Filosofía en español 
Filosofía en español


Genovevo Gutiérrez

Hacia un Congreso Hispanoamericano de Cinematografía

Así se titula un folleto llegado a nuestras manos, que hemos leído con verdadera avidez.

“Ha quedado constituido –dice un diario de la mañana–el Comité ejecutivo del Congreso Hispanoamericano de Cinematografía, declarado oficial por reciente acuerdo del Gobierno, a cuya aprobación se ha sometido la lista de nombres que sigue…”

Y después de leer el folleto, y después de repasar la lista, no de presidentes y vicepresidentes, sino de vocales, nos hemos quedado, la barbilla en el pecho y la mirada hundida en borrosos e inciertos horizontes, un gran rato pensativos.

¿Debemos decir? ¿Debemos callar?

Si decimos, ¿no serán “ipso facto” nuestras palabras señaladas como nacidas del despecho? ¿No caerá sobre nosotros y sobre nuestra pobre obra la andanada de improperios, burlas, desprecios y epítetos sangrientos que ahogarán nuestras voces?

Y, sin embargo… No debemos callar, no podemos callar. Nuestro deber es alzar el pensamiento sobre nosotros mismos, sobre todas las pequeñas pasiones, rencillas y rivalidades profesionales, y hablar alto y claro, que no es un juicio verbal que va a celebrarse entre amigos componedores, sino un “mayor cuantía” (mucho mayor tal vez de lo que se figuraron sus iniciadores), una solemne y trascendental sesión parlamentaria con asistencia de las naciones europeas detrás del banco azul y las norteamericanas en la oposición.

Debemos hablar y decir al señor ministro que ha patrocinado tan hermosa idea, serenamente, sin odios hacia nadie, ni siquiera para esa avasalladora industria americana contra la que el folleto lanza un grito de guerra, a nuestro entender equivocadamente, ya que ellos no hicieron sino cumplir su deber y nosotros olvidar el nuestro: debemos subrayar al excelentísimo señor la enorme importancia del acto que se va a realizar; la responsabilidad inmensa de encomendar tan altos intereses a personas para nosotros dignas, respetabilísimas, pero carentes de relieve y autoridad en los sectores que ha de abarcar el Congreso, la defensa de nuestro idioma, señera gloriosa que debe enarbolarse en lo más alto; la creación de un arte cinematográfico hispanoamericano, hoy embrionario y balbuciente por culpas que ya se habrán de conocer, y la de una industria no “contra”, sino enfrente de la yanqui, a cuyas inmensas fábricas rascacielos nos parece ridículo tirar piedras, y sólo eficaz imitar su ejemplo y levantar las nuestras más altas.

La defensa de nuestro idioma –medítelo el señor ministro, medítenlo los mismos vocales propuestos– sin menosprecio para nadie no se puede encomendar a unos señores en cuya lista no aparece mas que un nombre de altura; y al nombrarlo –Pérez de Ayala– vienen, sin poder evitarlo, a nuestra pluma los otros de su talla, o mayor, Benavente, Valle-Inclán, los Quintero… los que de veras conocen a fondo nuestra lengua, los que tienen autoridad y fuerza para rechazar cuanto pueda dañarle, a los que se oirá siempre con respeto aquí y en todo el mundo civilizado.

No creemos que la pueril vanidad –queremos hacerlos justicia– ciegue a esos señores que escriben páginas cinematográficas en los periódicos –esas páginas que todos conocemos– que radian sus críticas por las antenas, hasta el punto de recabar para sí los puestos que por derecho propio, por su obra, corresponden a nuestras grandes figuras literarias.

Una nación como la nuestra, que impuso a tantas otras su idioma, no puede nombrar para la defensa de él sino a voceros y pregoneros de la más alta categoría; es el único medio de dar al Congreso un tono mayor y de que Europa nos escuche: lo contrario es empequeñecerlo y conseguir que nuestros vecinos espectadores se marchen aburridos, si es que por acaso llegan a entrar en la sala.

Pudiera objetársenos que ellos son utilísimos por su conocimiento de la cinematografía. ¡No! –otra vez sin deseos de molestar–. A esos señores que escriben esas páginas por las que sólo sabemos cómo se baña la Mary Pickford, o cuántas cartas amorosas recibe Jhon Gilbert, sin que haya nunca una orientación para nuestro arte, unas líneas para el problema de nuestra industria, no se les puede conceder la alternativa ni en un aspecto ni en otro. Pero hay además una grave cuestión. Estos señores viven (y a nosotros nos parece muy bien y muy justo), si no todos, algunos, de la publicidad de las grandes Empresas americanas; y en el folleto se habla precisamente de que el Congreso va contra ellas. ¿Qué situación será, pues, la de esos vocales, que necesariamente han de traicionar o a las Empresas que les favorecen (a ellos o a sus periódicos, o a los dos a la vez) con sus anuncios, o al Congreso si han de corresponder a sus favores?

Si el Congreso ha de ser eficiente, si no se trata de una fiesta más de oropel y pomposa oratoria, sino de afirmar en la pantalla la pureza de nuestro lenguaje y de la creación de un arte y una industria hispanoamericana, nuestra convicción es que deben ser nombrados, para lo primero, nuestros más altos valores literarios; para lo segundo, los elementos artísticos (no los más altos, porque desgraciadamente no existen, pero sí los que hayan puesto en la cinematografía un esfuerzo, una ilusión al menos).

¿Que aquí asoma la cabeza una ambición? Cierto, sí; pero para nada más que para aportar nuestros modestos conocimientos y la larga experiencia. Podrá dudarse de nuestra actitud, pero no del entusiasmo que sentimos por el arte que nos ocupa.

Y para la creación de la industria, a las firmas capacitadas para ello; los que sepan o puedan conocer el complicado mecanismo financiero: los técnicos, los trabajadores, los que, por dolorosa experiencia, sufrieron tantas veces los fustazos del revés contra escasas mieles de algún pequeño éxito.

Sólo así lograremos que nos escuche Europa y nos tienda una mano, ya que la protección en estos momentos se convierte en refuerzo de ideales. De otro modo haremos una vez más el triste papel de falderillos, ladrando al paso de las superpotentes locomotoras yanquis, que marchan con su enorme masa y velocidad a través del Mundo, orgullosas de su fuerza.

Y por esta vez perdónenme los escasos lectores con que tenga el honor de contar que me haya puesto un poquito en serio.

Genovevo Gutiérrez