Alférez
Madrid, octubre de 1948
Año II, número 21
[página 7]

Unamuno y un crítico

El libro del jesuita González Caminero sobre Unamuno, recientemente publicado, es el primer tomo de una obra muy extensa, en la que aspira a encuadrar biográfico-culturalmente cada problema unamuniano. Hay pues, en ella un primordial propósito desmenuzador y analítico. Se trata de elaborar un antídoto contra la influencia de Unamuno –el libro tiene evidente orientación apologética– seccionando para ello su obra en varios encuadres y puntos de vista. El tomo publicado muestra que esta obra va a ser escrupulosa y paciente.

Ahora bien, la simple elección de tal método ya es en sí discutible. ¿Tiene verdadera utilidad y eficacia tratar analítica y fríamente un autor tan sintético y cálido como Unamuno, un autor en el cual la fuerza de la personalidad y del estilo es el principalísimo secreto de su soberanía sobre el lector? El método de González Caminero nos recuerda, salvando las distancias, al del Padre Alvarado y demás prolijos apologistas católicos que se enfrentaron con la Enciclopedia. Ante un ensayo vivaz de Voltaire o ante una página entusiasta de Rousseau poca eficacia tenían los mastodontes literarios de aquella gente. La refutación resultaba, desde luego, perfecta: pero los hechos humanos y culturales singularísimos que se llamaban Rousseau y Voltaire no eran verdaderamente comprendidos y superados. Todo se reducía a un combate absurdo entre entes literarios de distintas razas ; entre un ejército de elefantes y otro de ardillas. Y no quiero decir, desde luego, que este tipo de apologética tradicional fuera despreciable, sino que no era, ni mucho menos, el único ni el decisivo.

Cuando lo que predomina en un autor no es la sugestión de su obra externa, fría y objetiva, sino el calor –sano o febril– de su persona, el método que ha de adoptar ante él su impugnador o comentarista debe de ser absolutamente sui generis. A la obra de un filósofo técnico –Kant o Heidegger– puede enfrentarse una réplica filosófica y técnica. A la obra de un hombre palpitante –Nietzsche o Unamuno– hay que enfrentar una réplica humana y palpitante: un intento de comprender integralmente y del modo más unitario posible, su personalidad desvariada y poderosa. El problema Unamuno es, ante todo, el problema de un alma ante Dios: la historia de un diálogo trágico. En cien páginas enjutas y sin acudir a citas textuales, un teólogo de raza, con mucha sabiduría en el corazón, nos podría descorrer el velo. ¿Habrá en España alguien capaz de escribir un libro sobre Unamuno semejante al reciente y espléndido de Gustave Thibon sobre Nietzsche?

R. F. C.

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Freud y otras cosas

Imaginaos qué distinto hubiera sido el sistema de Freud si en vez de considerar a las actividades superiores (arte, religión, ciencia) como sublimación de las inferiores (líbido), hubiera considerado a éstas como degeneración de aquéllas. Llevados al extremo, ambas consideraciones son falsas, pero hay por lo menos tanta porción de verdad en la segunda como en la primera.

Si queréis, abreviando etapas, enteraros de la autencidad y del valor de un intelectual católico, preguntadle por Nietzsche. La incomprensión cerril de la obra nietzscheana, el no ver en ella –a pesar de las blasfemias y de la ceguera frente a los valores cristianos– un formidable principio de iluminación sobre los actuales problemas del espíritu, es un síntoma seguro de mediocridad. Un reciente libro de Gustavo Thibon sobre Nietzsche tiene este lema elocuente y exacto: «II y a des loups déguisés en bergers, Nietzsche est un berger déguisé en loup.»

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Por fin podemos reconocer que sí, que Taine en mucha parte tenía razón. Hoy, mediado el siglo XX, el espíritu está lo bastante recuperado y seguro de sí mismo para afirmar el gran influjo que ejerce el medio ambiente sobre el hombre. En 1948 esta afirmación ya no le compromete como le comprometía en 1870.

D. M

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Música hispanoamericana

Los tres conciertos dados en Madrid por el «Trío Paraguayo» subrayan con una razón más las muchas razones que cimentan la categoría hispánica de nuestra hora. «La canción popular –ha escrito Federico Sopeña– es algo que une la palabra, la imagen y la música de una forma espontánea. Esa canción que hoy nos llega de América trae algo más que música, palabras e imágenes de Ultramar. Su espontáneo arribo tiene, en parte, la lógica del retomo al viejo solar y la gracia juvenil de la ofrenda. Vuelve a España lo que salió de España, con todo aquello que América le quiso dar. Así lo ha conocido y reconocido el auditorio madrileño del «Trío Paraguayo». Las viejas tonadas españolas vibran en su repertorio, como vibra –joven y antiquísimo– el lamento sentimental del indio. La «galopa» paraguaya, con su lejano aroma de chotis organillero; el «bailecitos boliviano o argentino, como un bolero insular; la «toná» chilena, con su dolor de copla andaluza...; el corrido, la samba, la cueca, la guaranía... Música hispanoamericana, en fin, con sones de malagueña o seguidilla, con ritmos criollos y cadencias de misterio indio.

E. C.

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«Instituto de humanidades»

Nuevamente Ortega, esta vez con Julián Marías, se dispone a cumplir en España una tarea educadora. Va ya para tres años que hizo vaga promesa de ello –aquel «tenemos mucho que hablar, jóvenes» de su conferencia en el Ateneo– y de un momento a otro esperábamos el filosófico readvenimiento. Prima facie, hay que acogerlo con entusiasmo. El programa y los designios del «Institulo de Humanidades» son óptimos y respiran ese incomparable «savoir faire» europeo y orteguiano que en España perdimos el día en que se dejó de publicar la «Revista de Occidente».

Todo este «savoir faire» –ioh graves varones suaristas y balmesianos!– no es tan sólo una virtud epidérmica, sino el estilo con que se manifiesta y expresa cierto rico sentido interior. El «Instituto de Humanidades» tiene, ante todo –al menos por lo que cabe colegir de su jugoso folleto presentador– la virtud de situarse ante el toro de una serie de problemas vivos y saltantes y de ensayar ante ellos suertes y modos actuales. No ha de irse, seguramente, por la vía de la retórica y el aparato ni por esa otra vía no menos peligrosa del tecnicismo frío y pegado a la letra. No ha de caer en ninguno de los torbellinos que hoy día atraen para hacerla zozobrar, la nave de las tareas especuladoras en España: el torbellino de la oratoria sin perfiles, sobrada de carnes, llena de tufos castizos, y el torbellino del tecnicismo ingenieril para quien la filosofía y las ciencias del hombre son tareas accesibles a cualquiera que les consagre diez horas diarias de estudio.

Esta es la estupenda faz positiva que el nuevo «Instituto de Humanidades» ofrece. Volviendo la moneda, nos encontramos con una faz negativa, de acuñación afortunadamente más borrosa. Quisiéramos hablar de ello con sinceridad.

Todo lo orteguiano tiene un riesgo y una caricatura inmediatas: el virtuosismo de la problematización. A fuerza de ensayar el apasionante deporte de levantar la caza ideológica –las rápidas y huidizas liebres de las teorías y de las interpretaciones de la realidad–, el orteguiano llega a veces a creer que las piedras se mueven y alzan las orejas, que las ramas de los árboles son cuernas de venados. El bosque se anima para él de una manera ficticia y se convierte en una pura huida, en un puro haz de problemas a los que perseguir y apresar. Tal actitud, naturalmente, tiene en el maestro un sentido y unas limitaciones precisas –algún día hemos de hablar de la mesura, como característica del modo mental de don José–, pero puede desorbitarse, y de hecho así ha ocurrido en muchos casos, al ser asimilado por los discípulos. En resumen: tememos que el nuevo Instituto, junto a los enormes bienes que nos va a deparar, engendre unas promociones de muchachos y muchachas algo sibilinos, beatamente «transidos de problematicidad» y siempre en trance de «hacerse cuestión» de las cosas. En el limite, estos discípulos llegarían a un estado absoluto de mudez: tan compleja sería para ellos la realidad y tan erizada de problemas, esguinces, dobles perfiles, supuestos y presupuestos, que no se arriesgarían a lanzar sobre ella el bautismo redentor del lenguaje, del verbo.

El ejercicio de la caza hace a los hombres animosos, optimistas –por eso es animoso Ortega, eterno cazador–, pero también puede volverlos, cuando no son excelsos y no saben contrapesar en su interior tareas y dedicaciones, febriles, de una febrilidad engañosa, e incapaces de ver los asideros y las últimas seguridades divinas, individuales, sociales. Y precisamente en estas últimas seguridades se enciende el entusiasmo como el fuego en la leña. El cazador que, en invierno, no se detenga a media jornada y no haga una hoguera con troncos sólidos –con aquella fracción del bosque no es oreja aguzada, huida, problema–, está expuesta a morir de frío. En Ortega la caza de ideas es menester lo suficientemente cálido y auténtico para que esto no ocurra. En los discípulos, sí puede ocurrir. Claro que su muerte, como la de la mujer del poema de Salinas, no la advertirá nadie: seguirán deshuesándolo e historificándolo todo. ¡Ojalá no ocurra nada de esto!

A.

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Un diálogo

Santander. Agosto. Universidad Internacional. Una temperatura agradable y un par de coloquios entre Eugenio d’Ors y unos cuantos sacerdotes y universitarios. Este es el planteamiento. La escena, adecuada: un claustro del siglo XVI; las once de la noche; una vela sobre un velador y sombras humanas en torno.

Eugenio d'Ors toma asiento. El público, los amigos..., ya se ha sentado. Aranguren, nuevo Ekermann, inicia el diálogo. Sobrevienen preguntas, respuestas, incisos, interpelaciones.

El diálogo se trueca discusión. Don Eugenio ha de adoptar a veces la defensiva. Los colocutores, el P. Sauras, el P. Javierre, exigen rigor conceptual. El inicial flirteo gana jugosidad.

La originalidad está en tela de juicio. D'Ors glosa su tesis. La glosa es glosada por otro glosador, que, a su vez, es nuevamente glosado. Que si la inteligencia, que si el mito. Y nuevas glosas.

¿Trascendencia? Parece ser que sí. De momento, lo pareció. De momento, la tuvo. La prensa local vivió polémicas. Artículos de los colocutores. Respuestas de d'Ors en interviús. Nuevo artículo del final dialogante: Adolfo Muñoz Alonso. Y glosas, glosas en Arriba, de Madrid. Mucho papel escrito.

¿Quién tenía razón? D'Ors negaba valor a la razón. La inteligencia... Pero Santo Tomás habló ya de la Inteligencia. «Pero así nuestra doctrina se enlaza con la tradicional.»

Y mucho calor en el diálogo. El gran tema de conversación aquellos días. Hubo hasta posturas. ¡Incluso se interesó el público! Y la sangre llegó al río.

C. Láscaris-Comneno.

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«Genotanasia»

El número de «Ecelesia» del día 8 de octubre traía una noticia estupenda: varias sociedades católicas –no españolas– han presentado ante cierta asamblea una enérgica moción contra la «genotanasia», esto es, contra la extirpación y destierro masivo de razas y pueblos.

La «genotanasia», como se comprenderá, es un gran crimen, y condenarlo resulta cosa de Perogrullo. Tanto valdría presentar mociones defendiendo que el sol calienta o que el agua es húmeda. Todo se resuelve en remover el suelo del sentido común para hacer de él estatuas, bultos diferenciados, objetos de excepción. Perogrullo ganó su fama porque se entretenía en dar formas de singularidad a las verdades archiconsabidas.

Pues bien, hoy Perogrullo no es como en Moliére un tipo de comedia, sino un demonio: un demonio del que están posesos muchos campeones actuales del espiritualismo. Se reúne una asamblea de intelectuales católicos, por ejemplo, y en vez de ve al toro de los problenzas candentes, quedan en una tierna atmósfera de evidencias (respeto a la persona humana, afirmación de la familia, derecho a la propiedad), cuya sola repetición es enojosa. Sin darse cuenta, acaso, mimetizan el lenguaje del Pastor. Pero el Pastor está obligado a hablar así y en él los principios eternos tienen siempre sabor de pan fresco. Entre los súbditos, por el contrario, el lenguaje pastoral es sólo una cortina de humo con la que ocultar las complicaciones reales.

En las asambleas y reuniones de católicos seglares suele haber una cierta caridad mal entendida. Existe en todos el deseo ardiente de llegar a conclusiones unánimes; pero como hay puntos –de orden temporal e histórico– en que esto es sobremanera difícil, se limitan a declaraciones inoperantes y amplias. Así queda salvado el consabido abrazo fraternal en la hora de la despedida. Salvado a costa de arrumbar bajo la mesa las diferencias de más necesaria corrección y los mejores proyectos.

Perogrullo, hasta ahora habitante del limbo, ha pasado al infierno. Cuando se mete en el cuerpo de alguien, el resultado no es cómico, sino trágico.

C.


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