Filosofía en español 
Filosofía en español


Editorial

La espada y el crucifijo proyectaron un fatalismo mortal sobre la historia de nuestra cultura. Los aires frescos del Renacimiento chocaron en nuestras fronteras, y sus débiles ecos volaron soflamados por las llamaradas de la Inquisición. Más tarde, aventadas sus cenizas por el absolutismo reinante, las puertas de España se cerraron a las llamadas inquietas e imperativas de la Europa ascendente.

Pero al socaire de esta quietud mortal, Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, reivindicaban a un pueblo sano y fuerte, inmortalizaban una etapa de la cultura española.

Hoy, después de cuatro siglos de historia, convertida España en un recodo secundario del pensamiento occidental ya en decadencia, los que asumen la responsabilidad de un nacionalismo a ultranza –brazos abiertos a la internacional negra de Roma, a esa otra Europa corrompida y fascista– arremeten contra lo más sano y legítimo de nuestro patrimonio histórico: Jiménez Caballero, ideólogo máximo del “racismo” español, acusa a Cervantes y a Quevedo como introductores en la España feudal y absolutista de los gérmenes “nocivos” de ese espíritu popular, pagano y renacentista, que hoy, desarrollado ya en nuevas formas filosóficas y político-sociales, constituye el fondo de la que ellos llaman “antipatria”.

La patria “grande y absoluta” de Felipe II y Torquemada, muerta, pasada sin una comprensión viva, histórica, es el mito de integración que intenta poner en pie la reacción española, llamando desde las columnas de la prensa, desde los escenarios de los teatros y desde las aulas universitarias a una guerra santa en defensa de sus sagrados intereses. La añoranza de la Inquisición, del noventa por ciento de analfabetos, de los Cristos sangrantes y atormentados, tiembla como sueño postrero en el pensamiento fósil de los Unamuno, y de todos los “animadores” del cuerpo decrépito de la España medieval.

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La Revolución francesa trajo consigo el triunfo de una cultura individualista. Esto implicaba, necesariamente, la descomposición del gran mito medieval en una diversidad de mitos particulares, conforme a las necesidades biológicas de cada grupo, individuo o tendencia.

Naciendo unas y desapareciendo otras, la multiplicidad de las concepciones individualistas ha ido creciendo –creyéndose cada cual en posesión de la verdad absoluta– en medio del caos contradictorio y dispar de su coexistencia.

Desde el punto de vista del análisis histórico-social, no puede concebirse la realización de una tendencia cualquiera que deje huella en la historia de la cultura, sin un “mito” que agrupe los esfuerzos y que sirva de método a la ordenación de los diferentes elementos dentro de una ideología totalitaria. La teoría y la práctica de los diferentes movimientos culturales de los últimos tiempos, nos enseñan y demuestran que el impresionismo o el surrealismo –por ejemplo–, no hubieran sido posibles sin esa “unidad de acción” dentro de los límites de sus respectivas mitologías particulares. La identidad ideológica de los diferentes elementos –filosófico, poético, plástico y literario– dio extensión y profundidad a estos movimientos.

En España, el movimiento de los Ibéricos nació como el intento de crear un tipo de cultura con personalidad nacional, en oposición a las influencias penetrantes del pensamiento francés en la literatura, plástica y poesía moderna española. Pero el retraso y descomposición del medio-ambiente, la contradicción entre las ideologías particulares de cada integrante del grupo –carentes de originalidad, ecos lejanos y extranjeros, de tendencias muertas ya en su punto de origen–, hizo imposible la creación de un mito nacional.

Los diferentes mitos de la época moderna permitieron una vida aparentemente real a una diversidad de grupos, que han ido sucediéndose y anulándose mutuamente a una velocidad vertiginosa. Pero no puede hablarse, y ya nadie habla de una consolidación del desarrollo de la cultura en los países de tipo capitalista. La realidad de todos los días nos enseña hasta qué punto estos mitos unilaterales y artificiosos y su realizaciones abstractas, son extraños a la verdadera energía vital que determina el ritmo de la historia contemporánea, y hasta qué punto se hallan ligados a la suerte del capitalismo en decadencia.

Se trata ahora de la salvación de la cultura, de la significación y contenido humanos de la cultura.

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También nosotros tenemos nuestro mito. Y decimos “nosotros”, subrayando este pronombre con el calor de lo que es ampliamente sobreentendido. Porque no estamos solos en medio de las áridas y pedregosas llanuras castellanas, en medio de un romanticismo de ciudad desolada de provincia, en medio de un dogmatismo ciego de minoría. Estamos en España. Nuestro mito tiene sus raíces profundas en la España que se agita convulsa en la gestación de su porvenir histórico. En la España humilde, fértil en la abnegación y el heroísmo de su campesino, que mató el mito del más allá en su alma y anima sus relajados miembros, sus pupilas sombrías, con una nueva hoz, con un impulso nuevo hacia su pleno derecho a la vida de este mundo; en la del trabajador de la ciudad, que vio de cerca la faz verdadera de un mundo hipócrita y cruel, y que no quiere conformarse con las pobres libertades conquistadas con su sudor y su sangre. Estamos, en fin, con la España del intelectual angustiado, en medio de una sociedad mortalmente indiferente y hasta hostil que le deja abandonado a sí mismo, y que sepultado bajo las ruinas de la civilización en que nació y ha existido su espíritu, afirma su voluntad de vivir su dignidad profesional, de luchar por la continuidad de la cultura humana y desarrollarla en nuevas formas y valores: de incorporarse como elemento vivo a las fuerzas que mueven el eje de la historia contemporánea.

Descansa nuestra fe y nuestra fuerza en ese fondo elemental e inédito, donde se da la condición humana necesaria e ineludible a todo florecimiento cultural auténtico. Es precisamente esta “circunstancia” la que nos impide y salva de presentarnos como los poseedores de la fórmula acabada y mágica para una cultura nueva. En oposición a las corrientes y realizaciones individualistas, nuestro mito no contiene postulados absolutos en sí mismos, como emanando de una idea preconcebida y abstracta. Estableciendo un nexo dialéctico con los hechos de la vida real –en ligazón estrecha con el desarrollo de las condiciones indispensables a la creación de nuevas formas de convivencia humana– nuestra unidad ideológica se realiza en un sentido colectivista, conforme a las exigencias imperativas de todo desarrollo cultural en los tiempos presentes.

Al margen de las elucubraciones del snobismo formal que anima el vacío de la cultura burguesa de hoy, y con un firme sentido de asimilación y superación de lo positivo que la historia nos legó, en cuanto a los valores de conocimiento, experiencia y técnica, NUEVA CULTURA intenta la formación de una cultura de raíz española, que contribuya a la realización intelectual y social de la idea de colaboración y solidaridad universales.

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Nace nuestro intento con el ánimo de romper ese silencio plomizo bajo cuya protección, la voluntad inerte y secular de una España negativa, guía nuestra suerte hacia las simas conocidas ya por una experiencia terrible de opresión y obscuridad.

Es nuestro grito como el eco de la consciencia tradicional de una historia penosa, colmada ya en su paciencia viril, que clama por la lógica de sus derechos; como contravoz enérgica a los precipitados rezos de quienes quieren darnos tierra con un temprano responso; como grito de alerta a quienes deben unir a los nuestros sus esfuerzos para quitar de enmedio, definitivamente, la pesada losa que cierra nuestra continuidad nacional libre y humana.

No es precipitada ni de última hora nuestra decisión, sino vieja, –si decirse puede– en nuestra propia juventud. Vieja, como viejo es el espíritu de lucha que animó siempre la creación cultural y el ritmo dialéctico de la historia.

Una observación atenta y objetiva del mapa nacional de hoy, servirá, antes que nada, para justificar con creces nuestra sed de gritar más fuerte, precisamente, cuando más ensombrecida está nuestra voz por los ecos medievales de la anticultura.

El ancho pecho de la España joven respira de ansiedad, como esperando una salida, un desenlace definitivo. Pero esta posición contemplativa debe ser superada. Si necesitamos abrir nuestros ojos y nuestra mente, es porque necesitamos alumbrar nuestra acción. Porque sólo en la acción se da la creación y la realidad auténtica. NUEVA CULTURA es el intento de superar aquella postura.


Queremos que nuestras páginas se abran hasta la más amplia inspiración humana. En la obra de la NUEVA CULTURA –que ha de recoger, salvándola, toda noble herencia histórica–esperamos y deseamos la compañía de cuanto suponga una fuerza, viva y fecunda. Todo lo que signifique una lucha contra la reacción del fascismo que niega al Hombre, con una filosofía de guerra y muerte, puede y debe estar con nosotros.

Pero esta misma amplitud nos obliga a dejar sobre la particular y expresa individualidad de nuestros colaboradores la responsabilidad de su obra. En cuanto a nosotros, daremos la dirección y el sistema en el trabajo anónimo. Es preciso esto, porque, primero, sin unidad no hay eficacia posible, y, segunda, porque somos nosotros quienes en este frente de batalla aspiramos a representar las fuerzas históricas decisivas. Abandonar a otros el impulso, supondría frustrar parte de nuestra misión, porque, allí donde los otros acaban, nosotros todavía tenemos mucho por hacer. Nuestra obra ha de integrar y superar la suya. Por esto es por lo que debemos, más allá de las afirmaciones particulares, mantener la decisión anónima y colectiva de nuestro grupo, ya que, al fin, en nosotros reside el último destino.