Heraldo de Madrid
Madrid, miércoles 26 de junio de 1935
 
año XLV, número 15.388
páginas 1-2

El Congreso Internacional de Escritores
para la Defensa de la Cultura [1]

Impresiones de nuestro enviado,
señor Carranque de Ríos

La sesión de apertura

El Palais de la Mutualité es un gran edificio que coge cuatro calles. La entrada principal da a la rué Saint Víctor, y en esta calle; una hora antes de comenzar la reunión, la Policía establece su puesto de vigilancia. Pegados a la pared hay cientos de asistentes al Congreso. Algunos se hallan sacando sus localidades (las entradas para el público oscilan de los veinte a los cinco francos), y sobre sus camisas hacen resaltar unas corbatas rojas. Hay que añadir que todo París ha sido inundado de grandes carteles en los que se anuncia la celebración de este Congreso.

Minutos antes de las nueve de la noche hace su entrada en el salón la delegación española. En la segunda fila del patio de butacas tenemos nuestros asientos, y delante y detrás de nosotros se habla en diez idiomas. A las nueve todo está completo, y poco después irrumpe en el escenario un grupo. Una gran ovación retarda el que estos escritores se sienten en la presidencia. En el centro, André Gide inclina la cabeza visiblemente conmovido. En un extremo, la figura doblada de Henri Barbusse se destaca sobre las telas rojas que encuadran el escenario. Tiene un aire de hombre agotado; pero en cuanto se sienta, sus manos, largas y nerviosas, no cesan de agitarse encima de la mesa. Estas manos que trazaron las páginas de El infierno parecen hablar a los trabajadores que ocupan las localidades baratas.

André Malraux anuncia, acercándose al micrófono, el comienzo de la Asamblea, y ante una nueva ovación, André Gide inicia esta alocución:

«Jamás ha estado la literatura tan viva como ahora. Nunca se ha escrito tanto en Francia y en los demás países civilizados. Entonces, ¿de dónde viene que la cultura está en peligro? Ella es este temor común que nos junta aquí y que hace responder a nuestro llamamiento a tantos representantes ilustres de varios países, representantes que París acoge con un gran honor…

El que la cultura está amenazada nos lo hace ver el empobrecimiento de algunos países. Pero la solidaridad y los peligros de contagio de país a país es tal en los días de hoy que todos nos sentimos más o menos amenazados.

Otros precisarán la naturaleza de este peligro. Sin duda, ese peligro es el mismo para todos nosotros. Pero delante de este peligro todos los pueblos no reaccionan de la misma manera. Hay para los pueblos, como para los individuos, ciertos indicios de refracción particular, y esto es precisamente el gran interés de esta reunión cosmopolita. Ella nos hará conocer diferentes aspectos de peligros, diferentes maneras de comprenderlos y diferentes formas de hacer frente a ellos.

Yo creo que es necesario partir de este punto, ya que esta cultura que nosotros pretendemos defender está hecha del agregamiento de las culturas particulares de cada país; que esta cultura es nuestro bien común; que ella nos es común a todos, y que esta cultura es internacional…»

Cuando André Gide cesa de hablar toma la palabra el delegado inglés E. M. Forster. Se trata de un hombre menudo, con una cabeza muy pequeña, pero en la que hay bastante ironía. De su intervención son estas frases:

«El amor de la libertad es una vieja tradición inglesa. Sin embargo, la libertad inglesa es una libertad de raza y de clase; es la libertad del ciudadano británico y privilegiado, y no la del colonial y del obrero parado. Si la Gran Bretaña no está amenazada por un fascismo brutal, está amenazada por un peligro más insidioso: la restricción progresiva de las libertades en todo lo que se refiere a la vida pública. Un ejemplo típico de este peligro es la recogida del libro Boy, de James Hanley, una novela de gran mérito literario, y que, sin embargo, ha sido prohibido y sus editores condenados.

Lo que yo quiero es una más grande libertad para los escritores y que la cuestión sexual pueda ser tratada lo mismo seria que cómicamente. Es mantener el libre derecho de crítica del público; es, en fin, hacer llegar a todas las razas y clases lo que hasta aquí ha estado reservado a los blancos y a los privilegiados.»

Al terminar el delegado inglés surge en la delegación española un pequeño incidente. Un señor alto y grueso ha entrado en el escenario. Es Eugenio d'Ors. Es tal el estupor que reina entre nosotros, que no sabemos qué partido tomar. Por fin nos levantamos de las butacas y, ante las miradas de los delegados de las demás naciones, nos dirigimos a un saloncillo que está junto al escenario. Alvarez del Vayo, en nombre de todos nosotros, explica en la secretaría que aquel español que se halla en el escenario es uno de los colaboradores preferidos de El Debate, y que El Debate es el órgano de la reacción española, a cuyo frente está el Sr. Gil Robles.

Mientras se toma nota de todo esto, el Sr. D'Ors llega al saloncillo, y aquí su presencia adquiere un aspecto casi cómico. El Sr. D'Ors trata de acercarse al escritor francés Louis Aragón; pero éste le vuelve la espalda. Gracias a que Jean Cassou acude en ayuda del ex anarquista catalán, el incidente no toma otras proporciones.

El suceso va a tener su interés, puesto que André Malraux nos comunica que la presidencia no impedirá que D. Eugenio d'Ors tome la palabra en una de las sesiones. Ahora bien: detrás de D. Eugenio d'Ors hablará la delegación española para explicar muchas cosas de España y cuál es el verdadero pensamiento político del Sr. D'Ors y sus amigos de El Debate.

Prometo un relato de lo que ocurra. El hecho de que el Sr. D'Ors quiera defender la cultura en una reunión de escritores de izquierda es un acontecimiento inesperado que debe pasar a la Historia.

René Crevel ya no está con nosotros

René Crevel estuvo en Madrid hace un par de meses. Recuerdo su visita en mi domicilio y aquel entusiasmo suyo por este Congreso, en el que él no ha participado. El día de mi llegada a París me dirigí a su casa de la rué Nicolo. Yo estaba invitado a alojarme en su domicilio, y cuando bajé del taxi esperaba ver su vigorosa estampa de hombre trabajador.

Antes de que yo terminara de preguntar, la portera dijo simplemente, que monsieur Crevel se había suicidado el día anterior. El miércoles día 19, René Crevel dejó las llaves del gas abiertas, se tumbó en la cama y esperó que el sueño lo llevara lejos. El deja un poema donde habla de un viaje parecido a este.

René Crevel ha muerto a los treinta y tres años. Él desaparece; pero los demás continúan la labor común en este Palais de la Mutualité. Ahora, en un café cualquiera de París, termino estas cuartillas. Es preciso alejarse del recuerdo del amigo Crevel y volver a las sesiones del Congreso. Todavía es un grato espectáculo contemplar la blanda figura de D. Eugenio d'Ors buscando un poco de notoriedad entre las gloriosas cabezas de la intelectualidad mundial.

Carranque de Ríos
París, junio.

Imprima esta pagina Informa de esta pagina por correo

www.filosofia.org
Proyecto Filosofía en español
© 2012 filosofia.org
Andrés Carranque de Ríos
Congreso Defensa Cultura París 1935
1930-1939
Hemeroteca