento. Es necesario un fundamento previo, anterior y superior a la ciencia misma. En otros términos: para consagrarse con decisión a la investigación científica es preciso saber previamente qué es lo que se va a investigar. Si no supiéramos lo que vamos a hacer ¿cómo emprender la tarea? Si el físico no tuviera una idea de lo que es la materia, toda su labor se perdería en el vacío. Kepler creyó en el orden del universo. Galileo estuvo seguro de que el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático. Toda la Física moderna ha partido de la convicción de que el universo físico se halla sometido a la más estricta causalidad. Estas creencias no resultan ni pueden resultar de la simple observación de los fenómenos. La posibilidad de una observación adecuada resulta más bien de la previa posesión de aquellas convicciones. Si la naturaleza no fuera como debe ser, si la observación nos depara a cada momento sorpresas exorbitantes, toda investigación concreta se perdería en el caos sensorial sin que pudiera inferirse nada de su presencia desorbitada. De ahí el error del positivismo en su obstinación de no salir de aquello que nos ofrece la experiencia en su mera inmanencia espectral y el escepticismo a que conduce si es llevado a sus últimas consecuencias y mantenido con rigor. Como señaló certeramente Meryerson, la ciencia es esencialmente ontológica y presupone una serie de convicciones independientes de su base experimental. O la ciencia confía y se pierde en las vagas creencias inherentes al espíritu del tiempo o busca su raíz en algo que se halla más allá de sí mismo y le presta su apoyo, su punto de partida y la garantía de su validez.

La Filosofía y la ciencia nacen juntas en las costas de Jonia y conviven normalmente a lo largo de la historia en constante y recíproca cooperación. Sólo durante una parte del pasado siglo, por razones que escapan a nuestro propósito, se separan con soberbia y mutuo desdén y acaban por forjarse la ilusión de bastarse a sí mismas. A una filosofía que pretende juzgar de todas las cosas divinas y humanas, sin atender a los resultados de la ciencia, sucede una ciencia que, engreída por los resultados sorprendentes de sus investigaciones y alentada por el favor de la opinión pública, aspira a forjar una concepción integral del mundo prescindiendo de toda metafísica y sin tener en cuenta el rigor y las exigencias del método filosófico. De ahí las denominadas filosofías científicas –Haeckel, Büchner, Ostwald…– Con la pretensión de terminar con las vagas fantasías de la elucubración metafísica, desemboca en una metafísica ingenua, tosca y banal.

En los últimos tiempos, por un vigoroso esfuerzo de las personas más responsables, parece que, a pesar de la confusión en que todavía nos movemos, las aguas tienden a volver a su cauce. La Filosofía y la ciencia entran de nuevo en una etapa de mutuo respeto y de recíproca comprensión. El vivo interés que suscitan en una y otra los problemas que escapan a su esfera de acción, al tiempo que delimita los campos, establece la posibilidad de una colaboración eficaz… Sin embargo, las vagas ideologías, no dejan de aparecer en uno y otro campo y de promover las perturbaciones más graves.

Confiada en sí misma, la ciencia de la naturaleza, segura de los principios que le servían de fundamento, los dió en tal forma por supuestos, que no vaciló en considerarlos como la substancia misma de la realidad. Pero, he ahí que, de pronto, los descubrimientos mismos de la ciencia ponen en crisis aquellos fundamentos y desquician la realidad entera. Este hecho desconcertante suscita la satisfacción de espíritus frívolos que sentían oprimida el alma por la soberbia de la imposición científica. Promueve también la grave preocupación de las personas que sienten la grave responsabilidad de su propia misión. Se halla en juego nada menos que el principio de causalidad. Y ello no sólo por motivos más o menos abstrusos inherentes a la especulación ontológica y epistemológica sino porque la experiencia científica parece contradecirlo en sus más finas observaciones. Mientras esto no ocurrió, mientras los hombres de ciencia no tuvieron motivos para ponerlo en duda, todo el problema se reducía a substituir una metafísica por otra. El interior contenido de la ciencia permanecía invariable. Tal aconteció con la aspiración empirista de substituir la causalidad por la legalidad. Cualquiera de ellas parecía suficiente para servir de marco al seguro camino de la ciencia. Pero, si la experiencia desmiente los imperativos de la determinación causal pierde la ciencia su punto de apoyo, se siente suspendida en el aire y no le es ya fácil decir qué es lo qué se propone ni a dónde va.

Perdida la reposada seguridad que le confirió la ontología cartesiana, la ciencia natural siente que se tambalean sus cimientos y busca un asidero más allá de sus propios dominios. De ahí la viva preocupación de los hombres de ciencia por los problemas tradicionalmente reservados a la técnica filosófica. Influidos por el espíritu del tiempo, anhelante de novedad e impregnado de todo género de irracionalismos, físicos tan eminentes como Jeans y Eddington, no vacilan en aceptar la posibilidad de una ciencia construida con independencia del principio de determinación. Einstein y Planck, principales promotores de la crisis en que nos hallamos, se apresuran a salir en defensa de los grandes postulados tradicionales de la actividad científica. Con honrada ingenuidad tratan de restaurar los fundamentos de la fe perdida. Si no queremos perdernos en el caos no hay más remedio que emprender una seria reelaboración de la ontología en que se asentaba. Para que la ciencia sea posible es precisa una idea que la oriente y le preste sentido. La ciencia necesita de un mundo. No le basta una aglomeración irracional de hechos ni una manipulación más o menos vacilante de probabilidades suspendidas en el aire. ¿Dónde hallar de nuevo un fundamento racional para la tarea de la ciencia?

Planck se vuelve resueltamente contra toda suerte de irracionalismos o de indeterminismos. De ahí su honrada preocupación. De ahí también la ingenuidad con que afronta el problema. Resulta aquella de la clara percepción de una necesidad inherente a la ciencia a que ha consagrado todas las fuerzas de su genio. Fúndase ésta en la falta de una elaboración estrictamente filosófica del problema. En ambos sentidos es este libro ejemplar.

La filosofía ha sido constantemente y debe seguir siendo una tarea de salvación. El irracionalismo actual desemboca forzosamente en un escepticismo. La ciencia natural es una pieza esencial de la cultura y de la civilización humana. No es posible resignarse a constatar una crisis de la ciencia y de la cultura. Sobre estas crisis proliferan todas las fuerzas de la barbarie. Eterna servidora, es preciso que la Filosofía se ponga, una vez más, al servicio de la ciencia y de la cultura toda. Sólo así será posible dar satisfacción a la grave y honrada preocupación que se revela en las palabras de sus más venerables representantes. Estos siguen apegados a su fe y se esfuerzan denodadamente por mantenerla. Es preciso demostrar que esta fe no carece de fundamento y determinar, una vez más, el sentido y los límites de su validez.

Joaquín XIRAU.

{1} Max Planck. ¿A dónde va la ciencia? Prólogo de Albert Einstein. Introducción biográfica de James Murphy. Ed. Losada Buenos Aires.