Alférez
Madrid, septiembre de 1948
Año II, número 20
[páginas 5-6]

«Puzzle» inglés

La decadencia del sombrero «Eden». Lo primero que a uno le salta a los ojos al poner pie en Inglaterra es el laborismo. Visto desde fuera, podrá parecer astronómicamente distante del de nuestros «chiviris» de 1936. No por ser socialismo, deja de ser inglés, decimos. Desde dentro, se aprecia, sin embargo, que no por ser inglés, deja de ser socialismo. Incluso que, en buen número de casos, en nada le estorba, para ser socialista, el ser inglés, por la sencilla razón de que no lo es. Puede representar una prueba el que en la «city» la gorra proletaria desentone tan notoriamente entre los sombreros hongos, las chisteras y los sombreros «Eden», y el que más bien produzca la impresión del casco invasor en una ciudad vencida. Lo triste es que, con el sombrero «Eden» y sus compañeros, lo mismo que con el Times y los paraguas bien enrollados, se vayan tantas cosas, que una de ellas sea Inglaterra, y que para reemplazarlas no haya sino gorras de visera, periódicos sensacionalistas, malas gabardinas y laborismo.

Podrá decirse que, para ello, el laborismo ha colaborado brillantemente con las bombas alemanas. Es evidente, sin embargo, que el laborismo se ha visto y se ve sostenido por una notable parte de la población, pobre, cansada y perezosa, a la que se le da muy poco del Imperio y de las glorias de Trafalgar Square, con tal de disfrutar de «weekends» dilatados, poco trabajo y demás beneficios que, al parecer, esperan de la nacionalización de las minas de carbón quienes han de resignarse a continuar haciendo «colas» en las calles de la metrópoli, porque no han podido emigrar a los Dominios. Eso, claro, es epidemia continental, pero Inglaterra, que nunca la ha padecido, ¿resistirá la infección? Es probable que allí, antes que en otras naciones, el Estado socialista –inmenso sanatorio, gran nodriza, gallina colosal bajo cuyo pico buscan su maíz los pollitos súbditos–, procurando matar el microbio de la inseguridad social, acabe aniquilando la vitamina de la iniciativa individual.

El pecado de Cluny Brown. Pues sí, era un pecado, y mortal, el de querer salirse de Inglaterra del cascarón de la propia clase social. Que a nosotros, los españoles, que todos nos llamamos de tú, pueda parecernos pecado llamar a eso pecado, no debe cerrarnos los ojos para las excelencias –salvo el exceso: servilismo lacayuno, ausencia de caridad– de una sociedad tan perfectamente trabada. Quizá porque, nada maximalista, se conforme con sólo lo preciso para la ordenada convivencia externa, pero, en todo caso, «puzzle» acabado. Cada pieza en su sitio, y todas enlazadas. Una sociedad, en suma, que es cosa que a nosotros siempre nos faltó, y con la cual un pueblo puede vestirse a la medida, sin tener que ir a que el sastre-Estado se le ocurra embutirle, a lo peor, dentro de un traje cortado para otro.

Eso –de que disfruta Inglaterra por la parte de Edad Media que conserva; no por estar más adelantada que cualquier otra nación, sino al revés: por ir más retrasada– le estorba al socialismo, comisionista de trajes hechos. Por eso, ha proclamado que el pecado de Cluny Brown ya no es pecado, y a la Inglaterra de los oscuros interiores de roble enfrenta la suya, de las oficinas chapuceras en serie. Mujeres con pantalones, igualdad de sexos, muchos empleados, mucha burocracia, nada de hogar, e Inglaterra, aspirante a copia pobre de los Estados Unidos. Aunque del inglés sin club, sin equipo, sin clase, no quede sino un ser tímido y torpe, lleno de prevenciones y de reservas, que tartamudea al presentarse en público y se azora cuando alguien le interpela con acento extranjero.

Señores venidos a menos. En todo caso, la americanización no se produce sin patéticas resistencias. Al inglés le falta el secreto alemán de la eficiencia, que los americanos (unos parientes ricos que tan poco se parecen a sus parientes pobres) sí han recogido. Creo, además, que le falta el gusto de ese secreto. Quizá porque medio mundo ha trabajado tantos años para la metrópoli. En todo caso, ésta, recluida en la clausura de su reserva, ceremoniosa y solemne, en vez de servirse por sí misma el té, con desenfado americano, sigue sentándose a que se lo sirvan, a la misma hora que lo hacía en tiempos de Eduardo VII, aunque al té de ahora le falten muchas de las cosas que hicieron de él la única institución razonable en un pueblo que en veinte siglos de historia no ha aprendido lo que es tener una cocina.

En Francia o en Italia, las instituciones se han venido abajo: en España, nunca las hemos tenido, y las hemos suplido, siempre, con derroches de ímpetu personal; en Inglaterra se disuelven dentro del mayor orden. Es posible que un día los ingleses se despierten comunistas; pero no será porque se les haya calentado la sangre, sino al revés: por congelación.

El escaparate de Locks. Puede que ello ocurra porque los ingleses, más que tradicionales, sean rutinarios y lentos. Alguno dirá –me parece que sin razón– que porque toman la tradición como negocio, y alegará cómo Shakespeare da aún de vivir a Stradford entero, y los viejos sombreros, polvorientos y rotos, del escaparate de Locks, en St. James’s Street, resultan los mejores vendedores de los sombreros nuevos del interior. Desde luego, quienes se conforman con vestir a un posible laborista el viejo uniforme de guarda de la Torre, ¿sabrían rescatar violentamente una tradición de verdad perdida, aunque de ella quede el espantapájaros de una forma vacía? Pero concedámosles, por lo menos, que ese amor por las formas les permite mantener en buen uso trenes y automóviles casi victorianos, y colmar Londres de tiendas de antigüedades: lo cual ofrece positivas ventajas. Una, ahorrarse revoluciones. Todo es cuestión de inocular en las viejas instituciones el aperitivo de unas reformas que quiten el apetito para platos de más peso. Así es su comida: poco, muchas veces. Ni se pasa hambre ni hay peligro de indigestión. Régimen singularmente posible en un pueblo donde todo queda en pie hasta que se cae de viejo. En Francia, lo antiguo es sólo la lava fría de las antiguas erupciones. Napoleón III, para hacer París, echó abajo medio París. A los ingleses, han tenido que derribarles parte de Londres las bombas alemanas, para que ellos piensen en dar perspectiva a la catedral de San Pablo.

Victoria Regina. Habrá que darle la razón a Lawrence Housman. Su reina Victoria es, poco más o menos, la que nos presenta su país. Todo él está lleno de reinas Victorias, estropeando con sus prosaicas figuras la gracia de los rostros sonrosados y los tules vaporosos que fijaron Reynolds, Gainsborough o Lawrence. Alguno, a veces, de esos rostros hechiceros, se escapa de su cuadro y se asoma a Regent Street. Tiene que volverse en seguida, espantado del Londres victoriano que ve.

Ya es buena jugarreta que al dios del amor le hayan colocado en medio de ese remolino de paraguas, gabardinas, autobuses, anuncios y sufragistas, que es Piccadilly Circus. Londres, en su conjunto, es feo, aplastado, desparramado y tan confuso como sólo puede serlo la obra de una mente inglesa. Aun dejando de lado el hollín, la humedad, la lluvia y la niebla, sigue siendo una ciudad sólida y respetable, sí, pero fea. Como Barcelona o como Bilbao –a ésta se asemeja en que también parece recién salida de un incendio–, se ve que lo ha edificado una burguesía rica, seria y sin gusto. A las casas barcelonesas del «nuevo estilo» puede responder cualquiera de los monumentos victorianos: vaya el dedicado al príncipe Alberto, como arquetipo consagrado de la archifealdad. ¡Y nada digamos de ese taller de marmolista, de clase media, que es –con todos los respetos– la abadía de Westminster! Uno busca en vano las perspectivas y, sobre todo, el encanto inaprensible de París (aunque tampoco encuentre, venturosamente, la sensualidad deliberada de París). St. James's mismo no es, como Byron o Wilde, sino el barrio elegante que le ha salido, para su escándalo, a una ciudad respetable y acomodada. En la sociedad franco-inglesa del XIX, París, no cabe duda, fue el socio industrial; Londres –esa Venecia tiznada del Norte– sólo fue el socio capitalista. ¡Lástima que París no pudiera regalarle la Torre Eiffel!

Ciudades demasiado grandes. Londres es hermoso cuando no se le ve; bajo la niebla, porque entonces la fantasía puede poblarle con algo más que con caras y cosas victorianas, y durante la noche, porque entonces infunde la sensación de grandeza que París no da. Londres, sin fin, abruma y asusta. Su latido no es el femenino, ligero e irresponsable de París, sino un latido poderoso y regular. No es ciudad para nuestras medidas. La sentimos como algo implacable, inmenso y hostil, de lo que hay que huir. Somos, en ella, piezas. Por algo el socialismo quiere reducirlo todo a ciudad. No, no puede ser bueno que haya ciudades tan grandes.

Cuando no es cómodo ser inglés. Londres feo, Londres enorme, es también Londres único. París es una sonrisa, pero puede parecerse a Bruselas, como Bruselas a Madrid. Londres no se parece a nada. Y lo que vale más: tiene espíritu. Supongo que será cosa de los años. Cuando uno relee las impresiones de un Emerson, de un Taine, de nuestro Balmes, ante Londres, sorprende su temor. A Taine, París le recuerda a Atenas; Londres, Roma. También por la desigualdad social enorme (esa miseria inglesa archimiserable, porque es sin alegría). Su Londres se parece a nuestra Nueva York, si no fuera porque, al revés que los norteamericanos, que aunque fuesen aristócratas se presentarían como negociantes, los negociantes ingleses procuraron siempre presentarse como aristócratas. Pero ya el ser inglés no es una cosa cómoda. Nuestro Londres está viejo, cansado, y –de día, al menos, en que le vemos la cara– no es temible. Casi, casi, se ha vuelto sociable. Y ha ganado un alma. Es como el Imperio. No fue sino una operación mercantil en grande. Como tal, lo están liquidando Mr. Atlee y sus amigos. Pero su hueco se nota en el mundo.

El campo domesticado. Como la casa del inglés es el campo, el campo es lo bonito de Inglaterra. Un campo confortable para vivir en él, no para luchar contra él, a la española. Tiene el encanto holandés de los matices y de los horizontes húmedos y temblorosos, y –porque los ingleses han acertado a centrar en el campo su país, lo cual equivale a no darle centro– encierra el secreto de sus libertades mejor que la libertad de hablar de Marble Arch y la libertad de obrar de Hyde Park (aunque, por otra parte, el inglés pueda permitirse la primera sin demasiado peligro inmediato. Otros la llevarán por él a sus últimas consecuencias. Él, no. No suele quemarse los dedos al disparar los cohetes). También es el campo clave de tres cosas: La lírica inglesa, la ternura hacia las cosas, los cuentos para niños. Cierta clase de ingleses suele hacer lo importante como si no lo fuera y lo que no lo es como si lo fuera, lo cual es de bastante buen gusto siempre que se sepa que lo importante, a pesar de todo, es realmente importante. Tiene esa clase el pudor de la exageración y un saludable temor al espectáculo. Gusta por eso de envolverse en una fría niebla que sólo por algún resquicio deja adivinar los esplendores del traje que oculta.

Los norteamericanos, que, aunque son unos sentimentales, no tienen hecha la mirada para lo antiguo, pasan, sin ver, ante las viejas posadas, que todas se llaman «Las Armas del Rey», y por delante de los parques con lagos y pavos reales. Uno, en cambio, se para ahí para llenar sus pedidos a Inglaterra... Necesitamos tanto de campo, tanto de amor a lo inmediato... Tanto de minorías de verdad, corno ésas que en Oxford –una Salamanca que no se malogró– nos contemplan.

El rescate de Mr. Pickwick. A Mr. Pickwick es muy fácil encontrarle en Inglaterra. Más aún a Sam Weller. Tan fácil es, como difícil encontrárselos fuera de Inglaterra. Uno se atreve a pensar, por eso, en un golpe de Estado de los victorianos, gracias al cual sólo ellos viajan y sólo ellos cuentan cuando se trata de modelar el arquetipo inglés. Pero lo que por ahí circula como tal es sólo el arquetipo de una clase de ingleses de una época determinada. Yo sé, en otras, de una «merry England», festiva e impetuosa, brutal a veces («la grupa bestial y fangosa» a que aludía Taine), y no muy inteligente, pero sincera y nada retórica, sensata, leal, enérgica y tenaz, expansiva, amiga del beber, de la vida y de reírse de sí misma. Sé de ella en Harry, el vencedor de Azincourt, en Chaucer y en Shakespeare, que todo él rebosa medievalismo y catolicismo. Pero uno ha encontrado a esa Inglaterra también en algo más que en pergaminos; en Pickwick y en Sam, y en los millares de Pickwicks y de Wellers que hoy los continúan. Rescatarlos del victorianismo, puritano, remilgado y gazmoño, insincero y frío, del inglés de exportación, sería acabar con una «leyenda negra» que también tienen los ingleses.

Los católicos ingleses. A favor de los católicos ingleses está la fuerza que da el ser minoría; en su contra, la debilidad que puede también producir el sentirse minoría. De muchos católicos europeos, parece lo que de muchos europeos: que el saberse pocos los debilita en vez de fortalecerlos. Tanto, que uno lo echaría todo a rodar si no pensara que debe de haber otra especie de europeos, momentáneamente oculta, con más sangre que ésta de los que entran siempre pidiendo perdón.

Estos católicos tienen que enseñar a ver a los ingleses. El éxito de los ingleses, hasta hoy, consistió en que sabían ver de cerca en un mundo pequeño. Su éxito hoy consistirá en que aprendan a ver a lo lejos. Inglaterra ahora, en que ha dejado de ser protestante y no es ninguna otra cosa, constituye un perfecto limbo religioso. Debe optar por ser cielo, ya que infierno no es fácil que pueda serlo. Inglaterra ha puesto su orgullo, hasta ese momento, en ser, en sí misma, un mundo. Únicamente se salvará si se pone a pensar desde ahora mismo en el otro mundo.

José Mª. García Escudero


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