Alférez
Madrid, 30 de abril de 1947
Año I, número 3
[página 7]

La hora de San Agustín

Hay un libro de apologética cristiana del siglo II, el Octavio, de Minucio Félix, que contribuye, según creo, a esclarecernos el sentido íntimo de los años que ahora atravesamos. En el siglo II, como ahora, el cristianismo estaba ajeno a la vida, y los cristianos tenían bautizada la vigilia, pero paganos los sueños. Rezaban el Credo en las catacumbas, bien despiertos y tensos, pero cuando se ponían a soñar –esto es, a dar suelta a su imaginación y a sus facultades de creación artística– otro lenguaje les nacía dentro del alma. Muchos siglos de unanimidad pagana, muchos abuelos encendidos en el amor a la plástica alejandrina y a la retórica ciceroniana, gravitaban subrepticiamente en sus sueños. El individuo ya estaba salvado, pero la sociedad todavía no había hecho al Evangelio su costumbre, de donde aun en el mismo individuo resultaba pobre y sustancialmente inauténtico todo lo que cumplía como ministro de ella. En la tarea artística, por ejemplo, donde pese a la aparente subjetividad importa de manera decisiva lo colectivo, el cristiano de los primeros siglos estaba prácticamente desamparado. Y lo mismo cabe decir de todo lo que entonces era exteriorización, convención, lenguaje. Para condensarlo en una sola fórmula, diríamos que el Verbo divino aún no había conquistado el verbo humano. La nueva fe, que comenzaba a gotear sobre las almas y las piedras, no había tenido tiempo de esculpir en ellas el cruzado medieval y la catedral gótica.

El diálogo de Minucio Félix, escrito con glacial perfección escolástica, es una paradójica defensa del Evangelio en la que ni una sola vez se menciona a Cristo. Unos amigos pasean por una playa próxima a Roma, platicando tranquilamente, en la misma disposición espiritual con que dos siglos antes lo hacían Cicerón y Lelio. La materia de su diálogo es el cristianismo, pero un cristianismo celado bajo el mármol clásico. El lector espera vanamente a cada página la irrupción de algo que prenuncie el fuego de San Agustín.

La misión de éste, bisagra humana de la historia, fue exactamente, conquistar el verbo para el Verbo. Lo que en los padres anteriores a él era cristiandad vestida de platonismo, en él fue cristiandad con propia vestidura. El fuego de la fe hace presa en el corazón y en el órgano de creación artística, hasta entonces todavía verdes, y por primera vez tienen latido cristiano. Después de él, abierto el camino, el mundo histórico podrá ser conformado y depurado por la fe: surgirán un arte, una filosofía y una política católicas. El artista, al poner su mano sobre la piedra, como el monarca al poner su sello en la ley, serán ministros inconscientes de una comunidad secularmente alimentada de cristianismo.

Hoy, con respecto a la cultura cristiana que ha de venir –pasemos ahora por alto la discusión de si efectivamente vendrá– nos encontrarnos en una sazón semejante a la de Minucio Félix, y todas las obras de nuestras manos –creación de un arte y una política religiosas, instauración de una filosofía católica– tienen una hermandad metafísica con el Octavio. Como entonces, nuestra vigilia es cristiana, pero siguen siendo paganos nuestros sueños. Nos faltan los nuevos oros y relumbres con que recubrir la procesión que nos anda por dentro. En los poetas, cuya vigilia es, precisamente, el sueño de los otros, sucede a veces que la obra es cristiana, aunque el espíritu vacilante o incrédulo –así, por ejemplo, en don Antonio Machado–, pero muy rara vez se da la plena identificación de aquélla y éste.

De esto se deduce –perdonadme que en gracia a la brevedad omita justificaciones que todo producto de cultura acabado y perfecto tiene hoy cierto aire de fuego fatuo, de cosa nacida en la muerte. Esto no afecta muchas veces a su valor intrínseco y a su belleza: únicamente justifica el que la obra perfecta rara vez haga hoy su aparición en el campo cristiano. Exactamente igual que un Dante o un Santo Tomás no serían concebibles en la incipiente Cristiandad del siglo II, no son concebibles hoy, en la incipiente Cristiandad del siglo XX, un gran poeta o un gran filósofo católicos. Porque respecto a Claudel o Maritain habría mucho que hablar.

Hoy, por consiguiente, no debe preocuparnos demasiado a los jóvenes la ausencia evidente de grandes artistas y pensadores que traduzcan a verbo lo que interiormente nos hierve. Sería muy grave, por ejemplo, que nuestra manera profunda de ser y pensar tuviera como expresión auténtica la ideología de Ortega, o que Unamuno nos diera otra cosa que su corazón de poeta y su magnífico entusiasmo ibérico. Y aquí hay, me parece, algo más que la consabida rebelión de los jóvenes contra los conductores de la generación anterior. Hay que nosotros, no por mérito propio, sino llevados en volandas de historia, pisamos una tierra de nueva Cristiandad que ellos no sospecharon. Su misión, como la de Moisés, acabó en el borde del desierto.

Estas circunstancias que dibujan nuestro panorama vital se traducen, por su envés, en la necesidad de cumplir una grande y difícil tarea: trasmutar algo que es sólo principio intelectual en costumbre de los sentidos y del instinto. La cultura es, antes que nada, habitus colendi, y como tal hunde su raíz en el hombre íntegro, en la turba de oscuros consorcios con la realidad que en cada hombre se citan. Mientras una creencia es armonía entre la mente y las cosas, una cultura es armonía entre las cosas y todas las potencias humanas. Nuestro problema actual es, en cierto modo, una especie de versión íntima de lo que en el orden colectivo representa la sociología del saber: hacer plural algo que nace aislado y solitario.

De la solución que se dé a este problema está pendiente la posibilidad de crear una nueva Cristiandad. El capitán de esta empresa pudiera ser Job que, como nosotros, tenía clara la cabeza y corrompida la muchedumbre de los miembros, y a quien Dios dio sanidad en todo el cuerpo porque supo mantener el entendimiento alto y la fe viva.

Partimos, pues, de que nos faltan sueños, de que no tenemos tan penetrada el alma de luz como para que haga por sí misma su camino sin que la escolte la vigilia. Es tan evidente esta ausencia, y tan hondamente determina nuestro organismo espiritual, que, sin querer, recurrimos, a veces, a determinadas formas de superchería: la retórica, la afectada tranquilidad, el sentirnos dichosamente instalados en el mundo de la cultura cristiana, que ahora en realidad sólo entrevemos, y aun eso a medias, a través de un solitario ejercicio mental. Estamos, muchas veces sin darnos cuenta de ello, jugando con una colección de sucedáneos, dando un artificial brillo cristiano a perlas que nacieron en otros mares. Nuestras afirmaciones son, en realidad, negaciones disfrazadas, exactamente, igual que el Octavio era una obra íntimamente pagana con un remate último de cristianismo.

Esto nace, en el fondo, de una oscura y filtrada pereza. Es muy fácil tomar los capítulos de cultura va redactados y añadirles un apéndice cristiano, mucho más fácil que enfrentarse con la hoja en blanco. Es muy fácil también resucitar ilustres artefactos históricos –la poesía alegórica medieval, la pintura gótica, la filosofía tomista como caudal concluso de ideas– y añadirles un apéndice de modernidad. En ambos casos el pecado es el mismo: hurtar el cuerpo a la dificultad de la tarea, allí poniendo afeites de cristiandad a lo pagano y aquí poniendo afeites de actualidad a lo viejo.

Para traer ejemplos vivos de ambas actitudes, consideremos el caso de un metafísico católico que por las buenas aceptara la actual avalancha existencialista, aunque envolviéndola en la red de una construcción teológica como el boleador que apresa un caballo salvaje. Este metafísico no se da cuenta de que su obligación es crear por sí mismo un caballo salvaje, o por lo menos ponerse en actitud interior tan auténtica y afanosa que Dios le premie, un día cualquiera del mundo, haciéndolo aparecer a su lado. Por la otra banda, pensemos en un poeta que quisiera resucitar a Dante, o en un político que intentara restaurar el Sacro Imperio. Estos no se dan cuenta de que la vida es absolutamente irreversible, y de que hay pecado en no estar con el curso del tiempo. Porque el tiempo, es, en lo individual, el período de prueba que Dios nos da para ganar la otra vida, y en lo histórico el período que nos da para ir reflejando su perfección en obras colectivas. Perder en esta obra un solo minuto, dejar de ser homo viator para acomodarse a soluciones culturales ya hechas, es negarse a cumplir un mandato divino. El católico que se recuesta en un perezoso mimetismo, copiando lo que otros católicos hicieron antes o rebozando de religiosidad productos culturales laicos, colabora sin saberlo en un sutil pecado colectivo.

Todas estas actitudes negativas, vestidas con ropaje de afirmación, entrañan además un grave peligro: que como las llegamos a creer afirmaciones auténticas, al derrumbarse ellas pensamos que se ha derrumbado también la verdad. Es el caso de un pueblo salvaje, para quien la naturaleza fuera el cuerpo de Dios, ante un eclipse o un terremoto; según su lógica es la divinidad misma quien falla. Algo semejante pasa en todos los órdenes –filosófico, artístico, político–. Ocurre que Maritain, posible reanudador del tomismo, se mete en el laberinto de cohonestar con filosofía la democracia moderna, que los poetas católicos se agostan en pura retórica, que las estilizaciones neogóticas nos asquean. De donde el cristiano que alguna vez se encendió en estas cosas siente caérsele encima todo su firmamento cultural.

Hay que recelar de los que creen que la fórmula para instaurar una política y una cultura cristianas es verter vino viejo en odres nuevos, o vino nuevo en odres viejos. Estas astucias nunca serán el paso inicial de una Cristiandad. Es necesario que el vino y el odre sean de un mismo año, del que fluye bajo nuestros pies, como ocurría en los siglos de buena vendimia, y que en el jugo hirviente echemos por única solera la que brota de las vides de la eternidad.

El cristiano es, por esencia, un bautista: todas las cosas –el arte, la filosofía, la política– pasan delante de él en su vida histórica, como los animales delante de Adán, para que sobre ellas vierta el agua de vida. Pero en esta procesión entran también falsos procesionantes: no hay que bautizar al diablo ni a los odres viejos, sino a la materia prima de los pensamientos, de la naturaleza, del simple hecho de la convivencia entre los hombres, todavía dulcemente intacta y oliente a Dios. Este enfrentarse cuerpo a cuerpo con lo elemental, sin caretas laicas o anacrónicas, es la única manera de que la cultura nos vuelva a las manos, de que sea pronto la hora de San Agustín y dejemos olvidado en el fondo de la historia a Minucio Félix.

Rodrigo Fernández-Carvajal


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