Alférez
Madrid, noviembre-diciembre de 1948
Año II, número 22
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Imagen de Chile

Se ha señalado, y con verdad, el peligro de caer en el exceso verbal cuando se tocan temas hispanoamericanos. Es natural que, para salvar esa fácil inclinación retórica, sea menester seguir la ascética de un acercamiento a lo objetivo. Más que ahondar en las razones de Hispanoamérica, convenga, quizá, adentrarse en las cosas de nuestras tierras.

En este terreno, lo primero que salta al paso es la convicción de nuestras diferencias. Unas más, otras menos, todas estas naciones, aparentemente idénticas para quien las mira de lejos, tienen sus rasgos distintivos. Ignorarlos es un recurso que lleva a una fácil pero falsa unidad, cuyas consecuencias han de ser más retórica y menos posibilidades de una efectiva comprensión.

Concretando a Chile lo antes dicho, hay a lo menos dos o tres rasgos en él que tienen ese carácter de diferenciación respecto a las demás naciones de América y que han de estar presentes en quien intente conocerla.

Uno de ellos es el diverso lugar que ocupa el indio frente al resto de la población. El indio en Chile es una excepción, manifestada –además de grupos minoritarios en los extremos norte y sur– por los restos de la raza araucana, precisamente aquella que se ha mezclado en menor proporción a la sangre de nuestro pueblo, pese al valor simbólico que se le viene atribuyendo a través de la historia.

Por esto, tanto la dificultad de adaptar esa minoría al modo de vivir común, como la de hacerle posible una vida digna dentro de su propia manera de ser, constituyen problemas muy distintos a los que entraña el indio en la gran mayoría de las demás naciones americanas.

De ahí la mayor homogeneidad racial de nuestro pueblo, así como la falta de una verdadera cultura precolonial cuya tradición pese sobre nosotros. De ahí también, y en parte a lo menos, la prisa desmedida de nuestro pasado cultural por enraizarse en este o aquel predio de Europa.

En otro aspecto, la Naturaleza misma nos sirve de elemento distintivo. Aunque Chile es un exponente de los climas y vegetaciones más diversos, le faltan justamente la vegetación y el clima tropicales que caracterizan para la casi unanimidad de los europeos a los países de Sudamérica. Y ello tiene consecuencias. Desde luego, el vértigo del hombre ante la exuberancia de la tierra no puede darse entre nosotros con la típica exaltación de un Eustasio Rivera. Incluso lo que da a Neruda su acento es el peso de la materia y no la magia del paisaje.

Y por sobre estos detalles, sin duda la guerra tiene mucho de responsable en nuestro carácter. Hubo una época en que se nos llamó «los ingleses de América del Sur». En ese tiempo Chile pasaba por ser país de historiadores. Pero fueran o no exactas tales apreciaciones, en verdad nuestra manera de ser histórica ha acusado un matiz de sobriedad y discreción que calza mal con el tipo americano «de exportación», uniformemente retratado por autores extranjeros.

Ahora bien, si la raza o la geografía contribuyen a modelar diferencias entre unos y otros pueblos de Hispanoamérica, es el uso que de tales factores hemos hecho en el tiempo, la historia misma, lo que presta un carácter más definido a nuestra patria aun frente a las naciones más semejantes en otros rasgos.

En efecto, su rápida y firme organización constitucional, así como su desarrollo al margen por tantos años del prurito revolucionario en que se debatían no sólo los países de Hispanoamérica, sino muchos europeos, crearon una costumbre de orden, un criterio jurídico, una tradición de normalidad, con que se ha de contar siempre que se trate de entendernos.

La modalidad laica e impersonal que informó a ese concepto del Estado, nos recuerda la vía francesa por donde volvía a llegar con funestas adherencias, el legado romano recibido por vez primera y diferente de manos españolas.

Pero si esta atenta vigilancia hacia las ideas de Europa nos había traído algunos de los males que hasta hoy sufre Francia, ella nos significaba también la conquista anticipada de esa visión crítica de los problemas, de esa estructura mental seria y organizadora que tan bien se adaptaron al natural socarrón y realista de nuestro «criollo».

Se ha insistido en estas líneas en los rasgos que distinguen y no en aquéllas que asemejan. De ahí que no se haya hablado del factor español entre nosotros. Su predominante realidad no niega, sin embargo, aquel rasgo desmesurado que nos inclina a aceptar la verdad en donde esté, sin la cerrada hostilidad mutua que han demostrado en demasía franceses y españoles.

Pero es cierto que ese afán de verdad que la inquietud de los chilenos vertió hacia Europa ha degenerado en ansia de novedad, que nos ha hecho tragar en este siglo más de una experiencia perniciosa.

Hora es de preferir lo que nos llega por nuestras más hondas raíces, para que, con fidelidad a una misión de avanzada espiritual, sepamos mantener la alta conciencia de América.

A muchas figuras literarias se ha prestado la singular geografía de Chile. Pero nada definiría mejor su sentido en esta diversificada unidad de Hispanoamérica que presentarle como una espina vegetal a la vez que mineral destinada a urgir en nuestra comunidad de naciones la búsqueda del camino.

Quiera Dios que nunca sienta América la ausencia de nuestra espina.

Jaime Martínez Williams.


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