Alférez
Madrid, 30 de junio de 1947
Año I, número 5
[páginas 2-3]

Educación y casticismo

Si para algo ha de servirnos el sacudón de nuestra Cruzada, es para mirar con mirada desnuda y limpia nuestro pasado histórico inmediato. Un español católico, por ejemplo no podía hace diez años elogiar –en lo que tienen de elogiable– a Giner y a la Institución Libre de Enseñanza sin que de reojo le adivinaran un mandil masónico, e incluso sin que internamente vacilara su propia convicción. Y es que durante las épocas defensivas lo sustancial toma actitudes y gestos accidentales, y la guarda de los eternos principios queda confiada a las trincheras más humildes. En una sazón bélica –y nuestro catolicismo y nuestro españolismo castizo vivieron en sazón bélica durante los últimos ciento cincuenta años– el soldado se tiene que abstener escrupulosamente de admirar aun lo más vago y anecdótico de su enemigo, so pena de que por este poro de la admiración se le escape todo su coraje.

Pero hoy día la juventud ha dejado de ser apologista y ha pasado a ser teóloga. Quiero decir que nuestra actitud espontánea ante los grandes problemas espirituales y nacionales no es precisamente la del gallo de pelea, sino la del perro casero y fidelísimo. Poca o mucha, decible o indecible con palabras y programas, la juventud guarda hoy un repuesto de fidelidad silenciosa, de fidelidad pudorosa a la que molestan los gritos, pero que siente en lo hondo la gravedad del propio corazón. Aquellas actitudes celtibéricas y broncas de la anteguerra –entonces maravillosamente necesarias y eficaces– tienen en la Universidad actual una perduración espectral y mimética, hija de esa excesivamente larga rectoría que los excombatientes han venido ejerciendo en la vida de sus hermanos menores. Si logramos apartar la espuma falsa y encrespada, veremos que por debajo el mar está liso, con la lisura honda que en el ambiente social deja siempre un riego de sangre de mártires.

Hoy, por tanto, podemos abrir los caños de nuestra admiración sobre muchas cosas que hace dos lustros hubiera sido pecado nombrar. Y no es que el tiempo ablande el ánimo y lo haga transigente, sino al contrario, que lo inmuniza y cura de espantos. Si se pudiera disecar una actitud agresiva, como se diseca un conejo, veríamos que en el fondo no es más que una argucia inconsciente de la propia debilidad para sustraerse a lo que sabe la puede vencer, para llenar con el pecado de la ira el vacío que deja en el alma la evaporación de la virtud de la fe. Debemos desconfiar inicialmente del agresivo, aunque esta agresión la haga con el arma sin filos de su buena intención y de su pureza. Las virtudes, como los cisnes, cantan para morir.

Naturalmente –no vayamos a tomar el rábano por las hojas– hay épocas en que la actitud agresiva –o mejor, la actitud combatiente y violenta– la manda Dios, y sería pecado no adoptarla. Cuando la fe se gasta del todo, cuando el alma social está en oquedad dramática, la agresión resulta indicio de que las virtudes todavía tienen alguna vigencia. Esto es, por ejemplo, lo que no ve en el caso concreto de León Bloy el maestro Eugenio d’Ors.

Hoy, en resumen, un joven español puede –y si no puede es que no vive la intimidad colectiva de su generación– permitirse ese lujo de hombres fieles que consiste en admirar al contrario, por lo que no se identifica, sin embargo, con el liberal agnóstico que hasta hace diez o quince años monopolizaba tal tipo de admiración. Ahora bien, sucede que algunos de los prohombres que hoy rigen nuestra política cultural no se dan cuenta de nada de esto, y ponen todo su empeño –o por lo menos lo han puesto hasta ahora– en afincar su derechismo casticista y menéndez-pelayesco –salva sea toda ofensa al gran don Marcelino–, sin querer ver que si alguna obra sustancial se hizo en la educación –no en la investigación– española durante los últimos años, la hicieron los hombres de la generación laica y disidente. Pero aquí conviene sentar precisiones.

II

Para abreviar, traigamos a mención dos libros, o mejor, dos títulos de libros: Los apologistas españoles, de don Rafael García de Castro, y Les educateurs de l’Espagne contemporaine, de Pierre Jobit. Resulta que bajo el primer título caben todos los escritores españoles consciente y profesionalmente católicos desde hace un siglo, y que el segundo comprende exclusivamente la generación de los krausistas discípulos de Sanz del Río y maestros de la Institución Libre de Enseñanza.

Al punto, nos damos cuenta de que este hecho es muy grave. Mientras el catolicismo –que en nuestro caso va generalmente acompañado de un patriotismo castizo y tradicional– alinea todos sus nombres relevantes en el campo de la defensa y de la polémica, el laicismo disidente los alinea en el campo de la educación. Unos son, exactamente, sofistas –esto es, eruditos y oradores– y otros socráticos. Unos trabajan con ideas y sentimientos y otros con almas. Lo que, en último grado, prueba que éstos vivían su fe de una manera viva y optimista, y aquéllos la tenían hecha un montón de pequeños –o grandes– prestigios que era necesario a toda costa defender. Porque el maestro no enseña con fervor pedagógico más que lo que en él mismo está latente, lo que le agita el alma como agua viva, y si lo tiene yuxtapuesto a sí y hecho elemento extraño no sabrá darlo sino rebozado en apologías y argumentos que nunca pasarán de la vigilia mental al sueño profundo de los instintos y hábitos cotidianos.

Si se plantean las cosas de modo general, se verá que nuestro problema es especie dentro de otro importantísimo: la incapacidad absoluta de toda posición vital tradicionalista –no uso ahora la palabra en sentido político– para moldear desde la raíz hombres en su estilo. Todo gran educador –en tal categoría debe incluirse muy principalmente a los santos que en su época tuvieron proyección social: San Benito o San Ignacio– fue inconsciente o consciente hijo de su tiempo, y consumó su obra en una íntima colaboración con éste. Ocurre que a contrapelo de la historia, último jugo alimentador de todo hombre que viene al mundo, no hay forma de cultura posible. El tradicionalista que vive entre muertos podrá, cuando más, proponer a sus discípulos un museo de ejemplos ilustres, pero no, operar en lo íntimo de sus almas. Y hay muchas maneras –declaradas o subrepticias– de vivir entre muertos, desde las invocaciones gruesas a Nebrija hasta el morboso paladeo de esa letanía de semisabios que Menéndez Pelayo, con inconsciente positivismo, ordenó en su Ciencia española.

Este empeño en llevar la casa histórica a cuestas, como el caracol, en vez de llevarla en las venas hecha sustancia vital, da al casticista –a los antiguos y a sus hijos todavía vivos y operantes– un perfil de absoluta inelegancia y una torpeza de movimientos muy grande. Para insinuarse en un alma, sobre todo, para cumplir esa entrada admirable en la provincia del espíritu que es la función pedagógica, el casticista debe abandonar todos sus bártulos. En España, concretamente, ocurre esto: que a lo que es meollo nacional –al catolicismo– le falta virtualidad pedagógica. Dentro de la misma generación han estado a una banda Menéndez Pelayo y Vázquez de Mella, con su elocuencia y su sabiduría, y a la otra Giner y Cossío, con su vocación educadora. Es deplorable que la fracción católica de nuestra patria –es decir, una de las mitades en que se quebró la historia nacional a partir de 1812– no haya contado más que con un gran pedagogo, y éste circunscrito al campo, a fin de cuentas fácil, de la primera enseñanza: don Andrés Manjón. No ha habido, desde luego, centros de enseñanza media y superior donde la patria –en su realidad actual y en su proyección temporal– y la idea católica de la vida fueran pan del día y no pan duro y mojado en retórica y en casticismo. En una palabra, no ha habido algo que todavía estamos necesitando urgentemente: una revolución pedagógica de signo católico. Porque –luego volveremos sobre esto– no basta para cumplir una revolución esa mezcla de utópicas disposiciones legales y de fofas buenas intenciones que ha venido rigiendo en mucha parte nuestra Política cultural durante los últimos años. Y conste que no dejo de reconocer en otros aspectos sus realizaciones soberbias.

III

Para los que se alimentan de inexactitudes y de hojas de rábano habrá que decir que Menéndez Pelayo es una piedra capital en la cultura española, y que Giner y la generación laica en que está incluso tenían un espiritualismo castrado, Santón e inaceptable. Descargada la conciencia y tendido el telón de fondo de los juicios últimos, vamos a ver de cerca, con la brevedad que un artículo impone, la peripecia de la política cultural española en lo que va de siglo, y la vamos a ver a través del caleidoscopio aséptico y neutralísimo de cualquier colección legislativa.

En 1907 aparece un Real Decreto por el que se crea la Junta de Ampliación de Estudios. Leyendo el preámbulo y el articulado vemos que la Junta tenía, ante todo, un fin de alta pedagogía nacional, y en segundo lugar una misión fomentadora de la investigación científica y técnica. Bien o mal esta Junta cumplió su función, y con más o menos ribetes pedantescos y minoritarios abrió ruta en la gran obra de educar al hombre celtibérico –sobre el que no veía flotando como pajarracos los Laudes Hispaniae de San Isidoro y demás pseudopatrióticas delicuescencias. Una limitación esencial tuvo, y fue su falta de cristiandad. Pero en nuestra época de imágenes feas y de admirables poetas paganos todos los valores andan divorciados, y bien se puede cumplir una magna obra natural sin tener conciencia de la parte que en ella puede caber a la gracia.

Esta Junta es sustituida en 1938 por el lnstituto de España, corporación integrada por todos los miembros de las Reales Academias y a la que se da calidad de Senado de la cultura española. El cambio, hecho en los días esplendorosos de la guerra, supone grandes reconquistas espirituales: la ciencia tiene un sentido unitario, solemne y cristiano, y el nuevo Instituto una alta misión nacional. Pero junto a estos bienes –junto a estos ángeles dorsianos, pudiéramos decir, pues d’Ors fue el pontífice de la obra– se cuela el demonio que sopló al oído de San Isidoro los Laudes Hispaniae y que viene siendo desde siempre Incubo de nuestro casticismo: la idea de que basta hinchar el pecho con el viento de la retórica para que vayan bien las cosas en España. Y como el retórico casticista, según expliqué, carece totalmente de órgano pedagógico, el Instituto de España se hizo heredero de una sola de las funciones que la antigua Junta venía cumpliendo: la de alta dirección cultural, abandonando la otra, más humilde y necesitada de mayor devoción, de la dirección pedagógica.

Aunque todo esto se desprende de la lectura del preámbulo de la Ley, Eugenio d’Ors veía bastante más allá. Su gran inteligencia –hay que reconocer que partieron de él los más finos proyectos de política cultural hechos últimamente en España– siempre exaltó el valor de la pedagogía como esencial menester de cultura, y a tal idea responde la publicación de textos de enseñanza primaria que el Instituto inmediatamente emprendió. Pero esta buena iniciativa, principio posible de una recuperación del sentido pedagógico para el casticismo nacional, no tuvo prosecución.

Pocos meses después de acabada la guerra se reorganiza de nuevo la alta dirección de la cultura española creando el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que viene a resultar –y no el Instituto de España– heredero de los bienes y créditos de la Junta de Ampliación de Estudios. Pero con el patrimonio no hereda todas las obligaciones: su único fin es «fomentar, orientar y coordinar la investigación científica nacional», y no cumplir cometido pedagógico alguno. Unicamente en el preámbulo, de modo marginal y según se habla de la necesidad de instaurar una etapa de investigación científica, aparece como misión suya «formar un profesorado rector del pensamiento hispánico».

Ha ocurrido, por tanto, algo muy grave: el optimismo magnífico de la postguerra –que Dios quiera guardarnos muchos años– se ha engullido alegremente la necesidad de una función pedagógica dirigida y sería, de ir elaborando fermentos que mezclados con la masa de España la hagan acceder a un plano de mayor decoro cultural. El demonio de los Laudes nos ha hecho otra mala pasada: la España nueva ha mordido la manzana del casticismo.

Se me dirá –y en parte con indudable exactitud– que la función pedagógica que cumplía la Junta es satisfecha ahora por otras vías y otros organismos. Pero la realidad es que hoy nos vamos por las ramas de los siete cursos del latín y no hemos meditado seriamente sobre los métodos y condiciones de una educación humanística. Implantamos la enseñanza obligatoria de la religión en la Universidad y administramos apologética en vez de teología a una generación cristiana en lo hondo y en la que todos son –en el sentido que antes dije– teólogos virtuales.

A un joven, todas estas cosas le amargan el alma. Es muy triste ver la sangre de los héroes, la sangre de nuestros hermanos, sirviendo de riego al pomposo y retórico árbol de lo castizo.

Rodrigo Fernández-Carvajal


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