Alférez
Madrid, 28 de febrero de 1947
Año I, número 1
[página 7]

Precisiones sobre la Hispanidad

Hace cuatro siglos éramos los españoles figurantes en el teatro del mundo. Sobre los consabidos escenarios de Europa, o sobre los nuevos y maravillosos de América, el hombre español agitaba los brazos en grandes gestos imperiosos, hablaba con sentido, mostraba una personalidad capaz de gobernar a toda la farsa. Luego el traspunte lo llamó entre bastidores, donde descansa desde muchos años, pero el eco de las palabras que dijo subsiste en el aire y probablemente se venga a enlazar con una nueva reaparición en el acto humano que ahora comienza. El antiguo papel está seguramente trasnochado, como para dicho con espadón y golilla, y es necesario contrastarlo cuanto antes con la realidad del mundo actual y tenerlo listo y bien sabido para el gran momento.

¿Qué peculiaridades profundas tendrá este papel español, bajo las formas transitorias y ocasionales que haya dejado en él cada época? La respuesta total a esta pregunta nos daría nada menos que la cifra de la Hispanidad, el por qué de esa eficacia histórica a la que todos intuimos destinada la estirpe española. Sin pretender formular esta respuesta en su amplitud, voy a intentar esclarecer alguno de sus aledaños.

La Hispanidad es, ante todo, una perduración en el mundo actual del espíritu de la Edad Media. El mundo moderno exterior a la Hispanidad es una estatua moldeada a dos manos por el Renacimiento y la Reforma, y las huellas de estos artífices se notan por doquiera, tan acusadamente, a veces, que la arcilla se quiebra y reduce a polvo.

Toda la masa virgen todavía no caída en sus manos –porque España no tuvo Reforma, y su Renacimiento fue absolutamente sui generis– pulula, en cambio, de vitalidad. Lo que en el mundo queda de Edad Media es el gran repuesto con que se va a hacer la Edad novísima, y como la Hispanidad es hoy día la fracción humana que conserva mayor sustancia medieval, a ella hay que suponerla destinada dentro de la economía de la Historia, para la gran tarea de presidir esta Edad novísima. El razonamiento tiene exactitud de silogismo y su consecuencia está clara. Podrá, acaso, restársele alguna pasión, pero en el fondo es seguramente verdadero.

¿Qué queremos decir en lo hondo al hablar de espíritu medieval y al atribuir a la Hispanidad su representación en el mundo moderno? Hacer un análisis interno del medievalismo es tarea muy difícil. Generalmente se identifica sin otra precisión a la Edad Media con el espíritu cristiano, y así, al predicar su retorno, no se hace más que predicar con un rodeo la instauración evangélica. Esta, naturalmente, constituye la meta ideal del orden histórico, y es casi sobrado insistir en su importancia. Seguramente resultará más fecundo tratar la Edad Media en sus caracteres intrínsecos, buceando hasta encontrar su médula espiritual, pero sin suponerla desde el primer momento una perfecta encarnación histórica del Evangelio.

La Edad Media es, en último término, la obra magnífica de una virtud: la unanimidad. Prescindiendo por ahora de la naturaleza y contenido de esta alma singular, no hay duda de que el hecho mismo, de su existencia es importantísimo, y de que su pérdida es, a fin de cuentas, lo que a los hombres de hoy nos trae desasosegados. La Edad Media tiene su tesoro profundo en ser una, en tener toda la variedad de sus miembros y operaciones traspasada por un soplo común. Cada pensamiento y cada actividad individual estaba entonces místicamente elevado a una potencia igual al número de hombres que poblaban la Cristiandad, de donde adquiría una fortaleza segurísima. Hoy apenas tenemos idea de lo que es un fuego colectivo, no fuego de amor y comunión inefables, poniendo cerco a cada una de esas criaturas medrosas que son los pensamientos y las emociones del hombre aislado. Sucede algo como una oscura y milagrosa cocción: en lo hondo del horno, allí donde apenas llega la luz exterior, las paredes trasladan un calor lento y seguro, una terca y silenciosa asistencia que hace a la masa crujir, engendrar aroma, trasmutarse en pan para todos los hombres, en viático para el camino de todos los hermanos. El ensueño artístico, desvariado y brumoso, cuaja en la realidad de la catedral, y la inquietud divina en la armonía coral de la suma teológica.

Esta unanimidad era la virtud medieval a la que más rudamente se oponían el Renacimiento y la Reforma, ambos exaltadores del hombre adánico y genial, que, como Lutero, llegaba de la Biblia a la Fe sin pasar por la lglesia, o, como Miguel Ángel, del barro a la estatua sin pasar por los convencionalismos y la tradición. Estos dos grandes movimientos rectores del mundo moderno engendraron un tumulto de hombres de nueva humanidad, antecesores del superhombre nietzscheano, cada uno de los cuales parecía ser el representante único y fulgurante de una especie distinta. El mundo vivió así a fuerza de adanismo, pero el sistema conducía derechamente al agotamiento. El nivel social medio bajó, y junto a los grandes Adanes se fue sedimentando una masa desespiritualizada y rebelde.

La Hispanidad, sin embargo, conservó en medio de esta gigantomaquia algo de aquella unanimidad medieval. Su atonía y decadencia en tantos órdenes se explica precisamente por esto: mientras en todo el mundo privaba la fórmula adánica de la gran individualidad, traspuesta a todos los órdenes y matices, era muy difícil que un pueblo que conservaba como valor supremo la unanimidad produjera una gran floración cultural y política. La decadencia española se resume en que España no quiso salir de la vieja andadura medieval, que no dejaba atrás ningún caminante, para tomar la andadura moderna, que era una desaforada carrera de campeones. España renunció a batir records por respeto a la unanimidad social, y renunció, por tanto, a la civilización moderna, brillante cadena de records en todos los campos, desde el religioso y el político hasta el deportivo. Pero ahora, ante este paisaje del mundo actual, hecho de individuos y naciones recordmen con la lengua fuera, la vieja unanimidad tiene que volver necesariamente a ser estimada, y, en consecuencia, la Hispanidad subirá de valor en la cotización histórica.

Esta vinculación entre Hispanidad y unanimidad, peldaño ideal que puede hacer subir aquélla hasta un papel rector en la historia del mundo, está acrecentada en su valor por el precioso contenido del alma común. Esta es, en esencia, un alma cristiana, esto es, un alma excéntrica, no apoyada sobre su propia fuerza, sino sobre el firme soporte exterior de la Divinidad. En el mundo hay, ciertamente, otra alma colectiva, hoy mucho más vigorosa y cuajada que la hispánica: la comunista. Pero ésta lleva en sí un principio de esterilidad, porque se apoya y centra en sí misma, y puede ser derruida, no obstante su aparatosa fuerza actual, si se le opone una forma de unanimidad excéntrica como la hispánica. Creo que, sin jugar a profeta, puede otearse en el horizonte de la historia próxima una grandiosa lucha entre estas dos gigantes almas colectivas.

Que España posee esta virtud de la unanimidad, y con ella todo el mundo hispánico, se constata más bien por observación de los pueblos extraños que por observación de Hispanidad misma. Ningún grupo humano actual tiene, por ejemplo, una conciencia de pecado tan clara como el grupo hispánico. En los demás países se ha borrado de la cabeza y del corazón esa línea precisa que separa la conducta natural de la viciosa, el Orden del Desorden. No quiero decir, naturalmente, que sólo entre nosotros habite la Verdad, pero sí que sólo entre nosotros está todavía transfundida en una forma de unanimidad social poderosa y viviente.

Los ejemplos comparativos, fácilmente multiplicables, nos llevarían a la persuasión de que la Hispanidad es hoy el albacea de la Edad Media en el mundo, y por tanto una carta importantísima en el próximo juego de la Historia. Porque la técnica se devoró en cierto modo a sí misma con la última guerra mundial, y dejó de contar, al menos en Europa, como gran elemento definidor del poderío nacional. Antes de 1939 el concepto de gran potencia se resolvía en fin último y fundamental componente: la capacidad material. Hoy, sin haber pasado a ser cero a la izquierda, ya es necesario alinear junto a ella otros factores más elevados y sutiles: el heroísmo, el respeto a la ley natural, la unanimidad social de creencias y afectos. Esta es, por tanto, la hora de España, rica en estos tesoros antiguos ya tan barridos del mundo.

Y con España también es la hora de la Hispanidad. Europa, al descubrir América, envió a modelar su espíritu dos hombres de muy distinta traza: el disidente anglosajón, que iba como emigrante, y el conquistador español, que iba como enviado. El primero escapaba de Europa renegando de ella y de todos cuantos elementos de unidad la habían constituido y alimentado. El segundo, en cambio, partía lleno de respeto hacia la Cristiandad, hacia el Papa, hacia la Tradición. Uno era el reborde de la Cristiandad del Norte, aniquilada por la Reforma, y otro el mensajero de la Cristiandad mediterránea, todavía fiel a la antigua unanimidad. La obra de ambos, por tanto, hubo de ser muy distinta. Al Norte se edificó un mundo nuevo y autóctono, pero sin reserva moral de Edad Media. Al Sur, en cambio, se trasplantó un árbol de raíz antigua y medieval con mayores garantías últimas que el grandioso edificio del Norte.

No nos dejemos engañar por la vana apariencia. Hoy la Historia es una gran pedigüeña de Edad Media, una criatura ambulante que va de nación en nación palpando las catedrales a ver si están cálidas, a ver si sobre ellas se derrama todavía el invisible fuego que las erigió. Allí donde las reliquias de Edad Media –sean hombres vivos o Cristos barrocos o iglesuelas perdidas bajo la lujuria de la selva– tengan aún sentido, está latiendo oscuramente el día de mañana. Alumbrarlo con brazos y cerebro es la maravillosa misión de la Hispanidad.

Rodrigo Fernández-Carvajal

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