Alférez
Madrid, octubre de 1948
Año II, número 21
[páginas 2-3]

Clichés de cine

La enfermedad del cine

Desde las pantallas de proyección hemos sido invadidos por una temática pobre, limitadísima, nociva, reproducida hasta la saciedad. Seguramente hemos agotado ya la temática del cinematógrafo, hasta dentro de diez o veinte años. El espectador inteligente o lo ha abandonado o lo frecuenta, hasta cierto punto, por una especie de fría e inerte resignación. En cambio, el cine ha logrado monopolizar de una manera alarmante, no ya el interés, sino la avidez de una masa considerable.

Estamos ante un fenómeno frente al que las minorías conscientes no pueden encogerse de hombros. Quizá su mayor peligrosidad radique en la venalidad con que abre al espectador vedados estímulos de la emoción. Las pasiones del hombre son en su parte más noble «creadoras de belleza esencial». Están vinculadas, en este sentido, a una legítima emoción. Pero la oscura raíz pasional pertenece a una clausurada e inconfesable intimidad. Desnudar esto ante un público indiferenciado, heterogéneo, es destruir el íntimo pudor del individuo, desvincular la emoción de la noble pasión humana, desvirtuarla, atarla a este nuevo elemento que el cine ofrece a la masa: «lo morboso», una infracategoría. Lo primordial en la vieja tragedia ya no importa, sino lo inconsciente, lo que comienza en nuestra cintura, la parte equina del centauro. Cualquiera de las cintas llamadas «psicológicas», que se nos han ofrecido con tanta abundancia durante los últimos años, es en principio de una inmoralidad evidente.

Por otra parte, no cabe resignarse a la invasión de una mitología advenediza, inauténtica, expresiva en todo caso de ajenas actitudes ante la vida. Todavía estamos sobre Europa, y somos estirpe de los mitos seculares. Todavía –hispánicos– encarnamos limpias actitudes morales. No se puede ignorar hasta qué punto, en el ciudadano medio, en el honrado oficinista u en la muchacha bonita, el cine ha suplantado sueños legítimos por ilegitimes espejismos. Y luego, esa cotidiana invitación a lo frenético: las cintas de espionaje, las repetidas cintas de «gansters» o la vertiginosa y absurda comedia americana, que tiene, desgraciadamente, a su favor el prejuicio de su perfección técnica. Esta supervaloración de la acción de un ritmo irreal, rapidísimo, ha deformado peligrosamente el gusto del público. Se cotiza la hora y media de proyección inconsciente. El espíritu se ha liberado de la pequeña preocupación casera, de la seriedad del vivir cotidiano, y flota deliciosamente lejos, desprovisto de todo elemento de gravidez. El espectador paga esto en taquilla con su dinero y protesta indignado contra los fraudes. De ahí la grave acusación del público contra algunas películas: soporíferas, lentísimas. Se hace necesario restaurar el sentido de la acción real. Nuestro espectador sería mal lector de la novela de Joyce, por ejemplo; no soportaría un monólogo de Shakespeare, y a pesar de su agilidad, se encogería de hombros ante el diálogo de Shaw como hemos, visto estos días.

De este modo el cine no es más que un espectáculo –en el pleno sentido etimológico de la palabra– lejos aún de poder ser considerado como arte. Claro está, que es posible, a pesar de todos los adelantos técnicos, que no hayamos salido todavía de la prehistoria del cinematógrafo: una torpe y desorientada prehistoria.

José Ángel Valente.

*

Europa contra Hollywood

La época cinematográfica de hoy nos trae como, hecho evidente la actual decadencia artística del cine norteamericano frente a un estadio de resurgimiento fulgurante del europeo.

La producción de Hollywood, complaciente al bajo gasto del público y al ánimo de un máximo rendimiento comercial, deja que sus films pierdan interés y mérito artístico para caer en una insípida vulgaridad sólo encubierta por el aplomo y el brillo de una técnica bien elaborada. Entretanto, el cine europeo renace en la postguerra con un ímpetu digno de espacial consideración.

En pocos años, Francia, Inglaterra e Italia han logrado obras de positivo valor artístico, ricas en contenido, humanas, vibrantes, con estilo y tendencia renovadores, desde la crudeza panfletaria de Roma, ciudad abierta (italiana) al puro simbolismo de Trovadores malditos (francesa); desde la admirable especulación psicológica de Sinfonía pastoral a la rudeza casi brutal de Jericó (también francesas) o a la simplicidad profundamente humana de Breve encuentro (inglesa) y de Cuatro pasos por las nubes (italiana).

Tal vez porque el cine europeo es más bien obra personal y el americano más espíritu de equipo, aquí, en Europa, el director tiene mucha libertad y pocos colaboradores, considerándose con responsabilidad para la verdadera creación, perfilándose una personalidad que el realizador de Hollywood nunca logra revelar, preso en el engranaje de una industria del que apenas consiguen liberarse los Welles, Ford o Capra.

Así que la industria-arte norteamericana acaparó todos los mercados mundiales del film, se la ve agostarse y decaer en su producción artística, de cuya trivialidad únicamente se salvan honrosas excepciones. Esta baja forma del cine yanqui se ha confirmado en las últimas competiciones internacionales de Bruselas, Cannes y Venecia, en lasque triunfaron películas francesas, italianas, inglesas, rusas y mejicanas.

El gran público, es verdad, no se ha apercibido aún de esto. El espectador medio se muestra poco comprensivo, indiferente u hostil, con el moderno cine europeo y reacciona por igual frente a algunas películas norteamericanas «fuera de serie, Y es que las nuevas obras –las buenas; que las hay malas también– requieren del espectador tensión espiritual y un mínimo de esfuerzo pensante; exigen colaboración de la inteligencia de un público del que se espera sensibilidad, fácil captación del lenguaje óptico y atención e interés por cosas serias. Y cosas serias son, par ejemplo, El Idiota, Enrique V y El espectro del pasado.

Si no hay en el espectador este interés y esta atención, todo es inútil. El cine europeo poco tendrá que decir a un mundo en que hacen pIeno furor las películas de Rita Hayworth.

Enrique Casamayor.

*

El Público

Y el público, ¿a qué va al cine! Nuestros abuelos sentían curiosidad por el nuevo espectáculo, de igual modo que hoy la gente curiosea en torno a la televisión. Así que el hombre de la tercera década del siglo XX se acostumbró a la pantalla, hubo gran parte de público que pagó por su entrada el derecho a un «pasar el rato», a un «matar el tiempo» que le quedaba libre de ocios u obligaciones a la hora de la tarde. O bien –ya en la urbe– a llenar el hueco de un forzoso compás de espera. Así nació el cine de horas, los Actualidades, con sus matemáticos sesenta minutos de duración, con sus amables y cómodas maneras de «instruir deleitando, a plazo fijo.

Pero desde los tiempos de «La quimera del oro» y las «Sinfonías tontas», a «Un destino de mujer» –el disparate en serio mejor acabado del cine yanqui 1948–, ha pasado un buen cuarto de siglo, y el público cinematográfico se ve cucamente complacido –quizá par «necio» y por «pagano»– con un cine irreal sin idealismo, falso sin fantasía, morboso sin genio y disparatado sin ensoñación. El espectáculo vale por un engaño, por una especie de sortilegio o encanto cuya levitación o desfondamiento no tendría mucho de pernicioso si su esfera de acción se limitara a la coyuntura del espectáculo mimo. Pero no; el morbo se incuba durante la proyección, y ataca después, fuera, en la calle, en la conversación, en la soledad de la alcoba y de los sueños, en la vida del que ya es un enfermo, un tarado del mal-cine,

El cine no es hoy un pasatiempo; es una evasión; el estupefaciente sin locura del pensamiento. La gente dice: «Yo voy al cine a divertirme,» y vaya si se divierte... El público se divierte, se vierte saliéndose de sus casillas, enajenándose, aterándose, haciéndose otro, ajeno al que es. Así el cine norteamericano hace de su público un «alter ego» manejable y olvidado de sí, capaz de vivir comedias y comedias de un falso optimismo, frívolo y degradante (véase «Los mejores años de nuestra vida», la mejor película 1947), o dramones seudopsiquiátricos que hacen dudar de su ciencia a los más concienzudos alienistas de por aca y Dios sabe si de por allá...

Y para multiplicar la virulencia del morbo, se inventa el cine de «sesión continua», apto para la holganza irresponsable. Cuatro horas de patogénico contagio de irrealidad. ¿Quién necesitará «matar» esas cuatro horas de su existencia? ¿Y por qué no matarlas todas de una vez?

Mientras la masa-cine, en pleno paraíso artificial, sigue drogándose en el espectáculo, el consciente espectador del séptimo arte se sienta en su butaca no para divertirse, esparcirse o tan siquiera para pasar el rato; va...

En el «Cine Monumental» de Madrid, se celebraba, en sesión dominical y matutina, un concurso de cante jondo químicamenle puro. Acudían a él, como público, muchas destacadas personalidades del mundo cultural madrileño. En el descanso, un andaluz, gran entusiasta del cante, conversaba con un conocido literato. Y como aquél requiriera de éste su opinión acerca del folklore andaluz, el literato, no muy iniciado en flamenquerías, dijo:

—A mí, la verdad, esto no acaba de divertirme.
—Divertirme?– bramó el flamenco hecho una furia– Y quién habla aquí de divertirse?...
—¿...?
—¡Aquí se viene a sufrir!

Y a sufrir va uno al cine de hoy, casi tan deliberadamente como el andaluz de la anécdota.

M. H.


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