Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
[página 10]

Max Planck, y la recóndita naturaleza

«La naturaleza gusta de ocultarse», dice el viejo lema heraclitano. La discontinuidad y cuantificación de la energía que el recién difunto Max Planck dejó descubierta, como inevitable norma de todo fenómeno físico, puede aparecer, aislada y ante una primera ojeada ingenua –sobre todo si nos arrimamos a juzgarla reencarnación victoriosa de la teoría corpuscular de la luz–, como una nueva facilidad que se brinda a la posesión de la naturaleza por el conocimiento. Desgranada la realidad material, vendría a ser como un rosario entre los dedos; se habría hecho palpable, controlada, numerable, ápice éste del deseo científico a partir de Galileo.

No obstante, si la situamos en su lugar y en su autenticidad, entrando valientemente al bloque de las ideas físicas actuales, vemos que ocurre justamente al revés. Más que una ventana, es un yugo de horcas caudinas lo que esta innovación abre a la mirada mental. Como un centinela entre almenas, o con un poco más de aproximación, como una noria en la oscuridad del agua viva, va recogiendo la observación humana trozos y trozos, que, por serlo, ya no son la nuda realidad. (Perdónennos los científicos tal ligereza irresponsable de metáforas, pero aquí no intentamos hacer vulgarización científica –la vulgarización es un mito–, sino tan sólo contagiar un poco el ánimo del que leyere con el pío terror y religiosa sensación de ignorancia del que se adentra por la física de hoy.) Con la venia del lector, conviene subrayar, «a fortiori», que los «quanta» lo son precisamente de energía; es decir, no de masa, creciendo los cuerpos a saltos como las pesas de una balanza, ni de espacio o velocidad, moviéndose como en un casillero de ajedrez, con velocidades variables a saltos, sino de algo que resulta en función de ambos. Y no es que el absurdo de estos ejemplos sea tan flagrante como parece, sino que ocurre algo más grave: al llegar al umbral inferior de la observación nos tropezamos –en el sentido más literal y traumático de la palabra– con el principio de indeterminación, que enunció Heisenberg, como es sabido, diciendo que no se puede observar simultáneamente la posición y el impulso de una partícula elemental –o la masa y la velocidad–.

...En una palabra, que la irremediable ignorancia humana, la «docta ignorantia», se hace más patente según se entra más por la ciencia. «Por dicha, aquí el misterio nos asiste», dice un verso de Unamuno. Y el que siga obstinado en su ilusión de poseer mentalmente los entresijos de la realidad material, y ver «por dentro» este gigantesco juguete del universo, se encontrará que ya no tiene nadie a quién preguntárselo. Porque los físicos hace mucho tiempo que, más o menos explícitamente, se han lavado las manos. Como dice Zubiri, la nueva física no versa sobre las cosas y sus esencias, sino sólo sobre sus coincidencias y regularidades. Así, pues, a los no físicos, a los que tengan curiosidad por hurgar las tripas de este gran fardo del mundo que nos hallamos entre las manos sin haberlo parido, a esos que les parta un rayo. «Observables», fenómenos, o sea, narraciones –no hay el menor peyorativo–, es lo que el científico, honrada y humildemente, nos dará. Entonces, ¿habrá que leer el Génesis otra vez?

...El sabio de hoy empieza a ser un hombre lleno de humildad, acostumbrado a palpar la frontera entre su gran sabiduría y su inmensa ignorancia, es decir, el sabio de hoy empieza a ser más sabio que el de nunca. No puede sorprender que –como ha recordado en estos días el maestro don Julio Palacios–, Pío XII llamase a Planck «el Néstor de la física». Aunque no falten aún rezagados, acostumbrados al modelo decimonónico de sabio, quizá por aquello de que, «hay siglos que bien pudieran durar siglo, y medio».

G.


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