LABOR. Órgano de Falange Española Tradicionalista y de las JONS
Soria, jueves 14 de octubre de 1937
 
año IV, nº 296
página sexta

Pedro Laín Entralgo

Misión cultural del Nacionalsindicalismo

II

Dimensión de universalidad

Cuatro dimensiones, dice San Pablo, tiene el hombre en gracia: longitud, latitud, sublimidad y profundidad. Cuatro dimensiones, como el hombre perfecto, ha de tener también el cuerpo único de la Cultura Nacional sindicalista: longitud, o dimensión de universalidad; latitud, o dimensión de actualidad; dimensión de vitalidad, que corresponde a lo profundo, y de eternidad, que hace relación a lo sublime. Toca hoy hablar de la primera dimensión de nuestra cultura venidera, que es la universalidad.

Conviene desde ahora precisar la triple acepción de esta universalidad. Será universal nuestra cultura, en primer término, en cuanto parta de un concepto del hombre universalmente válido y sirva como hálito universo a la unidad entre todos los hombres. Todo esto no es dado por el hecho de incorporar el sentido católico –esto es, universal– a la raíz misma de nuestra cultura; y mucho más si esa incorporación es tan vivaz, tan entrañada y tan creadora como lo fue durante la otra gran ocasión de España. Otras dos acepciones tiene el término universalidad, aplicado a la cultura. Unos entienden que su cultura es universal cuando, además de referirse a todas las ramas del saber, es sensible a las más sutiles voces del pensamiento en todo el orbe de los que piensan. Así lo creían, por ejemplo, los hombres de la «Revista de Occidente», por el hecho de que leían a tiempo y hacían traducir a Eddington, a Husserl o a Spengler; pero esto es confundir universalidad con cosmopolitismo. Sea hecho este distingo sin ánimo de amenguar la necesidad de éste contacto permanente con toda la producción lejana. Otros, por fin, creen que su cultura es universal cuando llegan sus resultados a los ojos de todo el mundo culto. Así piensan, por ejemplo, los norteamericanos, por el hecho de que sus revistas se lean en Buenos Aires, Bolonia y Shangai. Los nacional sindicalistas, si queremos obrar de acuerdo con nuestra ley más interna y más alta, a la vez que con las enseñanzas de nuestros mejores, hemos de reunir ordenadamente y jerárquicamente en un sólo concepto estas tres acepciones. Será universal nuestra cultura, justamente por ser católica. Porque el Catolicismo posee la clave de la unidad en el hombre y entre los hombres, y permite que verdades naturales diversas –porque mudan con el tiempo– cubran como mudable y siempre nuevo ropaje el cuerpo perdurable de su Verdad.

Pero ésta misma catolicidad de nuestra cultura, fecundada por nuestro joven español ímpetu, nos ha de dar fuerza para conseguir que vivan en nosotros con rica lozanía las otras dos acepciones. Nadie piense servir a la cultura nacional sindicalista si no se halla atento al pensamiento de todos los que piensan, para aceptarlo o para aniquilarlo; para justipreciarlo, en todo caso. Decía Santo Tomás, ya en la vituperada Edad Media, que la verdad había que tomarla de donde estuviese, sin preguntar quien la tenía, y esto parecen haberlo olvidado los tradicionalistas a ultranza que no pasarían de Suárez o Melchor Cano. Pero de nada serviría esto si nuestro católico afán de verdad no nos llevase a la invención potente de nuevas verdades, desde la Teología hasta la más humilde y cotidiana técnica: verdades que nuestra lengua lleve –otra vez– sobre los lomos de todos los meridianos. Cuando nuestra universalidad contenga a la vez catolicidad honda y alta, ilustración ancha y producción larga, podremos decir que hemos servido a la cultura con temple nacionalsindicalista.

El medio de lo universo, la Universidad. Aquel adanismo español que Ortega denunció –para caer en él– fruto de nuestros siglos XVIII y XIX, debe acabarse entre nosotros. Tan pronto como podamos, desterraremos el autodidacto y al docto solitario. Queremos que el espíritu de solidaridad patria, fundamental en el nacionalsindicalismo, se plasme universitariamente en escuelas, institutos y seminarios. Quienes a través de la milicia y la guerra hayan conocido la disciplina, habrán de conocer en la paz –y también por modo de milicia– la dura disciplina del aprendizaje. Tenemos naturalmente coraje y hondura. Por la gracia de Dios, ese coraje primario del español ha llegado a ser heroísmo en el buen combate, y esa hondura radical profundidad y sublimidad en la creencia. Ahora hemos de aprender el heroísmo manso y diario del aprendizaje, y el aprendizaje en la cultura se llama genuinamente vida universitaria. Sería vana retórica –«hojarasca y guardarropía», como se escribió en el precursor «Arriba»– hablar del Imperio, si nuestras Universidades no poseen seminarios donde se entienda comente y santifique a Parménides y al Maestro Eckhardt; escuelas donde cotidianamente se elaboren nuevos derechos de gentes y nuevas humanas economías; institutos donde se impulse humana y españolmente la ciencia y el arte de curar. Y así en todas las disciplinas del saber. Respecto a que será así en el futuro, nuestra fe de españoles y la fecundidad gloriosa de esta guerra nos hacen ser segurísimamente creyentes. El tránsito desde nuestra menguada realidad cultural hasta la promesa futura, también será posible, pese a la obcecada cerrilidad de algunos, y el que sepa leer y ver ya me entiende. Mientras tanto, en aras de la venidera universalidad, hagamos todos desde ahora nuestra católica, honda, humilde y diaria profesión de aprendizaje.

Pedro Laín Entralgo
Colaborador nacional

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Pedro Laín Entralgo
1930-1939
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